No soy afecto a las polémicas públicas. Me parece que, en el mejor de los casos, para lo único que sirven es para entretener a gente que ya se aburrió de Netflix. Sin embargo, este texto sobre el estado de la crítica actual generó tantas reacciones –¡tres comentarios en el blog!– que mi primer impulso fue escribir inmediatamente una respuesta a mí mismo para subirme al tren de algarabía y desacuerdo, pero en cambio decidí esperar con la intención de que mis prisas no fueran pretexto para una fácil descalificación.
Según las estadísticas que he revisado, un periodo de espera de dos semanas equivale a un proceso de reflexión medio-alto que considero suficiente para empezar a escribir:
1.
No hay, al parecer, manera de estar en desacuerdo con Geney Beltrán Félix. En su respuesta ha dejado muy claro que incluso al disentir uno termina por darle la razón. Siempre.
Aunque no creo que la reseña haya muerto, estoy de acuerdo en que el ocaso del género se debe, como él bien dice, a “causas sistemáticas (el mecenazgo y la concentración editorial) y consecuencias sociales y políticas”. El tema de mi texto no era “la reivindicación de las labores académicas”, como él bien dice, porque no creo que haya ninguna razón para reivindicar las labores académicas. Mi intención era ofrecer la crítica académica como alternativa al panorama árido que él describió. Yo no eludí estos temas, como él bien dice, pero entiendo por qué el tono de mi respuesta pudo haberse interpretado como optimista e incluso acrítico. No pienso que el mundo académico careza de problemas, pero sobre los vicios académicos y la crisis de los estudios literarios ya escribí aquí con pretexto del libro Pequeña ecología de los estudios literarios de Jean-Marie Schaeffer y no veo motivo para repetirme.
(Lo de la publicidad que se supone que hago mencionando títulos y autores no lo entiendo, pero si él interpreta la mención del libro de Schaeffer como gesto publicitario, le pido me lo indique para enviar mi recibo de honorarios al Fondo de Cultura Económica)
2.
Con Christopher Domínguez Michael concuerdo en la desconfianza hacia las promesas redentoras de la tecnología, pero no en condenar el mensaje únicamente por el medio que lo transmite. El discurso hueco de quienes venden tecnología y la forma en que la usamos son dos cosas distintas, y creo que hay prácticas a las que vale la pena dedicarle más que un reproche o una frase hecha.
Con respecto a su comparación entre Jorge Cuesta y Ermilo Abreu Gómez, con su permiso yo elijo no identificarme con ninguno: no me interesa pelearle a Cuesta –ni a nadie– un lugar en la historia de la crítica literaria mexicana (ni es mi deseo terminar como él: empastado en tres tomos de obras completas y arrumbado en algún librero del funcionario cultural en turno). Yo no abogo por “entuitear” la literatura o la crítica en México. Si por algo, abogo por una crítica que se fundamente en sistemas, ideas o criterios más allá de la simple impresión o la reacción visceral de la persona que escribe; para mí esto es posible en un tuit, en un ensayo y en una tesis doctoral. Abogo, también, por la apertura y la creación de espacios plurales: no me siento de ninguna manera cómodo con esta discusión de Club de Tobi.
Me queda claro, luego de leer su respuesta, que malentendí su reseña de la novela de Verónica Gerber y me da gusto ver que él (desde su columna patrocinada por El Universal) y yo (desde mi blog patrocinado por Letras Libres) acordamos en la calidad del libro. También me da gusto leer, tanto en su respuesta como en la de Geney Beltrán Félix, una declaración de principios con respecto a su labor crítica: hacen falta críticos que tengan claro lo que hacen y por qué lo hacen. No soy yo quién para palomear o reprobar sus muy personales ideas sobre el oficio, pero ya que ellos han compartido sus ideas al respecto aprovecharé para compartir brevemente las mías.
3.
