España padece dos crisis: una internacional y otra nacional. Por supuesto, aquella repercute sobre ésta, y por tanto, de hecho, las dos crisis son una. A pesar de todo, quiero decir, a pesar de que, materialmente, sólo padezcamos una crisis –de modo semejante a como sólo padecemos una fiebre, aun cuando se hayan sumado para provocarla el paludismo y la gastroenteritis–, viene bien mantener vivas las diferencias desde un punto de vista analítico. Uno: es claro que nos afectan las mismas cosas que están perjudicando a las restantes economías desarrolladas. Dos: incluso en el caso de que no hubiese ocurrido nada por ahí fuera, habríamos experimentado dificultades. Más tarde, sí, y menos violentas, pero serias. Varios indicadores relacionados señalaban que el modelo de crecimiento español, basado en los tipos bajos del euro, el aumento del consumo interno, la inmigración desmedida, y la burbuja inmobiliaria, había empezado a tocar techo. Acumulamos una deuda exterior gigantesca, especialmente en el sector privado; no se había conseguido, antes de que ingresáramos en una sazón deflacionaria, eliminar el diferencial de inflación que nos ha hecho siempre menos competitivos que los países nucleares de la Unión Europea; y la productividad continuaba descendiendo respecto de la media de las economías desarrolladas.
Se trata, como digo, de indicadores relacionados, o de reflejos de una misma fragilidad. ¿Qué nos pasa? En rigor, que estamos menos educados, industrial e institucionalmente, que las naciones realmente desarrolladas. Por supuesto, hay cosas que hacemos muy bien. Nuestro sistema bancario, al menos en su mitad estrictamente privada, es ágil y competente; varias de las mejores escuelas de negocios del mundo son españolas; y la industria turística española está entre las competentes, aunque haya iniciado acaso una fase de declive. Pero conviene proyectar estos éxitos sobre un fondo menos halagüeño. Nuestra universidad, en promedio, es muy mala; no se ha logrado montar un I + D digno de tal nombre, y arrojamos cifras pobres en lectura, así de libros como de periódicos. Entre una cosa y otra, resulta que el valor añadido de nuestro trabajo es tenue. No se explica de otro modo que España, con una contracción del pib inferior a la de Alemania, haya perdido, al contrario que aquel país, millones de puestos trabajo. Conviene señalar, por cierto, que la baja cualificación de la mano de obra no es el único factor que opera en la proporción desfavorable entre la contracción de la economía y el desempleo. Otro factor coadyuvante es un mercado de trabajo perverso. Los empleados se dividen, simplificando mucho, en dos categorías: quienes son acreedores de indemnizaciones por despido muy altas, y quienes padecen contratos basura. Los últimos nutren en masa las filas de desempleo cuando la economía flojea. A corto plazo, claro. A la larga, todos calvos.
Lo último apunta a nuestras carencias institucionales. Y nuestras carencias institucionales apuntan, a su vez, a la mala educación de la clase política, la cual presupone, y con tiempo alimenta, la mala educación de los españoles en general. Esto se ha puesto de manifiesto, con ribetes casi cómicos, durante los últimos meses. La ministra Salgado afirmó que el despido, en España, era barato. Y adujo, como prueba, el rápido crecimiento del paro. Si despedir hubiese sido difícil, no se habría despedido a tanta gente. Esto es una verdad, por así llamarla, parcial, basada en lo que se acaba de decir hace un momento. Esta verdad, emitida en la onda en que la divulgó la ministra Salgado, es un disparate. Sugiere que la mejor manera de prevenir el paro es hacer económicamente inviable para el empresario el despido de sus empleados. Imaginemos, estirando el argumento ad absurdum, que hubiese que desembolsar un millón de euros cada vez que se despide a un trabajador. Ocurrirían entonces dos cosas. Primero, que en las fases bajas las empresas quebrarían en cadena. Segundo, que sólo los empresarios surrealistas se atreverían a emplear a un nuevo trabajador.
