Los reinados en España

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1.
“Sería una historia merecedora de un largo volumen”, escribió el Capitán John Smith en su A Description of New England de 1616, relatar las aventuras de españoles y portugueses, sus afrentas y derrotas, sus peligros y miserias que, con tan incomparable honor y constante resolución, han acometido y resistido en sus descubrimientos y territorios, más allá de lo que se pueda creer, y que a nosotros condenan a la necedad, la pereza y la negligencia…

Al hacer este impetuoso llamamiento a sus compatriotas para comprometerse a “erigir una colonia”, el Capitán Smith los desafiaba a la acción mediante el ejemplo dado por los ibéricos, empeñados en encontrar “nuevas tierras, nuevas naciones y nuevo comercio”, al mismo tiempo que mira con acritud el error cometido por Inglaterra al haber rechazado “la honesta oferta del noble Colón.”1

En el corazón de la historia del imperialismo occidental y de las expansiones transoceánicas existe un episodio de imitación y competición entre Estados. Comenzó en el siglo xv con la rivalidad entre los dos Estados que componían la península ibérica: Castilla y Portugal. Entre 1474 y 1479 se hallaban trenzados en una guerra, nacida del intento de Alfonso v de Portugal por evitar el ascenso de la presunta heredera, Isabel, al trono de Castilla. Una vez finalizada la guerra con la victoria de Isabel y su marido, Fernando de Aragón, la rivalidad continuó, convertida esta vez en una lucha por el espacio. La circunnavegación del Cabo de Buena Esperanza, en 1487, por una partida de reconocimiento a las órdenes de Bartolomeo Díaz, abre el camino para el establecimiento de una ruta marítima capaz de otorgale a los portugueses acceso a Asia. Para no perder ventaja con respecto a la monarquía portuguesa, en 1492 Fernando e Isabel alcanzan un acuerdo para aceptar la “honesta oferta del noble Colón” de traerles las riquezas de Oriente surcando el Atlántico en dirección oeste.

“Sería una historia merecedora de un largo volumen”, como observaba el capitán John Smith, “recitar las aventuras de españoles… sus afrentas y derrotas, sus peligros y miserias” en el periodo que sigue al épico viaje de Colón. Es, precisamente, esta “historia merecedora de un largo volumen” la que Hugh Thomas nos ofrece en forma triunfante en El imperio español2. Siendo un historiador que también ha gozado de una carrera en la vida pública, Hugh Thomas, hay que decirlo, jamás ha sido hombre de pequeños volúmenes. Su reputación se inició con la sensacional e innovadora historia de la Guerra Civil Española3 y se mantendría a través de sus siguientes publicaciones, tales como Cuba: The Pursuit of Freedom4; An Unfinished History of the World5; La conquista de México6; y, en forma más reciente, La trata de esclavos7. Entre ellos suman miles de páginas y representan un logro impresionante.

Todos estos libros demuestran un voraz apetito por la información. Basados en un amplísimo conjunto de lecturas, tanto de fuentes primarias como secundarias, son textos cuyo enfoque incluye los distintos puntos de vista, al mismo tiempo que ofrecen gran cuidado a la hora de presentar los detalles, por lo que su lectura resulta esclarecedora. Hugh Thomas pertenece a ese linaje de historiadores con grandes dotes narrativas, poseedores de la habilidad para evocar personas, lugares y acontecimientos; capaces de mantener vivo el relato, sin que eso signifique dejar de ofrecer una opinión. Esta tradición, representada en el siglo XIX por historiadores tales como Macaulay, Froude y Prescott, y por G.M. Trevelyan, C.V. Wedgwood y Garret Matingly en el siglo XX, ha permanecido últimamente en la sombra ante los historiadores profesionales, aunque jamás ha perdido su atractivo para el público. Habiendo sido tildados de “anticuados” con excesiva facilidad, esta clase de estudiosos nos recuerdan la importancia permanente que tienen para la historia la voluntad humana y la contingencia de los acontecimientos, al mismo tiempo que nos ayudan a recuperar un sentido del pasado como algo que se mueve a lo largo del tiempo.

