Lola Montes, por Joseph Karl Stieler

Lola Montes murió con las castañuelas puestas

Dolores Eliza Gilbert, alias Lola Montes, fue más que una vedette. 
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Cuando, en frío 17 de enero de 1861, Lola Montes murió a los 41 años la prensa internacional publicó una sinóptica biografía e informó del nombre original de la bailrina: Dolores Eliza Gilbert, nacida en Limerick, Escocia, de un oficial militar británico y de una dama escocesa aficionada a los bailes más o menos españoles.

A los quince años miss Gilbert se inició como aventurera universal huyendo de un internado para señoritas con el amante robado a su propia madre: el capitán y tahúr Thomas James, quien la desfloró en el camarote, la desposó ante el capitán del barco y la llevó a vivir junto a su cuartel en Calcuta. A los veintidós años, escapó de una desdichada vida conyugal y, armada solo de su belleza, y de abanicos, peinetas, castañuelas y un nom d’artiste: Lola Montes (o Montez), debutó en París, donde el público elegante coreó un numeroso, entusiasta y mal pronunciado ¡olé! al verla quitarse olanes, maillot y zapatillas y bailar sin más atuendo que las castañuelas; y por si ese escandaloso show no bastase para aureolarla, dos días después un cronista de teatro, tras calificarla de pésima bailarina y “gitane fraudeleuse”, caía herido en duelo de honor frente a un aristocrático fan de la divine Montès.

Lola ya era más que una vedette: la celebraban como la diosa de la danza gitana y de la crotalogía (el arte de tocar las castañuelas o crótalos) y era, además, el vistoso y caro objet d’art de los sucesivos señores adinerados que, en carricoches de empenachados caballos, paseaban con ella el Bois de Boulogne. Pero su ambición crecía, y, queriendo coronar su naciente mito, fue a Baviera y se presentó al rey sesentón Ludwig I, quien reinaba favoreciendo a las artes, escribiendo sonetos ripiosos, barajando amantes y arruinando al país.

Después del baile que para Ludwig I ejecutó Lola “descalza de pies a cabeza” (según un ingenioso chismoso de la corte), el otoñal monarca besó los pies de la bella, se manifestó su enamorado e inmediatamente llamó al pintor áulico, Joseph Karl Stieler, para que hiciera de la bella una serie de retratos (es decir una serie de pretextos para justificar la futura serie de visitas de Lola al palacio). De ahí en adelante Lola sería la amante exclusiva del monarca, quien titulándola primero baronesa de Rosenthal,  luego condesa de Landsfeld, le regaló un escndido chalet para que allí los dos practicaran danzas verticales entre cortinas y danzas horizontales entre sábanas.

El love affair de la Bailarina y el Rey estaba ya condenado por la opinión pública que recorría las calles y las plazas clamando contra el costoso y libertino monarca, mientras la condesa Estefanía, degradada a ex favorita y retirada a su mansión, intrigaba contra “la bestial gitana que ha embrujado a nuestro monarca y arrastra el país al abismo”.  Las vociferantes multitudes y la susurrante condesa triunfaron: el 19 de febrero de 1848 se inició la revuelta burguesa y popular con el apedrear de ventanas del palacio y el degüello de los cisnes del gran estanque del jardín real. Y Ludwig I tuvo que abdicar y Lola que retornar a los tablados europeos.

El melancólico final del “romance” prestigiaba más a Lola, que en adelante podría aficharse con sus títulos aristocráticos. Después de hacer sonar las castañuelas danzando por toda Europa, cruzó el Atlántico y se estableció en los Estados Unidos de Norteamérica, donde hizo hizo muy buenas taquillas taconeando y castañueleando en teatros, circos, music halls e incluso saloons del West, en los cuales los cowboys la vitoreaban con balazos al aire y al terminar la función hacían una larga cola para, mediante el pago de un dólar, gozar el privilegio de darle un rápido besamanos.

Asentada en Nueva York ya con una belleza jamona y una considerable pero desquiciada cuenta bancaria, Lola reincidió en matrimonio y divorcio, frecuentó salones de la alta sociedad, enseñó a a la señoras danza y crotalogía y esribió sus Memorias, es decir: dictó la cuenta de sus amores con Ludwig I de Baviera, con Franz Liszt, con Gustave Delacroix, con variados millonarios, con el gran empresario cirquero Barnum (que fue además su empresario en el showbusiness), etc., etc.

Y en la fría mañana del 17 de enero de 1861 la servidumbre la halló muerta en la principal alcoba de su mansión neoyorquina.

Según escribio un gacetillero inspirado, había muerto desnuda y con las castañuelas puestas.

*

[Con la historia de la Montes el genio de Max Opuls hizo en 1955 una barroca, sinuosa y poética película en que los amores de Lola, mal representada por una Martine Carol casi zombi, ocurrían mediante flashbacks en un pasado cosmopolita cuyo climax dramático era el episodio de Baviera, en el que un señorial Anton Walbrook representaba a Ludwig I, mientras durante el transcurso del relato global Lola hacía peligrosos números de alto trapecio sin red en el circo de Barnum, su amante y empresario grandiosamente representado por Peter Ustinov.]

 

Publicado previamente en Milenio Diario (y modificado)

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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