El pensamiento de la ministra Salgado presenta trazas de coincidir, y lo último debería preocuparnos, con el del presidente Zapatero. Antes de la canícula, Zapatero convocó a la patronal y a los sindicatos bajo la consigna siguiente: el gasto social es intocable y no se hará nada que los sindicatos no quieran. En teoría, los sindicatos son organizaciones de las que los trabajadores se valen para defender sus intereses. En la práctica, los sindicatos son lobbies con cientos de miles de liberados que viven, indirectamente, de las rentas públicas, o mejor, de la contribución involuntaria de los empresarios. Su nicho ecológico no es la empresa, entiéndase, el lugar preciso en que se determina la supervivencia económica de un país, sino la política a gran escala. Los sindicatos controlan una parte de los salarios a través de convenios colectivos. En consecuencia, mientras el gobierno no acuerde lo contrario, será difícil, muy difícil, que los salarios en su expresión sindical se ajusten con agilidad al estado real de la economía. La pesada maquinaria sindical, heredada del franquismo, ha entrado en conflicto, en ocasiones numerosas, con el partido que el azar puso en el poder. Los sindicatos le hicieron una huelga general, con éxito, a Felipe González, y otra, sin éxito, a Aznar. En este momento, sin embargo, los sindicatos son el principal aliado del gobierno junto a los actores. Como no podía ser de otra manera, el encuentro entre la patronal y los sindicatos acabó como el rosario de la aurora. Era inimaginable que una organización no enchufada en la práctica al proceso productivo, y que goza de regalías innumerables, se prestase, sin la presión del gobierno, a recortar sus expectativas y echara una mano en la reforma del mercado laboral. Zapatero constató que era de izquierdas y arremetió contra los empresarios. Al presente, no hay un plan. Sólo la esperanza de que los acontecimientos, de alguna manera, se vayan enderezando.
Me he centrado en este episodio, porque en él se resumen algunos de los rasgos que inducen a mirar con reserva el futuro de nuestro país a medio plazo. De un lado, subsisten muchos de los reflejos que padecía España en su etapa franquista: dirigismo, rigidez, prejuicios ideológicos antiliberales. Del otro, nos encontramos con que estos reflejos, o el síndrome que conforman, se verifican en una sazón nueva, más complicada. Tenemos que competir en el exterior y, no menos importante, tenemos que evacuar nuestras dificultades en un régimen democrático. En la etapa franquista, los asuntos de Estado se ventilaban en el sagrado de El Pardo o de sus estribaciones oligárquicas. Ahora intervienen los partidos, y las posiciones se formulan en la plaza pública. Esto es bueno, pero puede hacerse peor o mejor. ¿Lo estamos haciendo bien? ¿Los agentes políticos y los medios de comunicación están funcionando como sería de desear? ¿Es aceptable el nivel de la opinión pública? No estoy seguro. A Ortega le gustaba hablar del “nivel vital” de una nación. Analogías biológicas a un lado, hay algo de verdad en eso del nivel vital. El rendimiento de un país suele ceñirse a un patrón genérico: la industria, la universidad, los diarios, las instituciones tienden a apuntar hacia abajo o hacia arriba, como si formaran un frente. El caso no obedece a un misterio metafísico. Sucede, más bien, que los estándares sociales están comunicados. Los estándares van aparejados a actitudes, y las actitudes son difusas: afectan al comportamiento de los hombres en todos los órdenes de la vida colectiva.
Lo confirma, en cierto modo, la deriva curiosa que ha experimentado el Estado de las Autonomías. Hasta hace cinco, seis años, el debate sobre el Estado de las Autonomías estuvo centrado en el problema de la disidencia nacionalista. Ahora, no son pocos los que han añadido a esa preocupación un escepticismo creciente sobre la viabilidad del modelo en sí; entiéndanme, del sistema luego de haber despejado de él la cuestión separatista. Primero se lanzaron repetidas advertencias sobre la fragmentación del mercado, o la creciente resistencia de los españoles a cambiar de residencia y la consiguiente rigidez en la creación de empleo. Luego, la cuestión ha estallado en pleno proscenio, a propósito de la fusión de Cajas de Ahorro. Las recomendaciones o iniciativas del Banco de España tropezaron con la oposición numantina de toda la clase política. Esto es grave porque revela una tendencia, y, al tiempo, un desorden orgánico en los asuntos españoles. La tendencia es a la creación de centros de poder locales, incompatibles con la holgura de movimientos que asociamos a un Estado moderno. El desorden consiste en que esa tendencia ha cobrado cuerpo en un Estado muy desarrollado socialmente, y en el que, por consiguiente, las corrientes redistributivas son intensas. ¿Cómo conciliar los dos movimientos? Expresado en términos más atenidos a la actualidad política: ¿cómo resolver el sudoku de la financiación autonómica?
No tenemos respuesta. Mejor: no esperamos una respuesta de ninguno de los dos grandes partidos. Pero esto, siendo importante, no es lo que me interesa discutir aquí. Me urge más echarle un tiento a algo más profundo, de carácter moral y cultural. Les relataré un suceso que me ha ocurrido este verano. No veo televisión en absoluto, salvo alguno días de agosto, cuando las vacaciones me descolocan y descubro que me sobran las horas, sobre todo las horas a deshora. Las horas fuera de sitio que van goteando, como de un grifo mal cerrado, durante la madrugada. El caso es que me cayó en suerte asistir a la recopilación de los mejores gags del programa de Buenafuente, el presentador estrella de La Sexta. Uno de los números fuertes estaba protagonizado por el señor Revilla, presidente de la Comunidad Autónoma de Cantabria. El señor Revilla no había acudido al plató para hablar de política, sino para competir con otros cómicos. Esto, si bien se mira, es estupefaciente. No señala sólo un descenso de nivel asombroso según se transita de la política nacional a la regional, sino, en paralelo, un cambio de mentalidad. La política regional genera criaturas, y probablemente responde a intereses informulables desde la perspectiva del decoro político convencional. Ello se deja ver a través de distintos registros. Empecemos por el económico. Uno de los motivos que entorpecen en España el control de gasto público es que éste se canaliza a través de las autonomías, y sirve, de paso, para comprar votos. Votos bien contados, votos provenientes de personas que el formato reducido de la política autonómica permite conocer con precisión azorante. Sigamos por lo puramente político. La prensa, en España, es tanto más libre cuanto más anchurosa es su jurisdicción, o lo que es lo mismo, cuanto más emancipada se encuentra del poder local. Puede decirse que, en algunas comunidades, no hay prensa libre, salvo la proveniente de Madrid. Concluyamos con lo antropológico. Para echar buen pelo, políticamente hablando, en ciertas regiones, se requieren cualidades que suscitarían cierto sonrojo en ámbitos más capaces.
Me aburre soberanamente plantear estos asuntos en los términos abstractos que suministra la filosofía política. Es perfectamente verdad, en teoría, que la federalización del Estado aproxima la administración a los ciudadanos. Es perfectamente verdad que autoriza, en teoría de nuevo, un uso más eficaz de los recursos. Es perfectamente verdad que potencia, sobre el papel, el ejercicio de la democracia. Pero todas estas verdades teóricas, son eso, teóricas, y no sirven, por sí solas, para comprender lo que pasa en la práctica. Durante los últimos años se han escrito tesis y libros competentes sobre la debilidad del Estado liberal español, sobre su aparición tardía, experimental, e incompleta. El caos reinante en las autonomías respalda estas averiguaciones eruditas. Reemergen discursos, gestos, vicios que creíamos extintos desde hace un siglo. El fenómeno es altamente complejo, lo bastante para que no quepa hablar de un atavismo, de una vuelta atrás. Más justo sería recuperar un neologismo spengleriano: el de pseudomorfosis. Las estructuras sociales modernas, así políticas como económicas o morales, han crecido sobre un fondo viejo, no moderno, y adoptado por lo tanto formas incongruentes. Es posible que estemos asistiendo a una crisis de crecimiento. Es lo que probablemente esté sucediendo. Pero tampoco es excluible que estemos presenciando un fracaso, al menos, un fracaso parcial.
Habrá observado el lector que este artículo no va, precisamente, de economía. Y es que no soy economista, ni aun por aproximación. Letras Libres tuvo la deferencia de encargarme su redacción porque confiaba, por así ponerlo, en mi sentido común. Omitiré por lo mismo diagnósticos formulados en lenguaje técnico, o pronósticos sobre al evolución del sistema crediticio o del sector exterior o de la evolución a corto plazo del pib. No eludiré, porque es ineludible, el contencioso de una gran crisis fiscal. Si persiste durante dos años el crecimiento de deuda pública, el Estado podría encontrar dificultades agudas para colocarla en los mercados internacionales, y las cosas se pondrían muy delicadas. En el peor de los escenarios, habría que salir del euro. No se sabe cómo se haría eso. Y se sabe que sería horrible, política y moralmente. El argumento que más se escucha para considerar la eventualidad imposible, oscila entre la lírica y la real politik. Los realistas dicen que no ocurrirá porque la Unión Europea no puede permitirse abrir ese portillo; los líricos afirman que no es concebible porque el solo hecho de concebirlo produce ya un dolor insoportable. Pero hay que hacer algo, más allá de la lírica o del realismo milagrero, y nadie conoce qué demonios se hará. La esperanza de un recorte del gasto público, con Zapatero al mando en La Moncloa, es improbable; una subida de impuestos agravaría la recesión; y lo del nuevo modelo de crecimiento vendrá dentro de algunos años, siempre y cuando se adopten antes, y no se están adoptando, las medidas oportunas.