Escrito con inmenso brío y elegancia, El imperio español cuenta una historia que puede resultarle familiar a muchos lectores. No obstante, el relato incluye tal abundancia de detalles que lo familiar se transforma en desconocido. El recuento del “Ascenso del imperio español”, subtítulo asignado por Thomas a su obra, ha sido narrado en repetidas oportunidades, entre las que no se debe olvidar al historiador de Harvard Roger B. Merriman con su trabajo de cuatro volúmenes, The Rise of the Spanish Empire in the Old World and in the New, publicado entre 1918 y 19348. No obstante, el descubrimiento de muchas cosas desde que apareciera la obra de Merriman hacía necesaria una reformulación de los hechos. Merriman, mucho más obsesionado con la historia institucional que Thomas, comienza su recuento con un volumen dedicado a la España medieval y acaba, tres volúmenes más tarde, con la muerte de Felipe II en 1598. Por su parte, la narración de Thomas se inicia con “España en la encrucijada”, en aquel otoño de 1491 cuando Fernando e Isabel preparan el asalto final a la ciudad de Granada, último bastión islámico en territorio ibérico, y termina a comienzos del decenio de 1520 con la conquista de México por parte de Cortés y con el regreso de la expedición de Magallanes a España tras haber circunnavegado el globo. En ese momento, los cimientos del imperio global español ya han sido instalados, aunque todavía falta la conquista del Perú.

Este corte en el relato de la expansión transoceánica de Castilla en un punto cercano al inicio del reinado del emperador Carlos v en 1519 (reinado al que Merriman dedica todo un extenso volumen) parece extraño y despierta preguntas inevitables sobre la escala del trabajo de Thomas. ¿Habrá que pensar que simplemente se le acabó el espacio o bien se esconde aquí la intención de continuar con una versión renovada de Merriman en uno o más volúmenes, para contar la conquista del Perú y la consolidación del imperio español en Europa y América? En forma sorprendente, el libro concluye con una vívida evocación de Sevilla, capital de un creciente dominio atlántico español, escena que bien podría haber sido el telón inicial de un segundo volumen, antes que la conclusión del presente trabajo.

La historia narrativa no es una forma de historia conducente a la economía, y si bien Thomas logra una importante proeza de condensación en su relato de la conquista de México —tema sobre el que, por lo demás, ha escrito extensamente—, en este volumen se permite el lujo de demorarse en los detalles de aquellas personas y lugares que dan vida a su narración. Colón aparece como un “hombre de pelo prematuramente cano —que antaño fuera pelirrojo—, sus ojos azules, su nariz aquilina, y unos pómulos que a menudo enrojecen en su alargado rostro”, mientras Alonso de Hojeda, uno de los capitanes de Colón, es “un hombre apuesto de aspecto inteligente, de baja estatura y grandes ojos”, y el conquistador Pedrarias Dávila, comandante de la expedición al Nuevo Mundo de 1514, “alto, de complexión pálida, ojos verdes y pelirrojo” que destaca por su “crueldad [y] su arrogancia.” En cuanto a los lugares, Thomas ha visitado casi la totalidad de los sitios que menciona, incluyendo “pequeños pueblos que raramente aparecen señalados en los mapas, tanto en los antiguos como en los modernos”. Es el caso de pueblos de Extremadura como La Abertura, situado “en la cima de un monte” y “con una cantidad de agradables riachuelos en sus proximidades”, o Madrigalejo, donde murió Fernando el Católico en “un edificio de un solo piso que el paso del tiempo no ha alterado ni mejorado.”

Esta historia, según la cuenta Thomas, es esencialmente un relato centrado en los españoles, antes que en la gente que conquistaron y asesinaron. Está escrito como un relato épico y se lee como tal: una saga sobre la “valentía y la crueldad” española, a medida que los conquistadores se abren camino por selvas impenetrables y acaban con los indígenas que huyen aterrorizados a refugiarse en sus aldeas. No posee otro argumento central que la asombrosa audacia y determinación exhibida por los conquistadores y no nos lleva mucho más allá en la solución del gran problema histórico que explique cómo “España”, una alianza reciente y de carácter más bien nominal entre las coronas de Castilla y Aragón, es capaz de convertirse, en el curso de algo más de una generación, en una potencia europea dominante con un imperio extendido por el mundo.

No obstante, a diferencia del relato de Merriman, Thomas posee el mérito de haber integrado en un todo los distintos desarrollos ocurridos en forma simultánea a ambos lados del Atlántico, de manera que los lectores encuentran un hilo que interconecta decisiones y acontecimientos. Al mismo tiempo, a pesar de que al inicio y al final del relato emplea las ya muy conocidas y probadas narraciones de los viajes de Colón y la conquista de México, la atención prestada por Thomas a pasajes menos familiares de la progresiva dominación española del Caribe y sus incursiones en el territorio de América Central, le dan una perspectiva más clara a acontecimientos como la conquista de México y la posterior conquista del Perú, en comparación a otros textos de índole general sobre este periodo.

Esta etapa caribeña, durante la cual se producen la ocupación de Jamaica (1509) y de Cuba (1511), así como la reclamación que Balboa hace del Océano Pacífico para la corona de Castilla después de atravesar el istmo de Panamá (1513), representa un momento clave con vistas a la forma que adoptará la futura expansión española. En lo que casi podría pasar por una frase casual al comienzo de su relato de la conquista de Cuba, Thomas escribe: “El imperio español se expandía como si hubiera sido un extenso cultivo; conducido y motivado localmente.” Estas palabras proporcionan la clave de buena parte de lo que acontecerá después. Las iniciativas locales y la movilización local de recursos determinaron en gran medida el carácter y el ritmo de la toma de tierras en la América española.