Hay una figura similar a la que ambos críticos dirigen expresamente su trabajo. En el caso de Christopher Domínguez Michael, se habla de un lector al que hay que proteger “del mal gusto, de ciertas teorías literarias, de la basura comercial o nacionalista” y de la tecnología; mientras que para Geney Beltrán Félix se trata –si entiendo bien, aunque no entienda– de un posible lector a quien la literatura y la crítica han excluido y desplazado a un plano marginal: “tenemos una literatura sin presencia en la vida del ciudadano de a pie”.
En principio, y a diferencia de ellos, como académico yo no tengo ni siento la presión de proteger o de incluir a nadie. Entiendo que el discurso académico circula de manera restringida –revistas, congresos, editoriales universitarias– de la misma manera que todo conocimiento especializado lo hace, pero por alguna razón nadie le está pidiendo a los matemáticos, físicos o químicos que abandonen los salones de clase y laboratorios para salvar al mundo. No soy tan ingenuo como para suponer, sin embargo, que lo que se produce en la universidad está condenado a quedarse allí o que directamente ignora lo que sucede en la calle: allí están los estudios culturales para comprobarlo, igual que estudios centrados en conceptos como el de hegemonía, subalternidad y lo post-colonial–si de algo va a servir este diálogo, quizá sea para dedicarle a la teoría una serie en el blog, por ejemplo.
Tener la certeza de que, en principio, mi trabajo como académico debe responder únicamente a mis preocupaciones me libera de ese menosprecio velado hacia la figura del lector o del ciudadano de a pie (que en sí misma revela ya clasismo y diferencia) que tanto Christopher Domínguez Michael como Geney Beltrán Félix colocan en segundo lugar, en un plano de sujeción con respecto a ellos, negándole autonomía, criterio y su derecho a leer como mejor pueda y quiera. Esta desconfianza y paternalismo hacia el lector no es nueva, pero sí es sintomática de una clase ilustrada que al mismo tiempo disfruta de los privilegios de su estado pero se niega a aceptar que esos privilegios la desvinculan y desligan de las muchas y variadas maneras en que el público se apropia de la literatura y el arte.
Para explicar el origen de este menosprecio ayuda recurrir a una teoría de la lectura en el siglo XIX como la que propone Yliana Rodríguez González en la que condensa preocupaciones de la época con respecto a la circulación y apropiación de la literatura:
“Así, la lectura en el siglo XIX enfrenta inquietudes centrales: 1) una evidente preocupación por la mala lectura o la lectura errónea (que se verifica en el manifiesto cultivo de la novela de tesis), de la que se derivan, 2) la desconfianza, por parte de los escritores, en la capacidad lectora de su público (conformado en su mayor parte por mujeres, esto es, los «subordinados sociales»); 3) la absoluta autoridad de la voz narrativa (en la figura de maestro, padre y esposo), 4) la disputa entre los conceptos «ausencia de lectores» vs. «lectura enferma» (o frenesí lector) y 5) la disputa fantasma entre textos buenos vs. textos malos.”
Si por algo he mantenido este blog por varios años ha sido porque veo en él la oportunidad de hablar sobre literatura dejando ese menosprecio de lado, considerando al lector no como alguien que necesita mi ayuda o mi guía, sino como un interlocutor. Al mismo tiempo, considero este blog un descanso del género académico que, por otro lado, usualmente aprecio y disfruto. Con todos sus aciertos y sus sinrazones, valoro en él la posibilidad –que puede o no ejercerse– que ofrece de trabajar al margen de ese lastre de la novedad, del que no escapan los periódicos, los suplementos culturales y las revistas literarias.
Es verdad que este blog tampoco ha escapado de las tentaciones de la mesa de novedades, de los homenajes o conmemoraciones en los que se basa actualmente la discusión literaria. Por eso, para compensar, la siguiente semana hablaré de temas evidentemente más serios que de ninguna manera podrían confundirse con publicidad, entretenimiento o simpleza: los premios literarios.
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.