Es el momento de hablar de otra criatura fabulosa y genuinamente increíble: la de la economía sostenible. El diario El País, a principios de septiembre, recordaba que Zapatero, en un mitin en Dos Hermanas, garantizó durante las elecciones europeas el nacimiento del ente. Lo garantizó en los mismo términos en que se garantiza la creación de un Parador Nacional: aquí y a la vuelta de un año. Corría el mes de junio, y Zapatero, caliente ya la boca, agregó que la botadura se verificaría, sí, en Dos Hermanas, en un consejo de ministros que tendría lugar allí en agosto. No han vuelto a tenerse noticias de esa promesa voluntariosa. Sí se ha conocido que se trata de una consigna, sin chicha dentro. A las terminales de los ministerios llegaban faxes con la exigencia de ideas para dotarla de contenido. Todo esto es una broma que se resolverá en la proliferación de molinillos de viento –una fuente de subvenciones para los ayuntamientos– y en la negativa a implantar energía nuclear. Hasta que España no suba un escalón y aprenda a ser más productiva, sólo quedan el realismo, apretarse el cinturón, y ordenarse socialmente. Y la cosa no es sencilla. Exige, de parte del Gobierno, sentido de responsabilidad. Y por el lado de la oposición, concebir la política como algo más que un ejercicio malabar para ganar las elecciones. Un pacto entre los dos partidos, un pacto de mínimos, pero leal, emanciparía a ambos de la tendencia a prevalecer sobre el otro agraciando a los distintos colectivos con promesas imprudentes. Mientras sigan trabados en una lucha agónica, y sobre todo, con la mira puesta en arañarse votos de aquí a la siguiente encuesta, la política democrática persistirá en su expresión más baja: que es la de atraerse la buena voluntad de cada elector potencial con recursos extraídos, bien de otros electores, bien de los electores del futuro. El portentoso zigzagueo entraña, en rigor, una estafa. A esto, los antiguos lo llamaban demagogia. Ahora se llama de otra manera. Entre iniciados en la brega política, a cencerros tapados, se usa una expresión desgarrada: “mojarse el culo”. Y se invoca ese ejercicio acuático, y eso es lo malo, como un mérito. El que no se moja el culo, es un idealista. Esto es, un soplagaitas.
En alguna ocasión he comparado la crujía que ahora atravesamos con que la que vivió el país tras la muerte de Franco. Existe, entre aquella situación y la actual, una asimetría importante. La muerte del dictador planteó, en esencia, un problema técnico, con ribetes diplomáticos. De diplomacia interna, quiero decir. ¿Cómo evitar una intervención del ejército? ¿Cómo impedir que la extrema derecha se echara al monte? ¿Cómo uncir a la izquierda a un proyecto democrático-liberal? Se trataba de cuestiones importantes, si bien de detalle; de detalle en el sentido de que los objetivos estaban claros. Los objetivos eran la democracia, Europa, y la modernización de España. Ahora no estamos en ésas, sino en lograr que funcionen de verdad, o siendo más precisos, que resistan la usura del tiempo y las turbulencias de la historia, nuestra inserción en Europa, la democracia, y la administración de las cosas en clave moderna. Los desafíos de la Transición fueron, en fin, de naturaleza política. Los de ahora son culturales, en la acepción más honda de la palabra. Interesan al uso de las instituciones, no a su introducción formal, y son en consecuencia, además de culturales, económicos y políticos. La gestión excepcionalmente incompetente de los sucesivos gabinetes de Zapatero ha acentuado las tensiones y extremado las dificultades. Pero las disfunciones españolas arrancan de más atrás, sin excluir las dos legislaturas aznaristas. Con Aznar, en efecto, se monta el modelo económico que ahora ha entrado en crisis: tipos bajos, crecimiento muy basado en la inmigración, especulación inmobiliaria a gran escala. Los socialistas no sólo heredan el modelo, sino que lo exacerban y explotan después de que haya empezado a hacerse sentir la fatiga de materiales. Algunas cosas, como los tipos bajos, son indisociables de la adopción del euro. Pero esta novedad, tan extraordinariamente positiva en aspectos varios, exige una cautela y una pericia en los comportamientos superior a la desplegada por los españoles. Las familias se han endeudado en poco tiempo en proporciones masivas, a costa, sobre todo, del ahorro exterior. Hace un año éramos el país del mundo con más deuda exterior per cápita, después de Islandia. El chorro de dinero tomado a préstamo se ha vertido en parte en inversiones, pero también, en dosis gigantescas, en consumo. Se ha padecido una especie de fiebre, tanto más explosiva cuanto que la riqueza súbita, o su espejismo, acometían a una población sometida a cambios vertiginosos en todos los órdenes de la experiencia. España ha experimentado un subidón con ribetes carnavalescos. Guardo dos recuerdos muy precisos, que me marcaron infinitamente más que las especulaciones académicas.