Para comprender las iniciativas locales, uno ha de conocer a la gente que las llevó a cabo. Los años de la conquista española del Caribe permiten un primer acercamiento a Cortés y Pizarro en el periodo inicial de sus andaduras. También nos vemos las caras con figuras tan importantes como Diego Velázquez, gobernador de Cuba, quien luego lamentaría por el resto de su vida haber autorizado la expedición de Cortés a México en 1519. A medida que Thomas va presentando su largo reparto de personajes (muchos de los cuales se hallan hoy completamente olvidados) y saca a la luz la crónica de sus feudos y rivalidades, su preocupación por los hombres y los acontecimientos le trae cuantiosos dividendos a la hora de explicar y clarificar el desarrollo de las iniciativas locales, con lo que, una y otra vez, la corona se veía obligada a aceptar los acontecimientos como fait acompli.

En uno de sus libros menos conocidos, Quién es quién de los conquistadores,9 Thomas recopiló una fuente indispensable de información biográfica sobre los conquistadores de México. En El imperio español también procura recuperar las raíces familiares y las relaciones personales de los personajes que, a ambos lados del Atlántico, se vieron envueltos en la “empresa de las Indias” de España. Se trata de gente como el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, quien fuera el primer ministro para las Indias de España y que tuvo a su cargo la organización del tráfico de las flotas desde Sevilla; o Nicolás de Ovando, enviado por Fernando e Isabel a imponer el orden en La Española (posteriormente dividida entre la República Dominicana y Haití). Este tipo de detalles biográficos, que han sido pacientemente recolectados a través de una amplia variedad de fuentes, proporcionan importantes claves para comprender cómo fue adquirido en un primer momento el imperio español y como sería posteriormente asentado, gobernado y conservado. Algunas de estas claves conllevan intrigantes preguntas. Por ejemplo, cuántos de los que participaron en la conquista y colonización de América eran, como Pedrarias Dávila, de ascendencia judía —a pesar de la restricción migratoria a las Indias que pesaba sobre los conversos—. La Española, supuestamente, estaba llena de ellos. ¿Qué conclusión podemos sacar?

Investigaciones recientes han resaltado la contribución esencial al proceso de conquista y asentamiento realizado por familias y redes locales. Nicolás de Ovando, Hernán Cortés y Francisco Pizarro, por ejemplo, provienen de la árida región de Extremadura y resulta imposible entender la conquista y el establecimiento de América sin tomar en cuenta la parte que le cabe a las conexiones extremeñas, muchas de las cuales se basaban en el clientelismo, la amistad y los lazos familiares.10 Al incluir tales detalles personales, a riesgo de empantanar el relato en determinados pasajes, Hugh Thomas ha facilitado la tarea de los historiadores que algún día enfrenten la investigación sistemática de las vidas e interconexiones de aquellas personas que crearon y mantuvieron unido el imperio español en Europa y América o, según el decir de la época, la “monarquía española”. Tal como los conquistadores arrasaron América por pepitas de oro, los historiadores atacarán ese texto buscando pepitas de información. Otros, en cambio, simplemente preferirán dejarse llevar por la fascinante crónica de extraordinarios acontecimientos que cambiaron la faz de la Tierra.

2.
Hacia el final de su libro, al escribir sobre la generación que creció durante los primeros veinte años del siglo XVI y que creó un imperio con los territorios conquistados por Castilla en las Indias, Hugh Thomas advierte que “todos poseían una visión de la antigua Roma de la que tomaban su inspiración, incluso si ese viejo imperio era considerado insuperable por todos los hombres de saber”. En Romans in a New World,11 destacado libro que arroja nueva luz sobre la conquista española de América, David Lupher cuenta que “aunque ninguno de los antiguos romanos jamás estuvo cerca de poner un pie en el Nuevo Mundo”, su presencia efectivamente “acompañó a los españoles en cada legua del camino”. Si la creación del imperio portugués de ultramar proporcionó el impulso inicial para la empresa española en la Indias, sería el imperio romano el que ofreciera el modelo para que los españoles midieran sus logros.

