Las fotos fijas ayudan a reconocer los cambios en el paisaje. Para situar “los cambios en la izquierda” hay muchas secuencias fotográficas a las que acudir. Una resulta especialmente iluminadora. Hace poco más de treinta años la izquierda europea más tibia incluía en sus programas diversas propuestas de propiedad pública o de redistribución de la renta. Apenas diez años más tarde, esa misma izquierda, en el gobierno, privatizó las empresas públicas y bajó los impuestos. En medio, no hubo mayores discusiones sobre la eficiencia y la equidad o sobre el control político de las empresas públicas. Hoy en las tertulias radiofónicas, que, en lo que tienen de complicidades tabernarias, con sus condenas y aplausos desprendidos de cualquier argumentación, condensan bastante bien los tópicos morales y políticos que rigen las sociedades, cualquier propuesta de hacer el camino de vuelta hacia lo que se consideraba normal hace bien poco, se juzga no ya “rancia” sino, directamente, un robo. Por supuesto, importan poco los datos o los análisis. Las descalificaciones no apelan a atendibles teorías sobre la eficiencia de los mercados en competencia perfecta. Las empresas públicas o los impuestos se condenan, sin más. Como se condena, en general, cualquier forma de intervención pública. Sin razones, como palabra última. A lo sumo, se acude a acartonadas consideraciones sobre la bondad de las empresas o los dineros en manos de la sociedad civil, como si unos pocos poderosos fueran más sociedad que todos los demás. A nadie le importa que, por lo general, en las privatizaciones, lo que era un monopolio público pase a ser un monopolio de unos cuantos, sin que el mercado asome por parte alguna, o que sociedades, como Suecia, con sistemas fiscales progresivos, en las que el gasto público alcanza al 60 % del PIB y las empresas públicas están entre las más importantes, obtengan notables niveles de bienestar y de calidad democrática. Y por supuesto tampoco se molesta nadie en recordar que sin un Estado fuerte no hay libertad o que sin intervenciones planificadas, a estas horas, la gripe aviar se habría llevado por delante a millones de seres humanos.
El cuadro describe bien cómo han ido las cosas. Ese es el aire que respira la izquierda. Y en él, como otras veces, ha intentado reescribir sus flaquezas como conquistas. El procedimiento ha sido el habitual: una vacua discusión acerca de la “necesidad de renovar el ideario”. Por lo común, esas gripes periódicas se saldan con tres o cuatro monográficos de revista y, si acaso, algún libro de algún académico reconvertido en periodista que, por primera vez, alcanza las librerías de los aeropuertos. La cosa se olvida al poco tiempo, sin mayores consecuencias. Hasta la próxima.
Pero esta vez, por circunstancias que merecen otra ocasión, las cosas han sido diferentes. Parece haberse creído en serio la cantinela de renovar “los principios”. El innegable fracaso de muchos de sus proyectos lo ha tomado como el fracaso de los principios que los inspiraron y, como el otro Marx, ha decidido cambiar de principios. Para ello ha acudido a un conjunto de materiales que, bien mirados, no son más que versiones varias veces recicladas de pensamiento reaccionario. Reaccionario en sentido estricto, de los que reaccionaron frente a la Revolución francesa: del historicismo alemán y su Zeitgeist. Eso sí, como la decoración importa, ha cambiado la presentación y la gastada idea tiene nuevas rotulaciones: multiculturalismo, diferencia, diversidad, comunitarismo. En lo esencial, la operación ha consistido en sustituir las políticas redistributivas y bienestaristas, inspiradas en unos principios universales de justicia que actúan como pautas de modificación social, por una multiplicidad de derechos particulares, asociados a distintos segmentos sociales, a distintas “minorías” supuestamente interesadas en preservar su particular identidad de grupo.
El resultado ha sido inequívoco: la dignificación de tesis ajenas a su mejor herencia. Mencionaré solo tres. La primera: una equiparación a priori de las “diversas culturas”, bien porque se las juzga igualmente valiosas, bien porque se las considera incomparables. Una equiparación que, bien pensada, impediría la denuncia de injusticias y opresiones, que requiere baremos para calibrar el mundo. La segunda: una disposición a otorgar prioridad a las comunidades sobre las instituciones públicas a la hora de abordar los problemas colectivos. Una elección que debilita las posibilidades de emancipación de los individuos –y en particular de las mujeres– y la crítica de las diversas formas de despotismo, de dominación arbitraria que se dan dentro de los grupos culturales. La tercera: la ignorancia de la raíz material de muchas desigualdades, y, por ende, de que una modificación de las condiciones económicas es el paso obligado para acabar con muchas fuentes de discriminación. Vamos, que la vida de los árabes de Marbella tiene poco que ver con la de los árabes de los suburbios de París.
La consecuencia condensada de la “renovación” ha sido la quiebra de lo que hasta ayer mismo constituía el nervio programático de la izquierda: el vínculo entre emancipación, entre libertad y justicia social. La izquierda arrancó con un diagnóstico: las desigualdades de acceso a la riqueza –o lo que se entendía como lo mismo: a la propiedad– estaban en el origen de desigualdades de poder incompatibles con el ideal de autogobierno, de democracia y de libertad. Y aquí las palabras tienen un exacto sentido. Democracia quiere decir igual posibilidad de influencia política, de poder, la que, por ejemplo, cristaliza en el lema “un hombre, un voto”. Y libertad, no sometimiento a ninguna forma de poder arbitrario, empezando por la voluntad de los otros. En una y otra cosa, los desposeídos puntuaban bajo. El que no tiene nada no puede decir que no y quien no puede decir que no, no es libre. Antes de conquistar los derechos sociales, los trabajadores no podían decir que no a condiciones laborales que convertían a las empresas en territorios de despotismo, de autoridad sin razones. En las decisiones políticas, en las decisiones sobre la vida de todos, la única voz que contaba era la de quienes podían amenazar con su disgusto y como únicamente su disgusto contaba, estaban en condiciones de convertir sus problemas en los problemas de la sociedad.
La izquierda entendió siempre que la democracia podía cambiar esas circunstancias. En la Revolución Francesa, los situados a la izquierda en la Asamblea Constituyente defendían la abolición del veto real, la legislatura unicameral, una judicatura elegida, la supremacía del poder legislativo y el sufragio democrático. Y la tributación progresiva. La justicia social se anudaba a la libertad y la ampliación de la democracia. Quien depende materialmente no está en condiciones de elegir con plena autonomía sobre su propia vida, de decir que no y de ejercer plenamente sus derechos. Con esa convicción reclamaron y consiguieron el sufragio universal, la ampliación de las libertades civiles y los derechos sociales. Esa alianza entre libertad e igualdad es la que se ha quebrado.
Y no porque haya perdido vigencia. Las desigualdades han alcanzado magnitudes que hasta asimilarlo cognitivamente resulta difícil. Ayudará una imagen que tomo de David Schweickart. Compara la riqueza con la altura, equiparando los ingresos medios con una estatura media de un metro ochenta, y pone a caminar a los norteamericanos, uno tras otro, durante una hora. Unas cuantas pinceladas del desfile aclaran bastante las cosas. Hasta que no pasan cinco minutos nadie alcanza los 30 centímetros. A la media hora, los que desfilan tienen una altura de un metro y medio. A los cuarenta y ocho minutos, la altura es de 2,5 metros. A los cincuenta y cuatro, y durante tres minutos, desfilan tipos de 3,7 metros. Gigantes que son enanos comparados con otros de 9,9 metros, que en apenas treinta y seis segundos han desaparecido. Pero todos, al fin, son liliputienses comparados con los que aparecen en los últimos segundos, unos cuantos que superan los trescientos metros, otros pocos, que miden cuatro veces la torre Sears, algunos menos con más de seis mil metros y, discretamente, si cabe la discreción, rematando el desfile, Bill Gates con unos trece kilómetros de altura. Intenten hacerse una idea de lo que supone levantar la cabeza y ver a su lado, desde su modesto metro ochenta, un individuo dieciséis veces más alto que el monte Everest. No alcanzan a verlo. Y ahora, el esfuerzo último: esos datos se limitan a Estados Unidos.
