Algunas de las imágenes de México y los mexicanos que tenemos presentes en la memoria –en la memoria visual, pero también en otra más interior, y se diría que más existencial– se deben al mirón insaciable y certero que fue Héctor García (ciudad de México, 23 de agosto de 1923 – ciudad de México, 2 de junio 2012).
A Héctor García, como puede advertirse en la magnífica exposición que en este fin de año ofrece el Museo de Arte Moderno de la ciudad de México, lo corpachón y lo cabezón no le impedían ni le menguaban la rapidez y la fineza del ojo. Ese río gráfico de miradas y clics es toda una extensa narración escrita en fotos como súbitas ventanas abiertas al abierto espacio del mundo, porque no se puede imaginar un studio o un cuartooscuro que aprisionase a Héctor García, de quien podría decirse que había nacido ya con una selectiva y muy libre mirada fotográfica.
Héctor García, ¿fotógrafo? Yo diría artista gráfico. Un texto consagratorio de Diego Rivera, a quien Héctor había captado en casa y entre enormes “judas” de cohetería, lo reconocía como “un excelente artista que expresa, con emoción, belleza, plenitud de forma y profunda sensibilidad, la vida que lo rodea, desde el accidente de la calle hasta la plástica sublimada de la danza”. Y otro célebre pintor, David Alfaro Siqueiros, retratado en divo protestatario tras las rejas de la cárcel de Lecumberri, avanzaba hacia la mirada de Héctor y hacia el ojo de la cámara, y finalmente hacia nosotros, una mano que parecía intentar impedir esa mirada digamos “hectoriana” para que no fuese rival de la mirada del pintor.
Hay muchos fotógrafos que al fijar la “vida que nos rodea”, al dar el clic del disparador de la cámara, arrancan de la vida la imagen y devuelven sólo una yerta copia de esa vida, esa pululante realidad. Hector hacía muy otra cosa: con cada clic tomaba una imagen de la corriente de lo visible para entregarla a un río de imágenes fijas que palpitaban y respiraban nuevamente desde la quietud. El espacio a la vez sagrado y profano de la plaza del Zócalo, en la noche patria del 15 de septiembre, no ha sido mejor captado que en la foto en que María ( esposa de Héctor y fotógrafa ella misma) come buñuelos en un puesto placero mientras, a su espalda, la Catedral metropolitana es un incendiado palacio de cristal. Y quién sabe a cuántos seres anónimos los clics de Héctor los hicieron personajes, como en la imagen de un niño pobre que entretiene su dura noche citadina y callejera lanzando al aire un blanco globo ¿o es un pecho femenino?; como en la intensa, impresionante foto que André Malraux habría titulado “El niño en el vientre de concreto”: ese muchacho harapiento que se hunde en el hueco de un muro adoptando la posición fetal y tapándose la cara con las manos, en un inquietante ícono que también podría titularse según la famosamente perdida o no escrita novela de José Revueltas: El quebranto; o como la foto multánime que muestra el gran monumento histórico y artístico e hípico e imperial en un cruce de avenidas de la ciudad capital de México: los metálicos Carlos IV y su caballo cubiertos de gente joven, viva, irrespetuosa, verdadera, que, en una manifestación pública de (paradójicamente) alegre protesta, revivifica al monumento para que merezca el apodo cariñoso, “El Caballito”, que celebra al noble animal y no a su dizque noble jinete.
Poeta visual de la calle, Héctor García también supo buscar el México profundo y rescatarlo del olvido o de la indiferencia que suelen hacerlos invisibles, pero él no intentaba meramente fijar escenas del mundo ya visible. Buscaba verdaderos personajes que, si eran anónimos, y a veces poco “fotogénicos”, quedarían inmortalizados gracias a la mirada y a la lente. Paseaba la ciudad o se iba a los pueblos y a los campos, a veces encendido por un tequila o un mezcal, para captar con sus clics cosas vistas como en otra realidad que estuviera dentro de la realidad cotidiana. Fotografió, a veces sacando la cámara escondida en una mera bolsa de papel de estraza (argucia para que no se la robaran), todo, y a todos, a los que hallase al paso. Fotografió a ese peladito, ¿de la Candelaria de los Patos, el barrio natal de Héctor?, que respondía a la mirada a la vez fraternal e irónica del fotógrafo con un gesto de mentada de madre, como negándose a ser inmovilizado, apresado, por un click que en realidad iba a liberarlo en una imagen perdurable. Fotografió la mirada dolorida del hombre que carga a su espalda un gran hato de pencas de maguey como una extendida corona de espinas. Y fotografió la dulce y serena mirada del ojo, escondido desde el entreabierto rebozo, de una chamaca campesina o aldeana que nos mira menos con asombro o timidez que con inocente serenidad.
Alguna vez le pregunté a Héctor si intentaría hacer cine. Casi en tono de disculpa me dijo que no, y fútilmente pretextó que le molestaba el runruneo del motor de la cámara filmadora. Comprendí que prefería el conciso clic de la cámara de sólo fotografiar, porque ese clic, como un parpadeo de una mirada siempre atenta a “la vida que nos rodea”, fijaba una imagen para cortesmente permitir que luego nuestra mirada le devolviera movimiento, respiración y latidos, es decir: le diera una segunda e inmarcesible vida.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.