Desde hacía mucho, los historiadores estaban al tanto de la presencia fantasmal de Roma rondando la aventura imperial española del siglo XVI. En sus momentos críticos, Hernán Cortés, el más ilustrado de los conquistadores, solía encontrar la adecuada alusión a los clásicos. Por su parte, sus seguidores, admiradores y defensores nunca dudaron en comparar sus hazañas con las de Julio César. Los propios conquistadores estaban seguros de haber sobrepasado los éxitos de los romanos. En su incomparable Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, escrita durante los últimos años de su vida tras haber participado como soldado en la Conquista, Bernal Díaz del Castillo señala con orgullo haber tomado parte en muchas más batallas y contiendas que en “las cincuenta y tres que los cronistas le atribuyen a Julio César”. Por otra parte, los frailes que llegaron a América a convertir a los pueblos indígenas, así como los funcionarios reales que vinieron a gobernarlos, encontraron en los clásicos analogías de gran utilidad para acometer su empresa, según luchaban por imponer las bendiciones de la cristiandad y la “civilización” a los pueblos bárbaros. Finalmente, la elección de Carlos de Gante, rey de Castilla y Aragón, a la cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico no sólo incorpora en la imaginería y terminología oficial un antecedente romano (además de una serie de paralelismos), sino que también sugirió a sus propios contemporáneos el hecho de hallarse a punto de presenciar un renacimiento de la “monarquía universal”.

A pesar de que estas menciones y paralelismos con los clásicos han sido asumidas hace ya tiempo por la literatura histórica, es poco el esfuerzo que se ha hecho para hacer una investigación sistemática de las fuentes utilizadas por aquellos que crearon y manejaron el imperio americano de España, y mucho menos de sus formas de lectura o interpretación. Este tipo de trabajo requiere la presencia de un estudioso con conocimientos de la Antigüedad clásica. El profesor de clásicos en la Universidad de Puget Sound David Lupher ha aceptado el desafío.12 Al hacer una lectura de los textos españoles provenientes del siglo SVI con la mirada de un especialista en la materia, el catedrático Lupher ha llevado a cabo una interesante y original contribución a nuestra comprensión de la historia de la conquista española y la colonización de América.

Hay que advertir que su libro Romans in a New World no es apto para quienes se rindan con facilidad. Si bien desarrolla una argumentación convincente, escrita con toda lucidez, inevitablemente depende de una lectura minuciosa de los textos, por lo que muchos podrán sentirse pobremente preparados para seguir al autor en su particular agon (para usar una de sus palabras favoritas). Sin embargo, para aquellos que se interesen por sumergirse en los debates ocurridos en España durante el siglo xvi en lo que se refiere a la aspiraciones de Castilla al título de Indias, o bien para quienes quieran saber más sobre los modos en los que la observación del ancho mundo a través de los clásicos acaba por afectar la visión del observador; en ambos casos, este es un libro indispensable.

Aunque el capítulo que inaugura el libro contiene una fascinante descripción de los usos de las analogías clásicas realizadas por conquistadores e historiadores de la época, una parte sustancial del libro está dedicada a la “controversia de las Indias”. Dicha controversia fue planteada en las aulas de la Universidad de Salamanca alrededor de 1530 por el teólogo neotomista Francisco de Vitoria y alcanzaría su punto más álgido durante el famoso debate de Valladolid ocurrido en 1550, entre el estudioso humanista Juan Ginés de Sepúlveda y el dominico “apóstol de los indios”, Bartolomé de las Casas (quien ocupa un lugar destacado en el texto de Hugh Thomas). En el corazón de este debate, que ha recibido enorme atención por parte de la investigación histórica, yacen las interrogantes relacionadas con el derecho de los españoles a conquistar y ocupar las tierras de otras gentes, así como el tratamiento que debían recibir las poblaciones indígenas que habían subyugado. Como ha sido señalado en numerosas ocasiones, ningún otro imperio ha sufrido tan larga y dura agonía sobre su derecho a ejercer dominio sobre otros.13

Bajo la percepción generalizada, esta controversia gira en torno a la aplicabilidad de la teoría aristotélica de la “esclavitud natural” a los habitantes indígenas de América. Lupher, sin embargo, realiza una poderosa argumentación para mostrar la famosa controversia como una disquisición en torno a interpretaciones antagónicas de los antecedentes históricos provenientes de la Roma imperial. A pesar de que su punto de partida es la cuestión jurídica de la soberanía global de Roma, junto con los precedentes que esto pudiera acarrear para el establecimiento de una monarquía española mundial, la controversia pronto pasa a incluir una revisión completa del carácter de la experiencia imperial romana, en la medida que, según Lupher, los participantes abusaron de la autoridad de los clásicos en su búsqueda de munición para lanzar contra sus enemigos. Así, Sepúlveda se mostró como un fanático partidario de las obras y virtudes romanas, mientras Las Casas era un enconado opositor de los romanos a quienes, en lugar de artífices de una misión civilizadora, consideraba como los verdaderos bárbaros que extendieron su dominio tiránico sobre gente inocente. ¿Qué clase de modelo era esto para España?

