Itzmiquilpan, ca. 1570
El maestro de pintores debió haberse alegrado al enterarse de que su siguiente encargo era pintar los muros de la nave de esta iglesia, y es que continuaban largos y sin interrupciones desde las puertas de madera hasta el altar. Para ese entonces ya se había impuesto la tiranía de la página occidental, esa que a los pocos centímetros de ancho termina abruptamente y en la cual era un verdadero fastidio meter representaciones de personas, símbolos de pueblos, signos de calendario, en fin, todas las imágenes que se necesitan para contar un acontecimiento histórico sin que éstas terminaran por amontonarse en los márgenes de tan apretado formato. En cambio, las paredes que ahora tenía enfrente eran lo más parecido a las tiras de papel amate que unas cuantas generaciones atrás habían usado los mexicas y los mixtecos para pintar antes, claro está, del desembarco de los españoles y sus libros. El maestro debió haber recorrido los muros que convertiría en murales. Aunque aquí y allá se atravesaban vanos y columnas, no había mejor lienzo que esos metros y metros de paredes recién construidas. Alguno de los hermanos de la orden debió haberle avisado a fray Andrés Mata, prior del templo y convento de san Miguel Arcángel, que ya lo esperaba el maestro pintor. Mata debió haberse apresurado por los pasillos y bajado por las escaleras repasando mentalmente los detalles del programa de pintura que había ideado para los muros. Fraile y tlacuilo se encontraron en la nave de la iglesia /
No sabemos más. No podemos recuperar, ni siquiera de oídas entre los documentos, esa conversación crucial para la historia del arte occidental en América. Ignoramos cómo ese par de hombres concretaron el intercambio entre la tradición prehispánica y la europea en Ixmiquilpan. Solo conocemos el resultado. Pero eso basta para desmentir la historia que tanto nos contamos sobre la Conquista. No es cierto, al menos no lo es en este ni en otros casos, que los españoles hayan terminado por completo con la cultura local. Quizás lo que se pintó nos obligue, al fin, a reconocer que el patronazgo español –tanto el de Andrés Mata como el de otros frailes y virreyes–, incluyó varias convenciones del arte mesoamericano en la pintura y fomentó que siguieran usándose al menos durante el primer siglo de la Colonia. Si bien nuestra simpatía por los vencidos nos hace imaginar a un desafiante tlacuilo (o a sus astutos ayudantes) colando en las paredes algunos signos en náhuatl a escondidas de los frailes, lo cierto es que los trazos de este pintor más bien hacen pensar que fue educado en una escuela metropolitana y que, en sus lecciones de pintura, destacó en el aprendizaje de las técnicas occidentales; que debió haber sido un tlacuilo europeizado y no el héroe de una supuesta resistencia plástica y política.
Robertson en Ixmiquilpan
A mediados del siglo XX Donald Robertson publicó un análisis de los manuscritos prehispánicos y coloniales, no desde la perspectiva de la arqueología, sino desde la historia del arte. El imprescindible Mexican manuscript painting of the early colonial period estudia con paciencia la composición, las líneas, los colores y las figuras con el objetivo de definir el estilo mexica que debió haber prosperado antes de la Conquista. Robertson hizo lo mismo para el primer estilo colonial, ese que surgió del mestizaje artístico con los españoles. Por esas mismas fechas se descubrieron, detrás del yeso, los murales de Ixmiquilpan. Robertson no pudo verlos. Sin embargo, muchas de sus conclusiones sirven para descifrar qué tan occidentales son.
Entre otras cosas, Robertson advirtió que el estilo prehispánico usaba líneas rectas, negras y gruesas para definir a las figuras. Más que contornos, las siluetas tenían marcos. Los guerreros de Ixmiquilpan no fueron pintados así, sino con una línea muy delgada que intenta imitar la anatomía; se arquea un poco en la cintura, por medio de curvas calca las piernas y acentúa –quizás demasiado– las rodillas, las muñecas y los tobillos. Esa simple línea confirma que el tlacuilo tenía una mano más europea que mexica. Los brazos y las piernas larguísimas de los soldados se contraponen a las figuras chaparras y robustas, de extremidades cortas y cabezas grandes del estilo precolombino. La proporción de los cuerpos de Ixmiquilpan permitió que el artista representara a los personajes en acciones dramáticas: están por dar un macanazo, acaban de degollar a un enemigo, clavan un arma en el cuello de un hombre que agoniza, lo que también está más de las convenciones occidentales.
Hay que ponerle atención a los detalles porque en ellos, y no en los aspectos principales del trazo, subsiste algo de lo prehispánico. Se ve, por ejemplo, en la manía de dibujar los cinco dedos del pie aunque eso contradiga la postura del resto del cuerpo; en las caras que casi siempre se dibujan de perfil, y pocas veces de frente; en el gesto de tomar la cabeza recién cortada del adversario y levantarla en el aire, lo que denotaba victoria cuando esta representación era un signo náhuatl y no una imagen.
Es paradójico pero la vigencia del estilo prehispánico se percibe en lo que está ausente, esto es, en lo que un espectador europeo de la época habría interpretado como partes inacabadas del mural: no hay una línea que se finja piso, tampoco pistas que localicen dónde se libró la batalla pintada. El paisaje de Itzmiquilpan –el gran valle del mezquital– se quedó en el mundo; no entró al registro de estas pinturas a pesar de que solo había que salir de las puertas de la iglesia para verlo, copiarlo y usarlo de modelo. Estos soldados no están en ninguna parte: guerrean entre sí en ningún lugar porque el tlacuilo no representó el espacio. Esto no quiere decir que el tema de la pintura sea mitológico. Por el contrario, la falta de lo que podríamos llamar “ambientación” obedece al estilo pictórico anterior a la Conquista.
¿Y qué hacer con el espacio vacío e indefinido? Quizás el propio Mata sugirió llenarlo de acanto, esa enredadera que se extiende como una plaga decorativa en incontables iglesias. La planta habría sido incomprensible para los indígenas, y no porque el ejemplar botánico existiera o no en la región, sino porque ellos la habrían dibujado con todo y raíz. En cambio, este acanto que da vueltas, atrapa los tobillos no los habría referido a concepto alguno: no habría significado nada. Para los europeos, más preocupados por el movimiento de la composición que por la precisión que deben tener los signos del náhuatl para ser inteligibles, el grutesco es lo que une a las diferentes escenas del mural.
Gran parte del color debió haberse caído cuando se retiró el yeso blanco que cubría estas pinturas. Por eso es poco lo que puede decirse al respecto. En general, parece que el pintor rellenó las figuras con colores planos, que no los mezcló para crear una gama de tonos para darle un poquito de volumen a estas formas que insisten en mantenerse en dos dimensiones, que no se inflan para ocupar la tercera, un rasgo pictórico que también es prehispánico.
No sabemos por qué se mantuvieron estas convenciones mesoamericanas del color y el espacio. Puede ser que las lecciones de pintura europea para indígenas no hubieran cubierto todavía el manejo del volumen y la perspectiva, o bien, que así conviniera para comunicar el mensaje evangélico y político del mural. De cualquier modo, sus primeros espectadores debieron haberse sorprendido ante esas figuras que algo tenían de familiar y algo de extranjero.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.