En febrero del 2004, unos días antes de que se produjera la tragedia del 11-M, hice un viaje por el Maestrazgo, en compañía de mi familia. El Maestrazgo es una comarca demográficamente desolada, donde los pueblos están reducidos a cascotes o en trance de reconstrucción. ¿Qué tipo de comercio prosperaba más en esas villas donde apenas se habían juntado dos ladrillos desde los tiempos del general Cabrera? Las delicatessen, atendidas con frecuencia por señoritas cubanas. Había algo absurdo, desaforado, en esa superposición brusca entre un pasado geológico y los trends últimos del consumismo conspicuo. Al cuarto día, que era también el de la vuelta a Madrid, empezaron a caer pesados copos de nieve. Me aconsejaron en el Parador de Alcañiz que volviese por la general de Zaragoza. Lo sensato hubiese sido recogerse en la capital por lo derecho, pero mi guía recomendaba un restaurante de La Almunia de Doña Godina y cometí la imprudencia de hacer estación en el pueblo para comer allí. Era tan intensa la nevada que apenas si se vislumbraban las casas. Mal que bien, localicé el restaurante. Resultaba sorprendente, a ojo de buen cubero, que ése, el restaurante entrevisto tras la cortina de nieve, fuese un restaurante recomendable en una guía seria. El edificio respondía, por su cara externa, a los tugurios de carretera que proliferaron por nuestro país en los sesenta y principios de los setenta: fábrica de ladrillo color vómito, endeble y de mala calidad. El bar con que se topaba uno al entrar no corregía la sensación anterior. Un mostrador corrido de formica, y un suelo salpicado de servilletas de papel arrugadas. Sólo desentonaban las camareras de detrás de la barra: dos rubias con el cutis nácar, extraordinariamente bonitas. Comprobé que hablaban con acento extranjero, probablemente del Este. Una escalera de caracol, sí, de caracol, conducía al visitante al comedor, habilitado en un sótano. Conforme se bajaban los escalones, iba cambiando la ecología del local. Penetraba uno en un ambiente de reflejos púrpura y verde clorofila, vagamente reminiscentes de las luminotecnias discotequeras. Me asaltó una sensación incipiente y difícil de definir. Cuando nos vimos atendidos por otras tres bellezas, de cutis perlino y acento también extranjero, comprendí en qué pensaba. Pensaba en Pinocho en la Isla de las Golosinas, de Walt Disney. Habíamos ingresado en un mundo abundante y de fábula, por completo distinto del vulgar e invernizo de la superficie.
La comida fue excelente. Había aparejada, a dos metros de nuestra mesa, una mayor, destinada, era claro, a unos comensales que no acababan de venir. Vinieron. Eran vinateros del lugar, de edad mediana o más que mediana, aspecto rudo y fuerte dejo aragonés. Tendí el oído. Durante la primera media hora, abundaron en consideraciones técnicas y comerciales sobre el cultivo de la uva. Luego, pasaron a hablar de gastronomía. Eran todos gourmets. Uno se declaraba incapaz de comer piña tropical, como no fuera traída en avión desde Las Antillas; otro recomendó el rodaballo a la parrilla que ofrecían en una casa de comidas de una localidad soriana próxima. De nuevo, volvían a no encajar las piezas. Durante el infierno que fue el retorno a Madrid, con camiones despanzurrados entre la nieve a la vera de la carretera, me declaré incapaz de llegar a una conclusión. Había comido bien, me habían servido bien, y los vinateros parecían competentes en su oficio. Pero todo eso se había producido en un espacio dislocado, como el de las pinturas cubistas. Cincuenta años de vida me habían preparado a esperar una lógica, una trabazón en las cosas, que ese espacio me negaba. Podía ser que estuviese haciéndome mayor. Pero podía ser también que mi país estuviese volviéndose loco.
