Hace un cuarto de siglo, un funcionario prácticamente desconocido del Departamento de Estado publicó un artículo en una revista política conservadora que alcanzaría una fama (o quizá infamia) global. El autor de la pieza era Francis Fukuyama, y el título era “¿El final de la historia?” (aunque la mayor parte de la gente olvidó los signos de interrogación). Desde el principio, los críticos atacaron las afirmaciones de Fukuyama. Strobe Talbott, que luego sería vicesecretario del departamento en el que Fukuyama trabajaba en 1989, las llamó “el comienzo del absurdo”; Christopher Hitchens las desdeñó como “autocomplaciencia elevada al nivel de la filosofía”. Y esas fueron algunas de las críticas más amables.
Sin embargo, Fukuyama no había sido tan ingenuo como para declarar que el final de la Guerra Fría significaba el cese de todos los conflictos. Más bien, había planteado que solo la democracia liberal cumplía en último término las aspiraciones humanas básicas de la libertad y la dignidad. Esa afirmación no descartaba la posibilidad de lo que describía como fanatismos más o menos locales. Pero no habría un rival serio para la democracia liberal que ejerciera algo similar a una atracción global, como habían hecho el comunismo y el fascismo en el siglo XX.
Había otro claro punto ciego en muchos de los comentarios sobre Fukuyama: el lugar en el que la historia había terminado primero, según el ensayista, era lo que en los ochenta todavía se llamaba la Comunidad Europea. Europa occidental, escribía Fukuyama en 1989, había visto “la creación de un mercado común” en las relaciones internacionales, con el resultado de que ahora el conflicto era discutir sobre tarifas, en vez de tener enfrentamientos militares.
¿Y veinticinco años más tarde? No es obvio que se haya demostrado que Fukuyama estuviera equivocado (aunque cualquiera que no tuviera mucho que decir sobre el orden posterior a la Guerra Fría se veía obligado a señalar desdeñosamente que al menos una cosa era segura: la historia no había terminado). China asciende, pero ¿millones de personas en el mundo se entusiasman con el “sueño chino”? ¿Y qué entrañaría ese sueño? ¿Un partido leninista que asegurase un crecimiento económico continuo?) ¿El putinismo es un rival serio para la democracia liberal? ¿O el modelo de la “democracia antiliberal” que elogió el primer ministro húngaro Viktor Orbán el pasado verano?
No lo creo. Pero esta conclusión no debería conducirnos a una complacencia liberal. Porque no todo va bien. En 1989 Fukuyama declaró que el gran peligro para un lugar como Europa occidental podía ser el aburrimiento: predijo que no habría más ocasiones para el heroísmo, a medida que el continente se convertía en una especie de museo viviente. Pero ¿estamos aburridos en la Europa actual? No mucho. Sin embargo, el conflicto es menos el regreso de las grandes doctrinas que se dicen superiores a la democracia liberal occidental (y capitalista). Más bien, asistimos a la extensión de algo que podría llamarse la negra sombra de la democracia, una sombra que puede parecerse en muchos sentidos a la cosa real: el populismo.
Se ha escrito mucho sobre este fenómeno en los últimos años, pero la lógica interna del populismo no siempre se ha entendido bien (y ha llevado, diría yo, a una injusta aplicación de esta etiqueta a grupos como los Indignados españoles, o, ya que estamos, a cualquier crítico del euro tal como lo conocemos). Por supuesto, todos los populistas se presentan como antielitistas, pero no todos los que encuentran defectos en las élites actuales son populistas. Otra condición necesaria para justificar la etiqueta de “populista” es la falta de pluralismo. Solo los populistas, dicen los populistas, representan al pueblo moralmente puro; todos los rivales políticos son sospechosos per se, y no puede existir una oposición legítima. Pensemos en Orbán diciendo, tras su derrota electoral de 2002, que la nación no podía estar en la oposición (y por tanto igualando su partido con la nación). U otro ejemplo de esta lógica: Recep Tayyip Erdogan, elegido por su propio partido político, akp, como candidato a las elecciones presidenciales de Turquía, dijo a sus críticos: “Nosotros somos el pueblo. ¿Vosotros quiénes sois?” Los populistas se alimentan del conflicto con las élites –podría decirse que el conflicto vertical les parece estupendo–, pero no condonan el conflicto horizontal, porque no puede haber otro contendiente legítimo para representar al pueblo, aparte de ellos. El populismo así entendido es el que asciende en Europa. Y es precisamente el populismo el que ha creado el peligro de lo que llamaría la desintegración normativa de la Unión Europea.
