Retratos reales e imaginarios escritos a la manera de crónicas y cuentos, los textos reunidos en Gente así. Verdades y mentiras (Alfaguara, 2008) ofrecen, con cierta generosidad, un extracto de las preocupaciones de Vicente Leñero (Guadalajara, Jalisco, 1933), uno de los escritores mexicanos más preocupados por el poder del realismo literario para interrogar a la vida y documentarla. Leñero ha sabido ser un investigador de la psicología de los poderosos y de sus victimarios, un moralista cuyas certezas religiosas y políticas no necesitan ser gravemente enunciadas para competir por la verdad pública. Se trate de León Toral, el asesino del general Obregón y antihéroe de El juicio (1971), de la “novela sin ficción” (Asesinato, 1985) que reconstruye la muerte de un par de pudientes abuelos en manos de su nieto, o de Martirio de Morelos (1981), el drama del héroe independentista resquebrajado por la Inquisición, a Leñero le interesa, como arte narrativo, la reconstrucción documental de los hechos. Pero siendo un periodista que habitualmente no necesita presentarse como juez, Leñero antepone la reserva metodológica del epígrafe del poeta argentino Antonio Porchia que presenta, amenazante, Gente así: “Quien dice la verdad, casi no dice nada.”
Las mejores páginas de Gente así acatan esa regla metódica y la obedecen en los terrenos pantanosos de la vanidad literaria o del ajedrez, pero sobre todo, en los dominios del catolicismo y de sus heterodoxos que, mayores o menores, son los protagonistas del libro. Se retrata, por ejemplo, al padre Tomás Gerardo Allaz, publicista dominico de origen suizo que predicó con el ejemplo la pobreza evangélica, llegando, en la exhibición de ésta, a “la soberbia de la humildad” como el propio Leñero, a pregunta expresa, se lo dijo.
Leñero fue algo más que un observador participante en las tribulaciones del México católico posterior al Concilio Vaticano II y en Gente así, anecdotario y manual de varia invención, aparece el obispo Sergio Méndez Arceo obligado a cometer un acto de caridad cristiana que no estaba previsto en su agenda, una vez terminada su reunión en Proceso, a cuyo cenáculo asistía como espía o como convidado de piedra. Y junto al obispo aparecen, citados como testigos por distintas voces narrativas, Gerardo Medina, el panista de la época mística que denunció la matanza del jueves de Corpus de 1971, Antonio Estrada, el novelista de los últimos cristeros o Iván Illich, el teólogo reformista yugoslavo a quien Leñero sitúa en paralelo con su casi homónimo, Iván Ilich, el personaje de Tolstói, con quien lo unió el refugio final, contra los dolores atroces de la enfermedad, el bálsamo del opio.
En esa tierra de herejes que fue la ciudad de Cuernavaca a fines de los años sesenta, junto con Méndez Arceo y Gregorio Lemercier, el benedictino introductor del psicoanálisis entre los monjes, sitúa Leñero a Iván Illich, en sus grandezas y debilidades, y, en su agonía, acompañado por el poeta Javier Sicilia, en calidad de albacea intelectual. En Gente así se leen las opiniones libres de Leñero, un hombre prudente en compañía de obispos guerreros y monjes locos. Ojalá que Leñero no se tome demasiado en serio aquella frase de Bernanos que le citó al padre Allaz, en cuanto a la “gracia de olvidarse” y que sus recuerdos, que saltan con frecuencia en sus relatos y en sus reportajes, se conviertan en esas memorias, autónomas y orgánicas, que escasamente se escriben en México. A Leñero le saldría muy bien un libro de ese tipo, que ataría algunos cabos sueltos, desde la vida literaria vista por un outsider, el entusiasmo por la teología de la liberación y sus clérigos hasta la aventura de la revista Proceso, capítulos que se sumarían a Los periodistas (1978), que cuenta el golpe contra el diario Excélsior, y a Vivir del teatro (1982–1990), sus memorias como dramaturgo.
La encuesta en tierra de herejes no es lo único que interesa en Gente así. Leñero no puede permanecer indiferente al gran misterio sagrado de la literatura mexicana y ofrece su versión narrativa del silencio de Juan Rulfo. También cuenta la temporada mexicana del escritor chileno José Donoso, en 1964, que tuvo un final abrupto que a Leñero le sirve para reflexionar sobre la vanidad de los viejos escritores. Le interesa, a su vez, el plagio literario como uno de los encantos de la picaresca literaria y para ello escribe un cuento en memoria de Rafael Ramírez Heredia, el narrador policíaco enfrentado a un enigma de esa índole. En Gente así hay, también, una versión distinta de la vida (y de la muerte) del joven Dostoievsky o minibiografías de otros, que como la del recientemente fallecido cineasta Jaime Casillas Rábago, Leñero reproduce y retoca.
No me extraña que el ajedrez ocupe un punto meridiano en Gente así, pues el pomposamente llamado “juego ciencia” posee características empáticas con la mente literaria de Leñero: el diseño a la vez cerrado e infinito de la prospección, la armonía de los movimientos y el orden fatal de sus resultados, las reglas incontrovertibles de la fe y cierta inutilidad pascaliana –pues la búsqueda de la verdad es como ganar en el ajedrez–, una sapiencia moral sin verdadero fondo escatológico, como yo definiría, pomposamente, al catolicismo de Leñero. “Ajedrecistas”, el relato del que hablo, es una variación sobre el ajedrez, que tiene, según se vea, dos o tres protagonistas: el gran maestro mexicano Carlos Torre Repetto, quien abandonó los tableros al tropezarse con la locura, el periodista Luis Ignacio Helguera, que lo entrevistó antes de fallecer en un accidente aéreo en 1953, y su homónimo, el poeta y ajedrecista Luis Ignacio Helguera que murió, también precozmente, cincuenta años después. Este relato, como varios en Gente así (salvo dos o tres viñetas y algún cuento de taller) expone las virtudes de Vicente Leñero, la amenidad estilística y el suspenso que sabe desplegar cuando un tema realmente le apasiona.
(Publicado previamente en el suplemento El ángel de Reforma)
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile