Fotografías: Patricia Aridjis

Los albergues de la esperanza

Nos quejamos del maltrato que la migra del norte da a los mexicanos, pero infligimos a los centroamericanos un mal mayor. Con atenuantes, como los padres Solalinde o Flor María, como Olga Sánchez, que auxilian a los desvalidos de la frontera: los mutilados, los niños huérfanos, las muchachas vendidas a prostíbulos. Sin ellos, el mal sería casi absoluto. 
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Flor María: El misionero de las dos fronteras

Era una multitud reunida alrededor de un sacerdote que oficiaba misa en un barranco a las orillas de Tijuana, entonces una de las fronteras más peligrosas del mundo. Los migrantes esperaban algún tipo de ayuda para caminar a salvo los pocos kilómetros que los separaban de Estados Unidos. Un camino inseguro lleno de asaltantes, violadores y asesinos. Lo llamaban el Cañón del Muerto, el lugar donde el sacerdote Florenzo Maria Rigoni, mejor conocido como Flor María, oficiaba la misa.

Rigoni tenía poco en Tijuana. La Congregación de Misioneros de San Carlos Borromeo, scalabrinianos, a la que pertenece, lo mandó de Alemania –donde estudiaba árabe– a Tijuana. Desde entonces han pasado 28 años.

A mediados de los ochenta, miles de mexicanos huyeron de la profunda crisis económica. Entre 1985 y 1986, el Servicio de Inmigración y Naturalización de Estados Unidos deportó la cifra histórica de 1.8 millones de personas. 45% de ellas fueron expulsadas por el corredor fronterizo entre Tijuana y Mexicali. Casi todos eran mexicanos.

Las misas en el Cañón del Muerto fueron el primer paso del sacerdote en su nueva misión. “Cada semana empujaba la mesa unos veinte metros más hacia el norte, hasta que llegó un día en que ya estábamos en Estados Unidos”, dice sonriente. En sus primeros años –en 1993– atestiguó el cierre parcial de la frontera norte por las operaciones Río Grande, en Texas, y Guardián, en California. La migración, cuando encuentra diques, busca nuevos cauces. En ese tiempo los encontró en el desierto de Sonora y Arizona, una de las regiones más inhóspitas del planeta, donde, desde 1993, más de seis mil personas han muerto en su intento de cruzar la frontera (de acuerdo a la Coalición de Derechos Humanos de Tucson).

Flor María todavía oficia misa, pero ahora tres mil kilómetros al sur, en Tapachula, Chiapas, la principal puerta de entrada a México para los migrantes de Honduras, El Salvador y Guatemala. El lugar es otro, los problemas casi los mismos. Mes con mes, miles de centroamericanos suben a los trenes de carga para llegar al norte, un viaje que se ha convertido en temporada de caza para las bandas de delincuentes. Cada año, según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), se cometen al menos 20,000 secuestros de indocumentados, una cifra que organizaciones como el Movimiento Migrantes Mesoamericanos consideran que podría ser mayor. Como lo fue para los mexicanos el Cañón del Muerto, hoy la Bestia, el nombre que se dio a los trenes de carga que atraviesan México, es una trampa mortal para quienes emigran sin papeles de Centroamérica.

“Una cabeza de puente con la frontera sur de México”, llamó Rigoni al refugio que los scalabrinianos abrieron en 1996 en Tecún Umán, Guatemala. Dos años después abrieron otro en Chiapas: la “Casa del Migrante Albergue Belén”, que pronto cambió de ser un sitio de asilo, alimentación y atención médica a un lugar con asesoría y defensa de los derechos humanos.

Los refugios en el sur eran “un paso lógico” para la congregación. En 1998 el huracán Mitch devastó Honduras y parte de Guatemala, y provocó la salida masiva de personas. Cientos de centroamericanos cruzaban diariamente el río Suchiate en un éxodo junto al que llegaron abusos de policías, agentes migratorios, delincuentes y hasta de los mismos vecinos en la región del Soconusco. Las historias sobre migrantes que perdieron sus piernas al caer del tren, de mujeres que sufrían abusos sexuales y de niños que veían morir a sus padres en asaltos empezaron a multiplicarse en los medios.

 

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El caso de tres mujeres violadas por ocho hombres –uno de ellos de apenas doce años, la edad que tenía el hijo de una de las víctimas– impresionó especialmente al misionero. Rigoni, que había atestiguado la solidaridad mexicana al refugiar a exiliados de dictaduras y guerras civiles, se encontró de pronto con un país que adoptaba con rapidez una política migratoria que parecía repudiar a los centroamericanos. Los migrantes llegan a México, dice, “como ovejas al matadero”.

A partir del 2007, la migración mexicana hacia el norte paulatinamente se detuvo hasta llegar a una virtual tasa cero. En cambio, el flujo que venía del sur tomó otro camino. En 2005 estimaciones del Instituto Nacional de Migración (inm) señalaron que al menos 433,000 centroamericanos ingresaron al país de forma irregular. La cifra se estabilizó hasta llegar a un promedio de 120,000 personas en 2012. “Hace unos años estuvimos a punto de cerrar nuestra casa [en Tijuana], no tenía sentido. Un compañero tuvo una intuición: ‘¿por qué esperamos a los que vienen del sur? Demos una vuelta de 180 grados’”, dijo Rigoni.

Casi tres décadas después de su arribo a México, Flor María Rigoni es testigo de un nuevo cambio. Cuando llegó a Tijuana quienes caminaban al norte querían escapar de la pobreza, una migración “sana, clásica”. Hoy el escenario es otro. “En los flujos que vienen del sur hay migrantes clásicos, pero también bandidos al servicio del crimen organizado.” Muchos de ellos son quienes asaltan a sus paisanos en los trenes. Otros llegan con misiones específicas, como aplicar castigos a desertores de las pandillas mara.

“Una mujer de El Salvador me decía: la esperanza no llena el estómago, pero te ayuda a aguantar”, recuerda. Flor María Rigoni no ha perdido la confianza.

Olga Sánchez: “Estamos a la deriva”

La primera vez que un migrante hondureño le pidió ayuda para ir al baño, Olga Sánchez Martínez no supo qué hacer. El joven no tenía piernas. La Bestia lo mutiló al caer de un vagón. La mujer lo sentó en una cobija y después lo arrastró hasta el sanitario.

Era 1990. La mujer menuda, de amplia sonrisa y ojos oscuros, tenía poco tiempo de haber regresado a Tapachula, la ciudad que dejó cuando tenía once años. Regresó enferma, con un pronóstico de dos meses de vida. Por un milagro, dice, logró curarse, y en retribución visitaba hospitales para ayudar a enfermos. Así encontró al joven hondureño, y después a decenas más que habían sido mutilados por el tren o en asaltos de delincuentes. “Me identifiqué con ellos. Sé lo que es que la gente te desprecie, que te miren como la basura que anda flotando en los pueblos”, dice. Empezó por ayudarles a ir al baño, y después se hizo cargo de comprarles medicinas, ropa, pañales. Luego se llevó a un migrante a su casa, después a otro y llegó un momento que en su pequeña casa de interés social vivían veinticinco migrantes mutilados. “‘Llévese a sus migrantes, un día nos van a hacer algo’, me decían los vecinos.”

Olga pedía limosna en las calles, confeccionaba vestidos y vendía hamburguesas y ropa usada para alimentarlos. No era suficiente. Le prestaron una tortillería abandonada por tres años: “Me quedé siete”. Allí nació el albergue “Jesús el Buen Pastor”, que es, hasta ahora, el único en América Latina que ayuda a migrantes mutilados. Antes del albergue de Olga, los migrantes mutilados eran invisibles: “Nadie hablaba de los migrantes que quedaban heridos o tirados en las vías, amputados.”

En 1991 Olga ofreció una conferencia de prensa, y la difusión en los medios cambió su vida. La embajada de Canadá, por ejemplo, donó 900,000 pesos con los que construyó el albergue actual y en 2005 Olga recibió el Premio Nacional de Derechos Humanos.

Políticos, activistas internacionales y hasta actores como Gael García Bernal han visitado el refugio. ¿Ha servido de algo? “No ayuda nada, solo vienen a tomarse la foto. La gente piensa que nos dan maletas con dinero, pero no dejan ni para un kilo de tortillas.”

Recientemente, Karla Mercedes Catalán, la encargada del albergue, se enfrentó a un técnico de la Comisión Federal de Electricidad (cfe) que les había suspendido el servicio. Desde hace meses el refugio debe 65,000 pesos a la cfe. Olga Sánchez negoció una nueva prórroga y el servicio fue reconectado. La situación la obliga a abonar a la cuenta cada que tiene dinero para no quedarse sin luz.

No es su única dificultad. La sala de curaciones tiene pocas medicinas. Hace más de un año el Ayuntamiento de Tapachula suspendió la entrega de desayunos que otorgaba, y el nuevo gobierno de Chiapas canceló su aportación de cinco mil pesos mensuales para la comida. La Secretaría para el Desarrollo de la Frontera Sur y Enlace para la Cooperación Internacional local cuenta con un fondo de atención de migrantes que, entre otros elementos, sirve para apoyar a los albergues. Pero el dinero no ha llegado. Las autoridades estatales culpan al gobierno anterior de no inscribir a Chiapas en el Fondo Nacional de Apoyo a Migrantes.

El gobierno de Felipe Calderón no ayudó en nada, y de la actual administración federal no han recibido ningún respaldo. Todos los días arriban migrantes a pedir comida, y no hay semana en que no reciban a nuevos mutilados, que llegan directamente de hospitales públicos, e incluso enviados por el inm desde la ciudad de México. Llegan “desnudos y con hambre”, prácticamente abandonados por las autoridades. “Los traen heridos, tapados con una sábana. Ahí los dejan. Tenemos que comprar vendas y medicinas, empezar de cero.”

Atender a cada migrante mutilado cuesta en promedio cien mil pesos, que incluyen atención médica, prótesis, silla de ruedas o muletas y un pasaje a su país de origen. A estos gastos se suman el costo cotidiano de mantenimiento, un aproximado mensual de treinta mil pesos. Es dinero que sale del trabajo de Olga: algunas tiendas de abarrotes que administra, la venta de hamburguesas y ropa usada. Olga, como hace veintidós años, cuando empezó su misión, está virtualmente sola. “El gobierno federal y el estatal hablan de apoyos al migrante, ¿pero dónde están? Hay reformas y más reformas pero, ¿y la ayuda? No hay.” Hasta ahora la Cruz Roja Internacional les apoya con prótesis y terapias de rehabilitación. Algunos hospitales atienden a los migrantes, y en ocasiones reciben algún donativo esporádico.

Mientras lucha con la situación en el albergue, su situación familiar se complica. Su esposo está gravemente enfermo y desde hace dos años se hizo cargo de un niño abandonado que necesita cuidados especiales. Olga tenía el proyecto de abrir un nuevo albergue y de construir una fábrica de ropa en Honduras para emplear a los migrantes mutilados que vuelven a su país. Son sueños. “Sigo viviendo de las limosnas, de mis changarros, pero no es suficiente. Seguimos ayudando a migrantes. Estamos a la deriva, mis fuerzas ya no alcanzan.”

Les llaman “canguritos”

Son niños y adolescentes centroamericanos que venden dulces y cigarros en el centro de Tapachula. Son parte de un fenómeno creciente: la migración de menores que viajan solos a Estados Unidos. No se sabe cuántos han salido de Guatemala, Honduras o El Salvador, pero el número de deportados por el inm puede ser un indicador sobre el tamaño del problema. En 2010 el instituto expulsó del país a 5,692 menores de 18 años. El año pasado la cifra aumentó a 5,966 y según el Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, la estimación es que en este 2013 la cantidad aumente a por lo menos 8,000.

Muchos iniciaron el viaje para reunirse con sus padres ya emigrados, pero cada vez hay más adolescentes que huyen de las pandillas de la mara. Los peligros y abusos que enfrenta este sector son una realidad conocida por organizaciones como Todo por Ellos, uno de los pocos grupos que auxilian a menores centroamericanos en la frontera sur. El grupo ha documentado que, frente al edificio central del Ayuntamiento de Tapachula, existen adolescentes hondureños que venden servicios sexuales para comprar comida. En callejones y hoteles cercanos hay una red de esclavitud sexual que opera junto a la terminal de autobuses. Varias de las víctimas fueron “enganchadas” en la plaza central, asegura Ramón Verdugo Sánchez, director de la agrupación.

El año pasado Todo por Ellos inauguró un pequeño albergue que opera como comedor nocturno para menores de la calle. Muchos de sus visitantes son centroamericanos. Quienes necesitan un sitio para dormir pueden quedarse. El comedor se sostenía de donaciones de empresarios y comerciantes locales, pero hace unos meses esa ayuda fue cancelada. Para pagar las cenas que regalan, los activistas empeñaron su única computadora.