El meticuloso análisis que Lupher realiza de los densos textos escritos por Las Casas deja claro hasta qué punto el dominico poseía un extraordinario dominio de una gran variedad de fuentes clásicas.

Ahora, aunque Las Casas haya sido el más persistente y celebrado participante en el debate, existen muchos otros que también tomaron parte, algunos de ellos relativamente desconocidos hasta que Lupher vino a sacarlos de la oscuridad en la que se hallaban. Así por ejemplo, el estudioso enfoca su poderosa linterna sobre la figura del dominico dálmata Vinko Paletin. Siendo un hombre joven, Paletin participó durante cuatro años en la conquista de Yucatán y redactó una descripción acompañada de un diagrama de las ruinas de Chichén Itzá, donde decía haber encontrado inscripciones púnicas. La supuesta evidencia de que los cartaginenses poseyeron territorios en suelo americano sirvió para alimentar la creencia según la cual los romanos, como herederos de los cartaginenses, habían sido alguna vez los señores de las Indias. No obstante, otro manuscrito indica que Paletin ponía en duda sus conclusiones. Claro que, a diferencia de su compañero dominico Las Casas, Paletin se mantuvo siempre como declarado admirador de Roma.

La exhaustiva indagación realizada por Lupher en torno a las contribuciones a la polémica de las Indias, tanto publicadas como no publicadas, lo conduce a una sección final del libro sumamente sugerente, donde describe el modo en que la controversia sobre el carácter del legado imperial de Roma acabaría por influir en la percepción del pasado español. Estableciendo paralelismos entre la invasión española de las Indias y la invasión romana de España, Las Casas y sus partidarios dieron pie a una revisión del papel de los antiguos iberos, quienes resistieron heroicamente a los romanos durante el sitio de Numancia, para luego ser obligados a realizar trabajos forzados en las minas del sur de España, de la misma manera que los indios estaban siendo obligados a realizar trabajos forzados en las minas de Perú. Tal vez, tras todo lo expuesto, los verdaderos ancestros de los españoles modernos no fueron los conquistadores y colonos romanos sino los iberos.

La sección final del libro de Lupher proporciona una valiosa demostración de cómo, con el paso del tiempo, los acontecimientos en el Nuevo Mundo acabarían influenciando la percepción que los europeos tenían de su propia civilización y cuestiona la validez del modelo interpretativo clásico al que habrían echado mano en su intento de hallar una explicación a la sorprendente variedad de pueblos y civilizaciones descubiertas en sus viajes de ultramar. Con ello se sienta una conclusión adecuada a un sólido trabajo de estudio, capaz de proporcionar nuevas ideas desde una perspectiva novedosa en torno a la forma en que los antiguos europeos se percibían a sí mismos y al “Otro”.

En un trabajo tan exhaustivo, resulta extraña la omisión de un análisis de la palabra “colonia” y de las formas en que la fundación de colonias en la antigüedad clásica puede haber influenciado la actividad colonizadora de los primeros españoles y europeos modernos.14 Originariamente, el colonus romano era un simple granjero que cultivaba la tierra. La palabra también comenzó a emplearse para designar a los miembros de las colonias, asentamientos de inmigrantes formados por soldados veteranos a las afueras de Roma, y posteriormente en el resto de Italia. Con todo, el empleo original persistió, no sólo asociado a los granjeros que actuaban como propietarios, sino incluso con aquellos que fueron sometidos a trabajar la tierra. Es probable que, debido a esta connotación peyorativa, durante la rebelión de los pobladores de La Española contra el gobierno de Colón, decidieran rechazar el nombre de colonos, insistiendo en el hecho de que ellos eran propietarios de sus casas, con todos los derechos que ello conlleva.

Un diccionario español de 1611 define colonia en la acepción romana como “porción de tierra ocupada por gentes de afuera, tomada a la ciudad que domina ese territorio, o traídas de otras partes.” Los territorios de España en tierra americana, no obstante, nunca fueron llamados “colonias” con anterioridad al siglo XVIII. Sólo hacia finales de este siglo, los ministros en Madrid comienzan, al menos entre ellos, a seguir la costumbre desarrollada por los ingleses de describir sus territorios americanos como “colonias”. Cuando el capitán John Smith escribía sobre “erigir una colonia”, los términos “colonia” y “plantación” eran intercambiables en la dicción inglesa y venían a significar una plantación de gente, tal como la colonia romana. Durante el siglo XVIII, sin embargo, la palabra comenzó a connotar el estatus de dependiente, en inglés, según el modelo de la provincia romana.

