Tiendo a pensar que América, el continente americano en toda su extensión, ha sido una invención verbal. Por lo menos, ha sido fundado por medio de la palabra. Y ha sido una invención europea o de los descendientes de europeos: fantasía sobrepuesta sobre el pasado, sobre la naturaleza virgen, sobre la base precolombina, indígena.
Pienso, por ejemplo, en el poema fundador de don Alonso de Ercilla, La Araucana, apología e invento del pasado, y en la imaginación de escritores del estilo de Herman Melville, Edgar Allan Poe, Juan Rulfo, Pablo Neruda, entre muchos otros. Todos ellos son creadores de espacios mentales nuevos, de territorios que no habían sido explorados antes por medio del lenguaje. Hasta el Conde de Lautréamont, en el final de una de las secciones de sus Cantos de Maldoror, sostiene que la experiencia de las grandes planicies de las pampas y de las orillas del Río de la Plata sirvió para abrir la visión del cantor de la época moderna, es decir, la visión suya, poeta de lengua francesa, pero que había nacido y pasado su infancia y adolescencia en Montevideo. Son misterios todavía no descifrados de nuestra literatura y de más que eso: misterios de la identidad o de la ambigüedad de los americanos del Norte y del Sur. Toda visión parcial, académica, puntillosa, es insuficiente: aquí como en todo. ¿Qué vasos comunicantes misteriosos existían, por ejemplo, entre la obra de Whitman, el autor de Canto a mí mismo, y la del poeta de Canto General, que había pasado del lirismo subjetivo, oscuro, al gran aliento épico?
Después de días de lectura y de relectura nocturna, intensa, de los tres grandes libros de cuentos de Coloane Cabo de Hornos, Golfo de Penas, Tierra del Fuego, llego a la conclusión de que fue, dentro de estructuras narrativas que parecen sencillas, con la visión de una especie de ingenuo iluminado, visión siempre enriquecida por una ternura profunda, por una solidaridad esencial, que va más allá del bien y del mal en el sentido menor, limitado, de estos términos, uno de nuestros creadores primordiales de espacios nuevos. Los mares del sur ya tenían un germen de mitología literaria. Habían entrado en la imaginación colectiva y universal por lo menos desde que Samuel Taylor Coleridge escribió su Rima del viejo marinero. Pero Coloane no fue un marinero de paso o un escritor de la vieja Europa que sin moverse de allá había escuchado hablar de estas historias. Tuvo una experiencia prolongada, dolorosa, extrema, de la vida en estos mares y en estas tierras, y a eso se unió un talento narrativo natural, e incluso se podría añadir, a riesgo de escandalizar a algunos críticos superficiales, infantil. En una de sus innumerables crónicas, Joaquín Edwards Bello sostiene que el cronista, y esto es extensivo al narrador, el cuentista y el novelista, debe parecer niño, más que sabio. Francisco Coloane, a partir de su experiencia particular, única, pudo aplicar una mirada fresca, de niño grande, a su manera sabia, a un mundo del fin de la tierra y de los tiempos, o quizás de los comienzos, de otros comienzos. La Patagonia, Tierra del Fuego, el Cabo de Hornos, con sus mares, con su fauna y su flora, con sus tempestades, con sus leyendas, pasaron a formar parte de los espacios mentales nuestros. Se incorporaron al ámbito de la imaginación latinoamericana. Mi lectura última de los cuentos de Coloane me ha llenado de imágenes de planicies cubiertas de nieve, de roqueríos que se prolongan hacia un sur en cierto modo infinito, de pájaros y animales marinos diferentes, de luces y sombras espectrales.
