Una vista de Prípiat, la ciudad fantasma junto a Chernóbil (foto: Wikipedia)

Los que vuelven a casa, aunque casa sea Chernóbil

Hace exactos 30 años, la catástrofe de Chernóbil generó, entre tantas otras consecuencias nefastas, la evacuación permanente de más de 100 mil personas. Y sin embargo, algunas personas han vuelto a su casa.
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El mundo sin nosotros, de Alan Weisman, es un libro extraordinario. Publicado en 2007, se trata de un exhaustivo análisis de qué pasaría con nuestro planeta si, de un momento a otro, la humanidad desapareciera. Un enorme ejercicio de divulgación científica, número 1 en el ranking de libros de no ficción de ese año, según la revista Time, e inspirador de dos series documentales sobre el mismo tema: Aftermath: Population Zero, realizado por National Geographic, en 2008, y Life After People (traducido como La Tierra sin humanos), producción emitida por History Channel entre 2009 y 2010.

En uno de los capítulos de su libro, Weisman se pregunta qué pasaría con las obras humanas que se sirven como la fuente de energía más grande y más peligrosa de todas: la energía atómica. Explica que, si bien quedarían en el mundo unas 30 mil ojivas nucleares sin detonar, el riesgo de que lo hagan sin intervención humana es prácticamente nulo. Sin embargo, lo que sí constituiría un problema son las 441 centrales nucleares existentes (al menos hasta 2007): la falta de mantenimiento las haría colapsar, más tarde o más temprano, generando una contaminación inevitable y de efectos devastadores.

El ejemplo que hay que mirar es, por supuesto, el de Chernóbil, de cuya catástrofe se cumplen hoy 30 años. El 26 de abril de 1986, la explosión y el incendio del reactor 4 de esa planta nuclear —cuyo nombre era en realidad Vladimir Ilich Lenin—, en el norte de Ucrania, por entonces una de las repúblicas de la Unión Soviética, emitió una radiación estimada en unas 500 veces la de la bomba atómica de Hiroshima. En los días siguientes se estableció una zona de exclusión de 30 kilómetros a la redonda y se evacuó de allí a más de 100 mil habitantes. En esa área había muchas aldeas y dos ciudades: Chernóbil, 14 kilómetros al sur de la central y por entonces con unos 14 mil residentes, y Prípiat, a solo 3 kilómetros de allí, donde vivían casi 50 mil personas. Chernóbil tiene en la actualidad una población de 700 personas, muchos de ellos científicos y personal de mantenimiento de la central. Prípiat, por su parte, es una ciudad fantasma.

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Prípiat es un escenario postapocalíptico. Una versión real de cualquier película del género. Su historia fue vertiginosa: fundada en febrero de 1970 para dar hogar a los trabajadores de la planta nuclear, ayudada por el buen clima de la región, en apenas 16 años de vida se había convertido en una de las más pujantes de la Unión Soviética. Contaba con un centro cultural, una biblioteca, un cine, un hotel, una escuela de arte con sala de conciertos, escuelas, gimnasios. La edad promedio de sus habitantes era inferior a 30 y cada año nacían más de mil bebés. La llamaban “la ciudad del futuro”.

La evacuación repentina dejó abandonados los edificios públicos y las viviendas. Como si el tiempo se hubiera detenido, infinidad de objetos personales, ropa, fotos, juguetes y quién sabe cuántas cosas más quedaron allí, expuestas al paso del tiempo. El mayor símbolo de la ciudad es el parque de atracciones, en particular la vuelta al mundo (o noria, o rueda de la fortuna), que iba a ser inaugurado el 1 de mayo de 1986, como parte de los festejos de la fiesta nacional de la URSS, y que funcionó durante un rato, la mañana de ese 27 de abril, el día que siguió al accidente, cuando las autoridades todavía no sabían muy bien qué hacer.

 

Ahora podemos hacer paseos visuales por Prípiat, gracias a Google Street View, a fotos que personas que han estado allí suben a la web e incluso a videos hechos con drones que han sobrevolado la ciudad. Solo ver esas imágenes es una experiencia sobrecogedora. En ellas se observa lo que Alan Weisman describe en numerosos pasajes de su libro: cómo la naturaleza avanza, lenta pero imparablemente, sobre el territorio que el hombre deja. La vegetación invade los terrenos, levanta los suelos de hormigón, atraviesa ventanas, vuelve a los lugares de donde la presencia del ser humano la había expulsado. Cuentan que también los animales lo hacen: manadas de lobos, zorros, jabalíes y otros animales salvajes se han instalado en diversos sitios de la ciudad derruida y de otros pueblos fantasmas de la zona de exclusión. De alguna manera, ellos son ahora sus dueños, sus pobladores.

Hay un rasgo, si se quiere, aún más cautivante: los símbolos comunistas todavía están ahí. Al menos hasta 2013, según la Wikipedia, la bandera de la Unión Soviética flameaba sobre un edificio del gobierno, y el escudo con el martillo y la hoz lo coronaba, y hasta hay fragmentos del himno de la URSS escritas en las paredes. Prípiat es una especie de museo: un recordatorio de cómo era el mundo… y de lo que podemos hacer con el mundo.

Y sin embargo, pese a todo, para algunos sigue siendo su casa.

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El año pasado, la Academia Sueca entregó el Nobel de Literatura a la escritora y periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich. Una de sus obras más conocidas es Voces de Chernóbil, de 1997, un texto polifónico que reúne testimonios de personas que vivían o que trabajaron en la zona de la catástrofe. La gente no quería irse. “No perdimos una ciudad, sino toda una vida”, dice un hombre que vivía en Prípiat y fue obligado a marcharse. “Recogí tierra de la tumba de mi madre —contaba otro—. Y de rodillas le decía: ‘Perdónanos por abandonarte’ […] La gente escribía sus nombres en las casas. En las vigas. En las cercas. En el asfalto”.

Otros —de Prípiat y del resto de poblados de la zona— resistían: “Por envenenada que esté, con toda esta radiación, es mi tierra […] Ya no hacemos falta en ninguna otra parte. Hasta los pájaros prefieren sus nidos […] Durante el día vivíamos en el lugar nuevo, pero por la noche en casa. En sueños […] En casa estás como en el cielo. Pero, en otras tierras, hasta el sol brilla de otra manera […] Nadie más nos engañará; no nos moveremos de aquí. No hay tienda, tampoco hospital. No hay luz. Nos alumbramos con lámparas de queroseno y con teas. Pero no nos quejamos. ¡Estamos en casa!”.

Y así es, al parecer. Más allá de que la radiación alcanza en esas zonas niveles elevadísimos, y de que técnicamente son ocupantes ilegales en sus propias casas, hay personas que han retornado y viven allí y hasta cultiva el suelo, que está envenenado y lo estará durante siglos o milenios. Gente que no concibe vivir lejos de su lugar, de su patria. Parece más fácil imaginar un mundo sin nosotros, que vivir nosotros sin nuestro mundo. Como lo explica Alan Weisman:

“La mayoría de ellos no se limitan a buscar simplemente una vivienda gratis. Como las golondrinas que han regresado al lugar, vuelven porque ya han estado allí antes. Contaminado o no, se trata de algo precioso e irreemplazable, algo por lo que incluso merece la pena correr el riesgo de tener una vida más corta. Se trata de su hogar”.

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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