El problema, con serlo, no es sólo de justicia distributiva. Es también el de un poder no sometido a control democrático alguno. Andamos bien lejos del mito de la sociedad abierta, del mundo idealizado de leyes que enmarcan mercados descentralizados, en competencia, en donde nadie está en condiciones de imponer su voluntad. La realidad es bien otra. Es la de unos procesos económicos, imprecisamente designados como globalización, en donde poderes con capacidad de decisión muy superior a la de muchos estados, no se ven sometidos a controles jurídicos reales, en donde, llanamente, no hay lugar para las decisiones políticas. El camino de vuelta de la ilustración, del gobierno de las leyes, en lugar de los hombres. El camino que la izquierda quiso recorrer hasta el final, cuando aspiró a que la política, el control democrático, hiciera imposible que la desigual fortuna económica se convirtiera en desigual influencia política, en poder de unos sobre otros.
Pero, se dirá, la historia de la izquierda es no sólo la de las conquistas democráticas y sociales, es también, la barbarie del socialismo real. Y es verdad. El reconocimiento de esa circunstancia nos devuelve a la –interesada, pero esa es otra historia– confusión que estaba en el origen de la “renovación”: la confusión entre los principios y las instituciones en las que cuajan. Sencillamente, el fracaso en las formas de institucionalización –y acaso haya que incluir aquí no pocas nacionalizaciones– no equivale al fracaso de los idearios. La brutalidad del socialismo real no debilita la aspiración al igual acceso a la libertad, que es, puestos a decirlo con todas las letras, lo que hay detrás de la palabra igualdad. La caducidad no es de los valores, sino de las propuestas institucionales en las que se tradujeron.
Para quienes puedan pensar que no es más que un deshonesto modo de consolarse, quizá no esté de más algún recordatorio histórico. El siglo XIX es el siglo del liberalismo, sobre todo su primera mitad. Bien. Ahora algunos datos: a mediados del siglo XVIII Gran Bretaña era el país que poseía mayor número de esclavos, cerca de 900.000. En pleno siglo XIX había en América del Norte más de seis millones de esclavos, casi veinte veces más que ciento cincuenta años antes. Salvo cuatro de ellos, todos los presidentes de Estados Unidos, hasta 1848, fueron propietarios de esclavos. En breve: no es que el liberalismo tardara en abolir la esclavitud, es que el número de esclavos aumentó con el liberalismo. Hasta hay razones para pensar que, doctrinalmente, el liberalismo resulta compatible con la esclavitud. Se podría citar no pocos clásicos. Por supuesto, el liberalismo ha evolucionado. El más fecundo académicamente de los últimos años, el liberalismo igualitario, una de las fuentes intelectuales que cualquier izquierda informada tiene que atender, ha revisado muchos de sus clásicos puntos de vista.
La moraleja es sencilla. Para el socialismo la escribió una de las mejores cabezas del panorama filosófico contemporáneo, el filósofo de Oxford Gerald Cohen: “Creíamos que algo era bueno, tratamos de lograrlo y produjimos un desastre. ¿Deberíamos concluir, por ello, que lo que creíamos que era bueno, la igualdad y la comunidad, en realidad no era bueno? Tal conclusión, aunque se llega a ella frecuentemente, es una locura. Las uvas pueden estar realmente verdes, pero el hecho de que la zorra no las alcance no nos demuestra que lo estén”. ~
(Barcelona, 1957) es profesor de economía, ética y ciencias sociales en la Universidad de Barcelona.