El profesor Lorenzo Meyer diagnostica a México en un editorial reciente: deshonestidad en los políticos, poderes institucionales erráticos, desigualdad social, crimen organizado y escaso crecimiento: “la nave está dañada y sin timón”. Y la democracia partidista de poco sirve, pues su espíritu “es un muestrario de prácticas ilegales e ilegítimas” (lo “ilegítimo” deriva de que Meyer es de quienes opinan que las elecciones del 2006 fueron fraudulentas). Ante este panorama, relata que algunos miembros de El Colegio de México se reunieron a “discutir qué papel puede y debe jugar, si es que alguno, la comunidad académica mexicana en una coyuntura como la actual”.
Luego de un veloz propedéutico sobre qué es una universidad, Meyer se apoya en el pensamiento de Hans Morgenthau para reflexionar sobre el trato entre academia y política. Es un comercio arduo que sucede, diría Morgenthau, en el filo de la política contingente y el de la moral universal y objetiva. De ahí que el compromiso “del intelectual en general y del politólogo en particular” –sigue Morgenthau– debe tener también dos aspectos: un compromiso a la vez “con la verdad objetiva y con los grandes temas políticos”, pero cuidándose de hacerlo en nombre del gobierno o los partidos.
Como hoy vivimos, dice Meyer, “en tiempos trastornados”, el académico no puede limitar su agenda a estudiar y enseñar, sino que debe “buscar explicaciones y salidas a la contingencia y analizar, ya no tanto lo científicamente importante, como lo socialmente urgente”. Es decir, “explicar las disfuncionalidades y proponer soluciones… desde perspectivas no partidistas sino más generales e informadas”. Sería curiosa la disposición del político mexicano a escuchar a un académico, y más a suponerlo apartidista. Los académicos y los políticos, dice Meyer, “pueden cooperar sin que ninguno pierda su esencia, pero sólo a condición de que los académicos no se dobleguen” a los políticos.
El escéptico Morgenthau habría pedido cautela ante el riesgo de que el intelectual sustituya la búsqueda de la verdad con un protagonismo social: “El politólogo moralista se convierte en un utopista del poder”, en el actor de una superioridad moral, pues “el poder corrompe no sólo al actor político, sino a quien lo observa sin una ética trascendente”. Meyer termina su comentario con el dicho de Clemenceau de que la guerra es demasiado importante para dejársela a los generales, y opina que del mismo modo “la crisis nacional es demasiado importante para dejarla en manos de los políticos”.
No son pocos los intelectuales y académicos, desde Vasconcelos, que querrían tomar el lugar de los políticos en México, sustituyendo su voluntad de poder con una supuesta ética desinteresada. Hoy es además notoria la intención de convertir en una fuerza política a los académicos, sumándolos en asociaciones, academias y sindicatos que hablan a nombre de la “comunidad”, dispuestos a subordinar su individual ética científica a una colectiva lucha por el poder.
La historia moderna está llena de intelectuales que se acercaron al poder, lo justificaron, y terminaron como ideólogos, dispuestos a barnizarlo con el brillo de la “verdad objetiva”. Se convirtieron, dice Morgenthau, en “agentes políticos sujetos al criterio del poder, recubrieron las pasiones populares con la dignidad de la razón y al poder con la apariencia de la verdad, no sólo justificando lo que hace el político en razón de la necesidad, como Maquiavelo, sino como verdades virtuosas”. Es cierto que si para un político la verdad siempre es subversiva, el académico que se ostenta dueño de la verdad corre el riesgo de “convertirse en un defensor dialécticamente adepto y políticamente deshonesto de quien tiene poder político”.
AMLO con los intelectuales José María Pérez Gay y Lorenzo Meyer
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.