Según los tratados europeos, los europeos comparten valores fundamentales, como la democracia y los derechos humanos, y están comprometidos con promover esos valores dentro y fuera de la ue. Además, lo que se podría denominar un acquis communitaire europeo se reforzó con los “criterios de Copenhague”, según los cuales los países tienen que demostrar que son verdaderas democracias y que respetan los derechos humanos, así como el pluralismo político, antes de poder acceder a la Unión. Hoy podríamos tener serias dudas sobre esa idea y preguntarnos: ¿existe realmente un consenso en torno a los valores fundamentales, no digamos un consenso en cuanto a si, y cómo, se deben promover esos valores? ¿Podemos estar de acuerdo en lo que sería problemático de la “democracia antiliberal” y la política de personas como Putin y Erdogan? Y, en lo que respecta a los miembros de la Unión Europea, ¿tenemos idea de cómo tratar con países donde la democracia y el Estado de Derecho se encuentran amenazados?
Sin duda, la crisis del euro –es decir, el espectro de la desintegración financiera y económica– ha distraído la atención de la desintegración normativa. Pero esta última podría ser más seria que la primera. Sin duda, la disolución de la eurozona podría tener consecuencias catastróficas para la economía global. Pero, si lo miramos de forma desapasionada, al final solo demostraría que las élites europeas cometieron un error político tremendamente grave. Por otro lado, ignorar el ascenso de un populismo genuinamente antidemocrático en Hungría y las crisis de los derechos fundamentales de los romaníes y de los refugiados erosionan las bases morales del proyecto europeo. Es fácil decir que la ue no puede hacer nada más por ninguno de ellos, porque carece de legitimidad a los ojos de sus propios ciudadanos. Pero quizá sea exactamente al revés: la ue carece de legitimidad porque no puede hacer nada.
Hay un nivel de integración e interdependencia en la ue que hace que resulte imposible, parafraseando a Neville Chamberlain, que haya países desgraciados y lejanos en la ue acerca de los cuales no sabemos nada, y que nos preocupan poco. Mientras un Estado miembro conserve un voto en el Consejo Europeo, todos los ciudadanos europeos se ven al menos indirectamente afectados por ese país, ya que vota sobre la legislación de la ue. Pero las élites europeas no usan las posibilidades que ofrecen los tratados de la ue (privar a los gobiernos del derecho de voto en el Consejo Europeo) para sancionar a los Estados díscolos. Los países individuales también son reacios a enfrentarse a otros Estados miembros directamente, porque tienen malos recuerdos del año 2000, cuando catorce Estados miembros implementaron sanciones bilaterales contra un gobierno austriaco que incluía al Partido de la Libertad de Jörg Haider (aunque no es en modo alguno obvio que esa sanciones fueran un fracaso o una vergüenza como muchos testigos declararon en la época). Y la sociedad civil ha desempeñado un papel menor a la hora de movilizar a los ciudadanos para que se preocupen por lo que ocurre en otros Estados miembros. Sin duda, eso se debe a la sensación de que cualquier problema es en primer lugar asunto de la gente de los Estados miembros díscolos (a pesar de que todo el que tenga un pasaporte europeo se ve afectado, de modo que, en cierto sentido, ya no se puede hablar de asuntos internos en la ue). Pero también se debe a que todavía nos falta algo parecido a una auténtica esfera pública europea: mucha gente nunca ha oído hablar de los problemas particulares de otros países de la ue.