En muchos de los textos he tenido una impresión precisa, que antes no había tenido con tanta claridad: un buen cuento de Coloane es un artefacto, un hecho verbal, comparable a un témpano. Es un témpano de la imaginación. ¿Por qué? Porque la parte visible, equivalente al texto, a las palabras que tenemos delante de los ojos, es la parte menor, un porcentaje pequeño de toda la historia. Los cuentos mejores de Coloane suponen largos sucesos que ocurrieron en otra parte y que no se cuentan, largo tiempo transcurrido antes de que la narración misma se inicie. Las palabras construyen un episodio bien circunscrito, un núcleo bien delimitado, pero es un episodio, un núcleo narrativo que no tendría sentido si no fuera la consecuencia, la culminación, en algunos casos el subproducto, de sucesos que no hemos conocido y que la voz del narrador nos deja en una casi completa oscuridad. Un perfecto ejemplo es Palo al medio. Hay una amistad, una pelea, un empate, una posible o probable traición. Uno de los personajes desaparece y los demás no saben por qué. Pero en una pared existe el retrato de una mujer, y ese retrato provoca la partida muda, no explicada. Hubo una mujer y un conflicto en algún momento y algún lugar; no saber más aumenta el misterio y el dramatismo de la partida. Todo es paradoja en nuestra literatura y casi todas las opiniones son lugares comunes. Si uno tuviera que escoger el escritor más ajeno al mundo literario de Coloane, se sentiría inclinado a mencionar, por su complejidad, por su intelectualismo, a Jorge Luis Borges. Pero ocurre que Borges, en una de sus vertientes, en sus historias de arrabales, de cuchilleros, de venganzas, de personajes de la pampa o del sur de Argentina, tiene algo en común con los relatos de Coloane. La venganza y su contrario, la resignación, la aceptación del destino, son temas de ambos. Y me viene a la memoria, al mencionar este punto, un más que probable antecesor común, Horacio Quiroga. Se podría sostener que Coloane es un Horacio Quiroga patagónico, de promontorios congelados, lluvias del Apocalipsis, animales que vienen de la prehistoria. Borges, en cambio, con su curiosidad, con su sorna, con su gracia literaria, se asoma a estos temas y en seguida se retira. Pero cuando se asoma llega lejos.
Por lo demás, hay un humor oculto, socarrón, candoroso, sin duda, pero no exento a la vez de una pizca de perversidad, que preside la construcción de los personajes de Coloane. Son seres menos simples de lo que parecen, y su creador quizás también lo era. En el comienzo de los relatos suelen dar una impresión determinada, en apariencia clara, que podríamos llamar tranquila, y después, frente a circunstancias imprevistas, cambian en forma dramática. Me parece que uno de los relatos maestros es "Tierra del Fuego", el primero del volumen que lleva el mismo nombre. Como casi siempre, el texto comienza cuando ya han sucedido muchas cosas. Se podría sostener que el cuento es un epílogo: una coda irónica y amarga, que sirve para decirnos algo sobre la historia reciente y sobre la naturaleza, pero también, en último término, sobre la condición humana. La naturaleza, la lucha por la subsistencia, el hambre, el frío, son los factores que unen a los personajes, pero el oro, en este caso la reaparición sorpresiva del oro, los divide y los corrompe. La codicia convierte una relación franca, amistosa, en un manejo hipócrita, basado en la mentira y el engaño.
En casi toda esta literatura da la impresión de que los hombres no pudieran resistir: de que fueran marionetas. En los cuentos de estos tres libros hay un juego constante de la libertad y del destino. Cuando los personajes parecen más libres, sobreviene un cambio que no estaba previsto, que no figuraba en los planes de nadie, y que los condena: los que parecían mejores, o los que tenían condiciones para ser mejores, se transforman en criminales, en verdaderas bestias humanas. Algunas veces, para evitar el crimen, se vuelven locos. Son historias de hombres niños y de locura.