En la práctica, el “imperio” español diferiría del modelo romano en que, en lugar de tratarse de un imperio con provincias dependientes, era más bien un conjunto de territorios —cada cual con sus propias leyes, instituciones y privilegios reconocidos— que compartían filiaciones políticas en torno a una soberanía común. Los territorios americanos, a pesar de poseer estatus de subordinados en calidad de conquistas de Castilla y no como resultado de la unión resultante de una herencia dinástica, eran tratados como un complejo de distintos reinos y territorios que con el tiempo adquirirían sus propias leyes y ordenanzas. Indudablemente, las complicaciones de gobernar una monarquía global construida según estas líneas eran enormes, con lo que la efectividad de sus gobiernos dependía, en última instancia, de la competencia de los funcionarios reales que formaban parte de la burocracia imperial.

3.
Uno de los funcionarios más trabajadores y eficientes del siglo XVI fue Juan de Ovando, quien ocupa el lugar principal de un nuevo estudio de Stafford Poole,15 investigador independiente que ya tradujera y editara un texto de Las Casas y que también publicó una biografía de un arzobispo mexicano en el siglo XVI.16 Ovando, perteneciente a la misma familia extremeña de Nicolás de Ovando, cuyos éxitos en estabilizar el asentamiento infantil de La Española son narrados por Hugh Thomas, trepó por la escalera burocrática bajo el gobierno de Felipe II hasta convertirse en presidente del Consejo de Indias y del Consejo de Finanzas, así como en un extraordinario reformador. A él se debe el intento de ordenar la compleja legislación para el gobierno de las Indias que con el tiempo se había convertido en una maraña, para lo cual empleó un sistema de codificación. Entre sus numerosas reformas también hay que mencionar su actividad como instigador de los famosos cuestionarios diseñados para proporcionar un vasto caudal de datos que harían posible un gobierno informado de los territorios americanos por parte de España.

Desgraciadamente, a pesar de la meticulosa investigación realizada por Poole, se echa en falta bastante información personal sobre este funcionario real que ha sido objeto de interés histórico por largo tiempo. Con todo, Poole consigue emplear los archivos de forma provechosa para llevar a cabo una tarea que hacía rato se demandaba, y nos ofrece un análisis claro y fidedigno sobre la carrera y las actividades de este sobresaliente servidor del burócrata real, Felipe II. Como ministro responsable del gobierno de las Indias, correspondió a Ovando luchar contra las implicaciones derivadas de la campaña iniciada por Las Casas y sus acólitos en busca de justicia para los indios. Con este propósito, en 1573 emitió una serie de ordenanzas para los nuevos descubrimientos y poblamientos encaminados a evitar la repetición de las atrocidades cometidas. Dichas ordenanzas, explica Poole, “aún ocupan un lugar único en la historia moderna. Ningún otro imperio colonial llegó a tal extremo en la reglamentación de su expansión y en el cuidado por evitar cualquier acción en detrimento de las poblaciones indígenas.” Desgraciadamente, también se puede describir como un intento por cerrar las puertas del establo una vez que el caballo ya se ha desbocado.

Aunque Ovando era un administrador a la vieja usanza romana —en cuya biblioteca personal tenía, como todo funcionario real respetable, no sólo los correspondientes volúmenes de derecho romano, sino algunas obras de los grandes clásicos—, también era un administrador con conciencia cristiana. Precisamente, serán la defensa de la fe cristiana y la difusión de los beneficios del cristianismo entre los pueblos paganos lo que proporcione a aquellos españoles que se habían inspirado en el modelo imperial romano la creencia de haber llegado más allá que los propios romanos. “Es obviedad que no ha menester de prueba alguna”, escribía un jurista español del siglo XVII, “en cuánto los españoles superan a los romanos, y cómo han hecho llegar a los indios leyes, costumbres y artes más saludables y provechosas, junto con otras muchas cosas que sirven para vida más humana y civilizada.”

No obstante, a medida que las nuevas generaciones de españoles comenzaron a lidiar, tal como Ovando, con la extensión de la misión civilizadora y con el gobierno de un imperio cuyos predecesores sólo se habían preocupado de expandir, las analogías con Roma comienzan a parecer cada vez más inquietantes. A comienzos del siglo XVII algunos comienzan a echar mano a las obras de Salustio y de Séneca, en un intento por averiguar si el país, corrompido por las clases ricas, correría la misma suerte que Roma en su descenso. Porque si Roma proporcionaba un modelo para la expansión y gobierno del imperio, también mostraba su decadencia y caída.

