Lenguas de Alondra

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Estas lenguas no refieren al celebrado canto de estas aves, sino a un caso de lo que podríamos llamar gastronomía delincuencial, es decir, a la ingesta en algún guiso de estos diminutos apéndices del pico del pájaro.

El tema menú y religión merecería un libro entero. Entre los años 74 y 63  A. C. se celebró en Roma un solemne banquete sacerdotal para festejar la toma de posesión de un pontífice máximo, al que asistió lo más granado de la sociedad romana (se sabe que Julio César estaba ahí, por ejemplo, en su calidad de pontífice).

Se ha conservado el menú de esta comilona. Los entremeses contaban con erizos de mar, ostras frescas a discreción, dos clases de almejas, tordos con espárragos, gallina cebada (¿es decir, rellena?), pastel de ostras y mariscos, bellotas de mar, blancas y negras (no sé qué sea esto). Luego venían diversos platos de mariscos, papafigos (nada que ver con la fruta: son ciertas aves, no puedo precisar cuáles), riñón de ciervo y de jabalí, aves empanadas y de nuevo los papafigos, esta vez con almejas púrpura. Los platos fuertes eran pecho de cerdo, pastel de lo mismo, cabeza de jabalí, pastel de pescado, codornices de dos clases, liebres, aves asadas, una pasta de harina (¿qué será esto?) y panes de Piceno (ídem).

No se conservó noticia de los postres. El vino debió ser griego. Vino de Falerno, tal vez, que menciona Ovidio cuando en el Arte de amar prescribe que el cortejador moje su dedo en el vino y con él escriba el nombre de la brillante y anhelada dama, vecina en el banquete, en la mesa para que ella lo lea.

El menú figura en un libro con fascinante carga de noticias en el que pueden hacerse espulgos deliciosos. Se trata de La sociedad romana del escrupuloso maestro Ludwig Friedlaender (1824-1909), traducido, ¿por quién si no?, por el benemérito e incansable Wenceslao Roces.

El tema del banquete romano tiene su costado menos comprensible en la airada indignación moral que suscitaban en los romanos los excesos en el comer. No solo pensadores y moralistas defendían la austeridad más estricta en mesa y cocina: el senado mismo dictaba ordenanzas prohibiendo introducir y consumir en Roma aves, mariscos y lirones (manjar muy apreciado) extranjeros, o prohibían bajo pena de cárcel el guiso de ciertos platillos que juzgaba excesivos, el cerdo relleno de gallinas y codornices, por ejemplo. Esto obedece en parte a la convicción romana de que la virtud ciudadana residía en una sencillez campesina opuesta a todo sibaritismo, sencillez que incluía, claro, la frugalidad. Los refinamientos de todo tipo constituían una falta contra la República, una falta política. Fue prohibido, por ejemplo, que los varones vistieran prendas de seda, pues ese devaneo contradecía la sencilla virilidad que debía ostentar el ciudadano, virilidad asociada a la guerra. (En la República el ejército, tan relevante a la voracidad imperial, estaba integrado por ciudadanos. Todo mundo era soldado.)

Hay pruebas extrañas del recelo vigilante del romano frente a la comida. He aquí algunas muestras:

Augusto ordenó clavar al mástil de un barco a un tal Eros, procurador en Egipto, por haber osado comprar, asar y engullir una codorniz vencedora en todos los torneos.

El mayor de los lujos en las orgías eran los perfumes. Antes de servirse los postres, levantábanse los manteles, los comensales se lavaban las manos y en seguida se sacaban a la mesa huevos azucarados y jarabes, que llenaban la estancia de aromas embriagadores. Entonces los criados repartían ramilletes de flores entre los invitados.

Todo el inmenso aparato del Estado aplicado a cocinar, con ansiedad y miedo, un pescado enorme, en la sátira “El rodaballo” de Juvenal.

Carne dulce con sustancias aromáticas densas, imperiosas.

Un filósofo estoico parado de cabeza reprueba con energía los excesos.

Un cocinero, adulado como un emperador, divulga que él tiene novecientas maneras de preparar un cerdo.

Séneca: “Vomitaban para comer y comían para vomitar y no querían ni siquiera perder el tiempo en digerir los alimentos traídos de todas partes del mundo.” Sabemos que Julio César, quien no pecaba precisamente de incontinencia, tomó un vomitivo después de una comida en casa de Cicerón, quien lo cuenta sin el menor tono reprobatorio.

“Para dar de comer a una señorita se necesita dar tres veces la vuelta al mundo”, observó Gulliver.

Comieron gozosos una liebre marina (sic) preparada con miel.

Una de las sustancias que se consideraban más exquisitas y se cotizaban más caras era la salsa de pescado (garum) hecha con las vísceras de la caballa (scomber).

Los únicos casos sorprendentes de lujo de que nos informan fuentes antiguas son aquellos en que se saboreaban pájaros cantores amaestrados y parlantes y en que se tragaban perlas pulverizadas y disueltas en vino u otros líquidos. Según cuenta Valerio Máximo, el hijo del actor trágico Esopo servía en sus banquetes una perla disuelta en vino a cada uno de sus invitados. ~

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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