En algunos casos, son historias de hombres enloquecidos por el amor, de situaciones afectivas extremas. Me viene a la memoria uno de los títulos de Horacio Quiroga, el precursor: Cuentos de amor, de locura y de muerte. Casi todas las mujeres de los cuentos de Coloane son residentes en prostíbulos repartidos por el vasto territorio, "niñas de la vida", seres a quienes los ovejeros, los puesteros, los buscadores de oro, las cazadores de lobos marinos, suelen rescatar por un tiempo, en situaciones desesperadas, con desenlaces previsibles. Es decir, hay una permanente lucha por la vida en condiciones extremas, precarias, y de pronto, de la nada misma, surge un destello. Es la ternura por una mujer, o una amistad entrañable, o el cariño de un sujeto que poco antes parecía intratable por un corderito, como ocurre en "Rumbo a Puerto Edén", título entre irónico y simbólico. Pero el lector, desde que adquiere un hábito mínimo de esta lectura, se hace menos ilusiones que los personajes. Las criaturas de Coloane son obstinadas, reincidentes, trágicas. Uno entra en el juego y espera que se salven, pero se salvan raras veces, o nunca. Como nosotros mismos. En casi todos los cuentos, lo que se presenta en los párrafos iniciales como una posibilidad, una ilusión, resulta desmentido. Algunos personajes se creían capaces de superar su condición, su muchas veces horrible miseria, para ser más exactos, pero las circunstancias son implacables.
Otra observación de lectura: los personajes de estos cuentos vienen de Alemania, de Rumania, de Escocia, de Chile y Argentina, de Irlanda, de tribus de indios onas o alacalufes, de todas partes. Uno llega a la conclusión de que el fin de la tierra, más allá de leyes y administraciones, es cosmopolita casi por definición. Acabo de leer una noticia sobre los deseos de la Patagonia argentina de independizarse del gobierno central y he pensado que los cuentos de Coloane permiten entender esto mejor que un tratado. Son seres, los de Coloane, que sólo confían en sus propias fuerzas, en sus habilidades, en su astucia, y que no esperan nada, con motivos casi siempre bien fundados, de la mano administrativa. Viven lejos de los gobiernos, en una situación de relativa anarquía, y se las arreglan para sobrevivir. Al mismo tiempo, la muerte es una presencia familiar, un aspecto cotidiano de la vida. Si no se resuelven los problemas con habilidad, con lucidez, con firmeza, la muerte es la consecuencia casi segura. Y los vivos siguen su navegación, su expedición, su cabalgata, lo que sea, sin inmutarse demasiado.
Francisco Coloane introduce a veces en sus relatos elementos fantásticos, mitológicos. Me da la impresión de que intenta acercarse en esas páginas a la atmósfera de escritores del norte de Europa como Knut Hamsun o Selma Lagerlöff, autores que probablemente leía con frecuencia. Cuando describe animales extraños, nunca vistos: un lobo malherido, enorme, de pelo blanco, resoplando al fondo de un acantilado, para citar un caso, resulta convincente. Pero prefiero las historias en que el tono épico, misterioso, solemne incluso, va reforzado por detalles de un realismo estricto. La eficacia de estos relatos va unida al conocimiento minucioso, vivido, de faenas, de maniobras, de instrumentos. Así como Don Segundo Sombra, del argentino Ricardo Güiraldes, fue la novela de los trabajos y los días de la Pampa, los cuentos de Coloane cumplen la misma función con respecto a las faenas fueguinas y patagónicas. Son los trabajos y los días de allá, de ese fin del planeta.
De repente no sé si leí todos estos cuentos o si los soñé. Hice la lectura en mis intervalos, en mis insomnios, en días de lluvia torrencial, con ruido de olas al fondo de mi casa de la costa o de pesados vehículos que corrían por pavimentos mojados. Cosas, me digo, de la lectura y de la literatura. Y me refugio, para terminar, o para volver a empezar, en el consejo de Joaquín Edwards Bello, viejo amigo de Coloane: es mil veces mejor que el escritor parezca niño y no que parezca sabio. Pero quizá se podría completar la idea: la mirada del niño, por lo menos en el interior de la creación literaria, es la única que tiene la posibilidad de alcanzar una verdadera sabiduría. ~
(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.