Mi segunda experiencia, ocurrida tres años después, e igualmente en Aragón, me decantó hacia la segunda hipótesis. También a mitad del invierno, decidí, arbitrariamente, pasar tres días en Zaragoza con mi mujer. Fui a un hotel grande, construido otra vez con el mal gusto de los setenta. El restaurante del hotel se había especializado en una gastronomía de fusión: de fusión entre la cocina aragonesa de rompe y rasga y la experimental de Ferrán Adriá. Esto era ya bastante extraordinario. Corría la noche de un viernes y el local estaba lleno de gente. A nuestras espaldas se sentaron dos matrimonios zaragozanos, maduros y de aire opulento. Les atendió el maître, un aragonés florido cuyas mejillas recorría una barba extravagante, en figura de espiral. El maître parecía haber extraído su empaque de maître de esas películas americanas en que los camareros intimidan a la chica intercalando en el recitado del menú palabras en francés. Aquí, sin embargo, el acento no era francés. Era bronco e inequívocamente local. Los clientes querían champagne. El maître declinó, con displicencia, el Don Perignon, y les recomendó una marca, muy exclusiva, que extraía su zumo de dos hectáreas, digo bien, dos, que se cultivan en no sé qué comarca francesa. Estaban orientadas a poniente, lo que imprimía al champagne un bouquet inconfundible. En cierto instante, el maître se relajó y se puso a hablar a los matrimonios de tú.
Esto, lo repito, a mis espaldas. Al tiempo, del otro lado, se desarrollaba un acontecimiento inaudito. Lo recuerdo con la precisión que asiste a las alucinaciones. Pero no era una alucinación. Era todo verdad. Al sentarnos en la mesa habíamos notado, como de refilón, a una pareja más o menos joven. Cuando hay mucha gente, las personas son bultos que recorren la periferia de nuestro campo visual y se pierden pronto en el anonimato. No sé cómo, recuperé a la pareja mientras peroraba el maître. La mujer mediaba entre los treinta y cinco y cuarenta años. El hombre era más joven. El sitio, la hora, el día de la semana, invitaban a pensar en una cita de dos personas que salen juntas a divertirse. La actitud de ambos, sin embargo, correspondía más a colegas, a compañeros de trabajo. No era lo único incongruente. El varón llevaba una de esas camisas, estampadas y que parecen hechas de papel cebolla, que gastan muchos inmigrantes del Este. Pero era español. Ella era también española, y, evidentemente, el elemento dominante. Quizá fuera su jefa. De pronto, nos llegó un retazo de conversación, o mejor, el retal de una frase cuyo comienzo no habíamos podido oír:
–… mondo y lirondo –dijo la mujer.
–¿Qué significa “mondo y lirondo”? –preguntó el joven.
–Significa “sensitivo”–replicó la mujer. –En el joven hubo un tímido gesto de rebelión:
–Pero mondo… ¿no viene de “mondar”?
–Significa “sensitivo” –atajó, autoritaria, la mujer, y la conversación volvió a confundirse con la algarabía de fondo del restaurante.
Lo más extraordinario, para mí, es la aparición de “sensitivo”, un término que el DRAE recoge pero que la mujer, sin duda, había tomado del inglés. Una profesional de Zaragoza, o de donde fuere, mezclaba un español vetusto con un adjetivo de importación cuyo significado acaso desconocía, y seguía carretera adelante, con la alegría jaquetona de una mula que hace sonar los cascabeles de su collarejo. Este fabuloso desconcierto tiene que significar algo. Este fabuloso desconcierto es, también, típicamente español. De la España del momento, quiero decir. España ha dado un salto en un plazo asombrosamente breve. Entre los quince últimos años del franquismo, y los treinta largos de democracia, ha pasado, de ser un país rural y católico, o regido por una retórica ultracatólica, a ser un país ultramoderno. Yo he conocido, teniendo ya uso de conciencia, es más, no mucho antes de entrar en la universidad, una España muy parecida al mundo arcaico que Simenon describe maravillosamente bien en la Veuve Couderc. Pero la Veuve Couderc está ambientada en la Francia de finales de los treinta –se publica en 1941, poco antes que L’étranger de Camus. ¿Es posible crecer tan deprisa sin que se le desparramen a uno los miembros? ¿Es España, como me pregunté hace un rato, un país realmente desarrollado? Lo vamos a comprobar sobre la marcha, y de aquí a dentro de no mucho. ~