La desintegración normativa puede no asumir la forma de un estallido político, sino de un gimoteo moral. Podríamos ver la lenta erosión de los valores y normas de la ue, y una creciente sensación de que hay una periferia de países (no necesariamente en las fronteras geográficas actuales de la Unión) en los que algo no va del todo bien, y sin embargo nadie piensa que tengan la legitimidad o los medios para hacer mucho por esa periferia. Y está el peligro vinculado de una desintegración normativa que abarcase los distintos vecindarios europeos. Eso ha resultado especialmente claro en la respuesta a la Primavera Árabe. Podría parecer injusto contrastar las acciones europeas después de 2011 con la implicación de la ue después de 1989; pero, pensándolo dos veces, no es una comparación tan extraña. Después de todo, tendemos a olvidar que la expansión de la ue no era en modo alguno una conclusión preestablecida a comienzos de 1990. Por decirlo en pocas palabras, hizo falta que Helmut Kohl, quizá el último integracionista europeo emocionalmente comprometido, la empujara en 1994 (por supuesto, también ayudaba que la ampliación beneficiara a los intereses económicos alemanes). La cuestión no es que después de 2011 los europeos deberían haber ofrecido la entrada a los países del otro lado del Mediterráneo, sino que una participación mucho más extensa e intensa (económica y política, además de mucho poder blando) habría sido posible.
En retrospectiva, el uso de tres recursos europeos –la movilidad, el acceso a los mercados y, quizá en primer lugar, el dinero– no habrían supuesto una diferencia decisiva en un país como Egipto, como ha defendido Jan Techau. Pero otro elemento podría haber actuado: el modelo europeo de transición pluralista hacia un régimen democrático estable. Eso frente a lo que ocurrió en Egipto, donde dos populismos –el de los Hermanos Musulmanes y el de los laicistas– se enfrentaron entre sí. Al final ganó otro populismo, que promovía el Ejército y decía: el general el-Sisi es el único que representa al pueblo, y toda la oposición es ilegítima. La ue no ha hablado mucho sobre los graves abusos de los derechos humanos que sucedieron. En ese momento, la objeción a que Europa ofreciera, no digamos impulsara, algún “modelo”, era por supuesto que, ante el pasado colonial de Europa en la región, cualquier implicación podría haber provocado un retroceso, o al menos haberse rechazado como un ejemplo de paternalismo. Pero ¿no estaba ese peligro también en Europa central y oriental en 1989? ¿No se podía haber argumentado que, con las atrocidades de los nazis y de los colaboracionistas locales todavía en la memoria viva, Alemania no debería haber liderado el proceso de integración? Una parte esencial era –a menudo como condición de facto– la instauración de instituciones claramente alemanas, entre las que destacaban copias más o menos aproximadas del Tribunal Constitucional alemán.
Por supuesto, la participación normativa puede parecer moralista, o incluso hipócrita. Sería hipócrita (o, de forma bastante típica, una forma de autoengaño europeo) decir que no es tampoco política. Durante demasiado tiempo, la ue ha considerado muchos de sus instrumentos, como la ampliación de mercados, la política de fronteras, etc., apolíticos en general. Pero la lección que Putin le ha dado a Europa este año muestra que el régimen ruso no acepta una división que diga que la otan es política y la ue apolítica. En cierto sentido, la decisión no está en manos de la ue: si Putin dice que es política, entonces es política. Y Europa necesita responder con una estrategia política.
Es pura especulación, por supuesto, pero uno podría imaginar que en cincuenta años los historiadores hablen de la crisis del euro como una nota a pie de página (aunque no pretendo negar el sufrimiento real que ha provocado), y de la Primavera Árabe y sus fracasos como un gran acontecimiento global –con consecuencias de largo alcance– al que Europa no supo dar forma (con un argumento similar, aunque quizá algo menos dramático, para Ucrania). Y: uno podría ver el ascenso del populismo no como el auténtico fin de la historia en el sentido de Fukuyama, sino como el comienzo de una lenta corrosión de las democracias europeas desde dentro. Es improbable que el Mediterráneo viva otra primavera política, pero quizá no sea demasiado tarde para oponerse al populismo. ~
Es catedrático e historiador de las ideas políticas de los siglos XX Y XXI. Contesting democracy (Yale University Press, 2011) es su ensayo más reciente.