Todo por Ellos apenas ha logrado arañar la superficie de las redes de esclavitud sexual que operan en las poblaciones de la frontera con Guatemala. En 2009 la organización Ririki Intervención Social publicó el estudio Del matatero tero lá al Matarile rile ro: Infancia migrante en Tapachula, donde advierte que cientos de menores centroamericanas son víctimas de trata sexual y laboral. La situación ha empeorado, dice Nashieli Ramírez, directora de la organización. Hoy la región alimenta de víctimas a las redes de trata sexual que operan en Tlaxcala, Puebla, Hidalgo y Quintana Roo. “La frontera es uno de los sitios de mayor incidencia de trata en el país, y como es tan porosa no hay ninguna forma de control”, explica.

Hay tres perfiles de los menores centroamericanos en la frontera sur, explica Diego Lorente, director del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova: los que están de paso en camino hacia el norte para reunirse con su familia, o por huir de la violencia en sus países de origen (en este grupo hay un número cada vez mayor de menores que viajan solos, incluso algunos con solo diez años de edad). Existen también quienes radican en poblaciones mexicanas, especialmente en Tapachula, y que trabajan en las calles o fincas agrícolas. El tercer perfil es el de las trabajadoras domésticas, labor a la que se dedican principalmente las adolescentes de Guatemala; muchas son víctimas de explotación, pues trabajan seis o siete días a la semana y en ocasiones con sueldo muy bajo o sin pago alguno.

Todos comparten el riesgo permanente de ser deportados. De hecho, el inm concentra en Tapachula a prácticamente todos los menores indocumentados detenidos en el país. El 97% de ellos son expulsados. En muchos casos, explica el Centro Fray Matías, no se cumple con la Convención por los Derechos del Niño de la onu, que obliga a las autoridades a cuidar “el interés superior” de los menores. “Todo el procedimiento está enfocado a la deportación, en ningún momento se analiza si el niño debería ser deportado o no, y tampoco se le da asesoría sobre sus derechos. Lo que hay es la deportación exprés.”

La falta de un análisis de cada caso puede causar un problema mayor, explica Lorente, pues muchos menores escaparon de una situación de violencia en sus países. Al ser deportados se pone en riesgo su vida. ¿Qué va a pasar con los menores que cruzan la frontera sur? La solución, coinciden los especialistas, es cambiar la política migratoria de México y cumplir los protocolos internacionales para el cuidado de la infancia. Mientras eso ocurre se puede empezar con el sentido común, piensa Lorente: los menores mexicanos no pueden ser detenidos sin una orden o señalamiento judicial expreso. “Y eso debe aplicar con los centroamericanos.”

La indiferencia

Lo que sucede en la frontera norte repercute a miles de kilómetros de distancia, en nuestra frontera sur. Cuando el gobierno de Estados Unidos cerró su frontera empujó a la muerte a miles de personas, obligadas a cruzar por territorios inhóspitos. Ahora que se discute una eventual reforma migratoria en ese país, muchos se preguntan qué va a suceder con quienes todos los días inician su camino desde Centroamérica.

¿Está preparado México para afrontar el estancamiento de este cauce migratorio? El cuestionamiento, añaden algunos especialistas, debe ser más profundo y preguntar por qué el país, sus autoridades y sociedad dejan solos a quienes alivian el infierno de los migrantes indocumentados. No es únicamente el caso de Olga Sánchez, sino también del sacerdote Alejandro Solalinde en Ixtepec, Oaxaca, quien incluso abandonó el país durante semanas para escapar de una sentencia de muerte. O el riesgo permanente de fray Tomás González, director del albergue “La 72” en Tenosique, Tabasco, quien con frecuencia se entera de una nueva amenaza contra su vida. El sacerdote ha realizado decenas de caminatas y misiones de observación en la ruta de los migrantes, casi siempre acompañado de reporteros y activistas. Su caso es uno de los más conocidos en organizaciones internacionales de derechos humanos. Sin embargo, pese a que no carecen de reflectores, los albergues de migrantes viven en la cotidiana amenaza de cerrar sus puertas.

Es la indiferencia con que durante décadas las autoridades vieron a la migración mexicana, aventura Rigoni, el alivio de tener menos bocas hambrientas y voces que reclamen. Quizá la respuesta se encuentre en una frase que Olga Sánchez escucha recurrentemente en Tapachula: “nadie les ayuda porque están llenos de migrantes”. ~

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Periodista mexicano. Estudió comunicación en el ITESO y periodismo económico en el ITAM. Se ha especializado en temas relacionados con el narcotráfico y la migración. Productor de la BBC


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