Geologías franquistas

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Permítanme abrir fuego haciendo un experimento imaginario. El experimento consiste en escribir en un papel la pregunta “¿Qué derecha conviene a España?”, y entregar el papel, sucesivamente, a un representante ideal de la derecha y de la izquierda españolas. El calificativo “ideal” debe tomarse aquí en una acepción predominantemente estadística. El destinatario de la pregunta no ha de ser experto en los tejemanejes de la política práctica, ni tampoco demasiado ignorante. Basta con que siga la actualidad a través de los periódicos y mantenga sus confusiones en materia histórica o filosófica dentro de límites razonables. Un médico, un maestro, un empresario no enteramente desprendido de la lectura o un catedrático de filología entrarían en el perfil que quiero atribuir a nuestro hombre cobaya. No lo harían, por defecto, un actor, un torero o una miss España. Tampoco lo haría, ahora por exceso, un catedrático de Derecho Constitucional o Administrativo. Bien, hagámonos la cuenta de que se ha entregado el papel con la pregunta y se ha recibido la respuesta correspondiente. Mi hipótesis es que el hombre diestro contestaría que se necesita un partido de derechas que sea moderno y sepa ganar las elecciones. Y el de izquierdas diría que lo que conviene a España es una derecha que sea también moderna, y que no gane nunca las elecciones. Nos encontraríamos por tanto con que, dentro de la discrepancia, existe una concordancia: me refiero… al sentimiento de que la derecha española está afectada de un déficit de legitimidad. A la derecha le falta algo para estar a la altura de los tiempos. Sufre una carencia, una disfunción misteriosa. El diagnóstico, enunciado desde la izquierda, se extiende con frecuencia a un dictamen más duro y más inhabilitador: la derecha integraría no más que la supervivencia del franquismo en un medio civil que se ha hecho democrático por la inercia de las cosas, más que por la voluntad sincera de la propia derecha. El cuadro clínico se complica algo más cuando se examina el asunto desde el otro lado. La derecha tiene la impresión de que le ha tocado recitar su papel en un guión cuyo autor es la izquierda. Y se siente incómoda y, en parte, estafada. Pero no se rebela, o no lo ha hecho por lo menos hasta el momento. En el terreno constitucional, ha sido más escrupulosa que la izquierda. Y en el moral ha asumido roles diversos y en gran medida contradictorios. A veces, imita a la izquierda. Otras, se refugia en actitudes cuya raíz remota debería indagarse en el pasado católico de España. Y con frecuencia se declara liberal, liberal acérrima, aunque más de dientes afuera que de modo consecuente y verdaderamente sentido.

Aristóteles definió al hombre acudiendo a dos fórmulas fabulosamente distintas: como “animal racional” y como “animal bípedo”. Sugiero que enriquezcamos la taxonomía aristotélica añadiendo, al género “animal”, una diferencia nueva: “teatral”. El hombre es un animal teatral, en el sentido de que concibe el mundo como un escenario y a sí mismo como un personaje dentro de una obra dramática. El hombre, en fin, necesita tener ideas sobre sí. Estas ideas, por lo común, son estrafalarias, de donde se deduce que el hombre es una criatura que se mueve estimulada por autorrepresentaciones casi siempre erróneas. Tal ocurre con nuestra izquierda y nuestra derecha, por las razones que a continuación examino.

Los cuarenta años de dictadura suprimieron radicalmente a la izquierda española, por dos causas. La primera es escuetamente material: el exilio, la cárcel o el paredón de fusilamiento eliminaron, después de la guerra, a los españoles de izquierda como agentes políticamente activos. La segunda causa es económica. El franquismo constituyó un éxito económico enorme pasados los años de penuria. Entre 1960 y la muerte del general, el país creció a una tasa media anual de más del siete y medio por ciento. En 1976, España logró una convergencia con las naciones europeas más ricas que no se restablecería hasta bien entrados los noventa. Es cierto que la estructura económica del franquismo obedecía a pautas en cierta medida obsoletas; es verdad, igualmente, que se crece más deprisa cuando se parte de muy abajo que cuando se está arriba. Pero la segunda mitad del franquismo fue un éxito económico innegable, y la mejora experimentada por una población que conservaba viva la memoria del hambre y la escasez, mucho mayor, en términos relativos, que cualquier cosa conocida más tarde, incluidas las opulencias de última hora. El caso es que, hacia 1968 –escojo la fecha adrede–, no existía en España izquierda, quitando al pc –naturalmente, ilegal. El Partido Socialista se había desvanecido sin dejar rastro, ídem de ídem la ugt, y el español común aceptaba el franquismo como una fatalidad geológica y se dedicaba, más que nada, a prosperar.

Al tiempo, el Régimen estaba moralmente vacío. Se le daba un toque y sonaba a hueco, como los decorados de cartón de la ópera. El Régimen era un tinglado para la preservación del orden público, y su fuente de legitimidad –la Victoria– una garantía de que España no podría integrarse de pleno derecho, mientras Franco siguiera en pie, en Europa, percibida como un destino envidiable. La noción de que Franco era irreproducible, y que España sólo tendría recorrido si se daba a sí misma una forma democrática, operó por igual sobre las elites políticas y la población. Las primeras consensuaron la Transición; la segunda aceptó el esquema negociado sin meterse en honduras ni dibujos. El proceso es interesante y merece ser analizado con un poco de calma.

Para negociar, se necesita un interlocutor. Pero, hacia 1970, el único interlocutor auténtico era el pc clandestino, y con el pc no se podía negociar, por motivos obvios. Los interlocutores posibles, en esencia el socialismo, fueron tolerados, o perseguidos con clemencia relativa, por los agentes menos obtusos del Régimen, y a espaldas del dictador. Con el pc se ató cabos más tarde, y los ató Suárez, antiguo ministro del Movimiento. Simplificando al extremo: de la masa del franquismo, tanto en el plano político como sociológico, se generó la réplica que el propio franquismo precisaba para anularse a sí mismo en el plano simbólico y político y prolongar o permitir una serie de supervivencias personales en un medio completamente inédito. Esto, en lo que hace a la derecha. ¿Y la izquierda?

Un amigo mío, cuyo nombre no viene a cuento, y conspicuo durante los primeros ocho años del felipismo, me contó cómo había fundado el Partido Socialista en la capital de provincias en la que le había sucedido nacer. Lo fundaron tres o cuatro personas, muy jóvenes y todavía sin relieve profesional. En esa ciudad pervivían antiguos ugetistas, que se negaron a confesarse tales hasta que el psoe obtuvo un magnífico resultado en las primeras elecciones municipales. La misma persona me dijo que el sesenta por ciento de los diputados de la primera bancada socialista eran de derechas. No, por supuesto, con un pasado de militancia en la Falange o como procuradores en Cortes, sino en el sentido de que eran los hermanos pequeños en familias de irreprochable pedigrí franquista. A veces sus padres habían sido gobernadores civiles –no son escasos los ministros socialistas que cumplen esa condición; o sus hermanos mayores eran rectores de universidad, directores generales o presidentes de colegios profesionales. Cargos todos que, a finales de los sesenta, no se podían ejercer sin adhesión explícita a los principios del Movimiento. A los hermanos pequeños les había correspondido respirar otro clima y otras oportunidades. Y derrotaron hacia la izquierda. Sinceramente, sin duda, pero sin haber sufrido seriamente bajo la opresión de la Dictadura.

Así que casi todos los españoles somos hijos del franquismo, por la sencillísima razón de que el franquismo había durado cuatro decenios y que el dictador se murió en la cama. La izquierda actual insinúa, y en ocasiones declama, que la Transición se verificó en falso. La Transición, según parece, impidió la deseable Revolución. Es históricamente exacto que la Transición impidió la Revolución. Y es seguro que una izquierda que hubiese derribado a Franco habría sido muy distinta de la que tenemos. Lo que de ninguna manera se desprende de esto, sin embargo, es que la izquierda actual acumule títulos específicos para reclamar esa Revolución. La pretensión es contradictoria. Es como si una persona que entiende que ha recibido una herencia de modo fraudulento, reclamase ante los tribunales la revisión de su caso con objeto de recibir, exactamente, la misma herencia, con un pico de propina. Si hubo fraude –concepto mucho más ideológico que histórico–, el fraude envuelve, por igual, a izquierda y derecha. En esas estamos, y de esas no podemos salir sin engañarnos colectivamente.

Ello me devuelve a la derecha. El discurso de la izquierda, ese discurso que deslegitima a la derecha, ha impresionado enormemente a ésta. Hasta 1996, año en que Aznar gana las elecciones, la queja más oída en los medios diestros es que Felipe González estaba impidiendo el turno en el poder. Esto es técnicamente plausible, por desgracia. Cuando en 1993, por vez primera, el pp aparece como posible vencedor en las encuestas, el Gobierno saca al doberman en su campaña e invita a identificar a la derecha con el fascismo. Se trata de la imperdonable respuesta del felipismo tardío a la sustitución de Fraga, políticamente inerte, por un hombre que nadie conoce pero que inspira un sentimiento de peligro. Al tiempo, la propia idea decimonónica de “turnismo”, una idea extraída de la etapa liberal, aunque no democrática, en que los partidos progresista y conservador se sucedían de común acuerdo en el poder, delata una aprehensión imperfecta de lo que es el régimen democrático. La derecha ha renunciado al franquismo sin reservas mentales, y con el propósito, entendible, de no quedar apartada sempiternamente de la administración del Presupuesto. Pero sigue pensando en que la política se cocina mediante acuerdos entre notables, no apelando al voto ciudadano. El resultado es una instalación incómoda en la democracia. La izquierda se disfraza de lo que no es, y la derecha, a su modo, también. Me gustaría que las dos se presentasen como lo que son. Y si no saben lo que son, se limitaran a disputar las elecciones sin disfrazarse de nada. Pero el hombre, como ya conocemos, es, ¡ay!, un animal teatral, aparte de racional. Esperar que sea sólo lo segundo es, tal vez, esperar demasiado. ~

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