Hacia finales del siglo XVII, España y su imperio eran ampliamente percibidos como víctimas de un estado de decadencia terminal. Si el capitán John Smith y sus contemporáneos habían visto en España un modelo de inspiración, ahora los británicos le daban la espalda. Los modelos, además de ofrecer inspiración, también pueden servir como advertencia. A partir de entonces, se comienza a pensar que la posesión de colonias de ultramar por parte de España fue el origen de su caída, en la medida que significó el despoblamiento de la madre patria, así como la difusión de una serie de falsos valores surgidos de la idea de que la única riqueza verdadera era la plata de México y Perú. La explotación de las minas americanas, argumenta Sir Josiah Child en su A New Discourse of Trade (1693), ha ocasionado que los españoles “dejen mayormente de lado el cultivo de la tierra y la producción de bienes que en ello se origina…”

El imperio británico del siglo XVIII, a diferencia del español, fue ideado como un imperio basado en el comercio, no en la conquista.17 Como imperio comercial los británicos consiguieron un éxito espectacular, y la prosperidad y riquezas obtenidas no tardaron en alimentar la envidia de sus rivales. Entre ellos estaba España, donde la dinastía Borbón, que había accedido al trono en 1700, intentaba enderezar la torcida herencia recibida de sus predecesores de la casa de Habsburgo. Y ¿qué más natural para un reformador español del siglo XVIII que buscar un nuevo modelo de inspiración? Esta vez, sin embargo, en lugar de Roma, sería Gran Bretaña. La creación de un verdadero imperio comercial, con la consiguiente reorganización del gobierno de los territorios americanos y la explotación racional de los recursos en beneficio de la madre patria, aparecía como el único camino de salvación para una España atrasada y subdesarrollada.

El esfuerzo realizado durante el gobierno de Carlos III, entre 1759 y 1788, encaminado a revitalizar y modernizar España y su imperio de ultramar, es el tema principal de un importante estudio nuevo, Apogee of Empire,18 escrito por el profesor emérito de cultura y civilización española de la Universidad de Princeton Stanley J. Stein, junto con la antigua bibliógrafa para España y Latinoamérica de esta universidad, Barbara H. Stein. Ampliamente conocidos por su influyente libro The Colonial Heritage of Latin America,19 publicaron no hace mucho un volumen que antecede a Apogee of Empire donde se encargan de revisar los intentos reformistas borbónicos a comienzos del XVIII.20 Este nuevo volumen, a pesar de aparecer en forma independiente, de alguna manera viene a completar lo que podría ser considerado como un proyecto dividido en dos partes.

El trabajo de ambos es una contribución monumental a nuestro conocimiento y comprensión de los procesos internos del imperio español durante el siglo XVIII; proyecto para el que, como es el caso, se necesitan dos vidas completas dedicadas a la investigación. Los autores han desenterrado un montón de documentación y conocen hasta el menor detalle de la política colonial y comercial de España. En este texto, esa política puede ser seguida de memorando en memorando, según los ministros reformistas pugnaban por lograr una “modernización” en contra de toda clase de intereses personales y de la más cerrada oposición. En ninguna otra persona confiaría tanto como en los Stein a la hora de adentrarme en los pasillos del poder en Madrid durante el siglo XVIII, o bien para investigar las recesiones secretas de las casas mercantiles de Ciudad de México y Cádiz. Sin embargo, también se necesita resistencia para una labor así, porque el nivel de detalle que acompaña esta discusión es casi desbordante.

Si, en mi opinión, el primero de los volúmenes pecaba de lo que me parecieron anticuados prejuicios sobre la incapacidad de los españoles para adoptar la causa del crecimiento económico y encaminarse hacia una civilización moderna, Apogee of Empire no es tan condenatorio y en cierto momento reconoce la necesidad de tomar en consideración “el contexto dado por las condiciones y la inercia” del tiempo y del lugar. Esto lo convierte en un texto más equilibrado y convincente que el anterior. Al igual que los restantes libros reseñados en este artículo, posee el gran mérito de tratar a España y su imperio americano bajo un mismo marco. Además, cuenta con algunas piezas de colección, como el análisis de la destitución del ministro reformista de Carlos III en 1796, el marqués de Esquilache, mediante la combinación de revueltas violentas con una serie de intereses personales.

Las implicaciones de esta destitución para el futuro de las reformas introducidas por los Borbones fueron profundas, algo que los Stein siguen detalladamente a través de la historia de los esfuerzos realizados por el gobierno para incrementar los ingresos y liberar el sistema comercial monopólico con América. El programa reformista Borbón, inspirado en los éxitos ingleses y guiado por consideraciones “racionales” de maximización de los recursos coloniales con el objeto de devolver a España al lugar adecuado que le correspondía entre las naciones de Europa, es ampliamente criticado como responsable de socavar la estructura del imperio español de las Indias, lo que conduciría posteriormente a la independencia de América Latina. Claro que fueron los británicos, al volver la espalda al ejemplo ofrecido por los Habsburgo en España, quienes primero perdieron su imperio en América.

David Lupher nos recuerda que el teórico de la agricultura del siglo XVIII Arthur Young, ignorando la influencia ejercida por el modelo romano sobre España, escribiría lo siguiente sobre los días de apogeo del imperio español: “En la hora presente, contamos con su ejemplo para guía de nuestras creencias, en cambio ellos no tuvieron ejemplo que guiase su conducta.” Sólo cuatro años después de que fueran escritas estas palabras, las colonias británicas en América declararían su independencia. El imperio español, en cambio, superó la crisis ocurrida en las décadas de 1770 y 1780 y sobrevivió por otra generación más, hasta que la población mestiza, siguiendo el ejemplo de los colonos norteamericanos, se liberó de la madre patria. Trescientos años de imperio tocaban a su fin.

Si bien se trataba de un imperio con muchas falencias, en el mundo angloamericano existe una extendida ignorancia e incomprensión sobre los aspectos más positivos presentes en los éxitos de la España imperial. Una oportunidad para reconsiderar este balance fue ofrecida desde mediados de octubre del 94 en el museo de Arte de Seattle, que en asociación con el Patrimonio Nacional de España organizó la exposición “Spain in the Age of Exploration, 1492-1819” (España en la era de la exploración)21. Durante los últimos años, el Patrimonio Nacional ha realizado una destacable labor para la conservación, restauración y exhibición de la extraordinaria riqueza de los tesoros arquitectónicos y artísticos a su cargo y, tal como aclara el cuidado catálogo, la exposición ofrece una oportunidad única para contemplar muchos trabajos que jamás han sido exhibidos fuera de España.

Algunos de ellos aparecen como una verdadera revelación. Hasta hace poco, como lo demuestra un artículo de reciente aparición, se daba por descontado que “Hasta la llegada de los holandeses en la década de 1630, el Nuevo Mundo nunca había sido examinado de forma científica. Su flora y fauna nunca habían sido catalogadas; sus pueblos jamás habían sido descritos en forma sistemática.”22 Pues bien, uno de los cuatro grandes temas de la exposición es “La ciencia y la corte”. Así, en el ensayo que forma parte del catálogo titulado “‘El mundo es sólo uno y no muchos’: Representación del mundo natural en la España Imperial”, Jesús Carrillo Castillo da cuenta de la expedición científica encargada en 1569 por Felipe ii para estudiar la flora de México y Perú. Fue el mismo año en que Juan de Ovando envió su cuestionario para obtener una descripción de los territorios americanos, lo que testifica el interés de la corte por obtener información precisa sobre la enorme extensión de tierra gobernada por España.

La expedición fue comandada por el doctor de la corte, Francisco Hernández, quien nunca alcanzaría Perú. Sin embargo, pasó siete años en México realizando investigación y haciendo un enorme esfuerzo para clasificar su flora y su fauna, totalmente nuevas para los europeos. El resultado quedó reunido en un manuscrito de 16 volúmenes donde se describían más de tres mil plantas, cuarenta cuadrúpedos, 58 reptiles, treinta insectos y 35 minerales. Para mayor tragedia, este monumental trabajo fue destruido en un incendio ocurrido en el Escorial en 1671. Sin embargo, dos copias de las ilustraciones originales tomadas de otro manuscrito y presentes en la exposición dan una idea de la riqueza perdida.

Los otros grandes temas de la muestra son “Imágenes del imperio”, “Espiritualidad y mundanidad” e “Intercambio a través de culturas”, explorados en forma clara e informativa en los ensayos del catálogo. En un acercamiento vivo y sugerente al tratamiento de los retratos reales españoles, Sarah Schroth hace notar cómo los descendientes de Carlos v establecen una referencia directa con los retratos de la Antigüedad y del Renacimiento de los doce emperadores de Roma al hacerse retratar en armadura de batalla o en traje de victoria, sosteniendo el báculo de un general. Aunque técnicamente nunca llegaron a ser emperadores, el modelo ofrecido por la Roma imperial siempre estuvo a mano.

Al evocar algunos de los logros que acompañaron la adquisición española de su imperio americano, esta exposición que se extiende por tres siglos nos recuerda también su duración —una duración en algo comparable a ese imperio romano al que intentó imitar y superar simultáneamente—. Consciente del incentivo que ofrecía, así como de la advertencia que planteaba la Roma imperial, el imperio español desarrolló sus propios mecanismos de supervivencia, que le fueron perfectamente útiles durante un largo periodo. Los ejemplos, ya sean buenos o malos, no son guías infalibles en la política. Sin embargo, quienes se consideran a salvo de los procesos históricos de auge y caída de un imperio, con toda probabilidad se darán cuenta de que es la historia la que tiene la última palabra. –
     

— Traducción de Pedro Donoso
     © 2004 nyrev, Inc.

 

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