Imaginemos el siguiente escenario. Una empresa que se dedica a vender —digamos— papel recibe un pedido cuantioso de un cliente. Cumplir a tiempo y en calidad con ese comprador puede “hacerle el año” a la compañía papelera porque demostraría, en el interior y en el exterior de la empresa, que puede manejar esa carga de trabajo. Y el cliente se ha portado generoso: es tal su urgencia de recibir el papel que le ha entregado al área de ventas todas las especificaciones del producto que necesita. La papelera sólo tiene que ponerse a trabajar. Los de ventas tienen que comunicarse correctamente con los de producción para cumplir con el pedido. Pero las cosas se complican. Por incapacidad, distracción, negligencia o la razón que se quiera, el papel que el cliente ha ordenado comienza a retrasarse. Éste habla a su proveedor para quejarse una y otra vez. Amenaza con hablar con el director general y, en caso de que el fiasco continúe, se reunirá con la prensa. Aterrados, los empleados de la empresa vendedora de papel le piden que espere un poco más, que el papel ya va en camino, que sólo es cuestión de días. Pasan las semanas y los meses. Al final, el papel no llega y el cliente pierde su negocio. Por confiar en la compañía de papel no ha podido cumplir con sus metas y ha caído en desgracia. El escándalo se vuelve público cuando el cliente en cuestión acude, finalmente, a los medios de comunicación. La empresa de papel queda exhibida. El caso está plenamente documentado y con él cada una de las torpezas, malos cálculos y descuidos fatales de los empleados papeleros. Más allá de resultados previos, la percepción pública de la compañía es, ahora, atroz. La pregunta inmediata es: ¿quién debe pagar los platos rotos?
El mundo de la iniciativa privada, donde uno es empleado para dar resultados y si no los da termina en la calle, debería servir de comparación constante para quienes se dedican al servicio público. Cada una de las áreas de los gobiernos municipales, de los estados y el federal no es otra cosa que una empresa que tiene como jefe al ciudadano de a pie. La rendición de cuentas en la administración pública debe ser tan o más estricta que la que uno esperaría en una compañía hipotética como la anterior. La ciudadanía tiene básicamente dos maneras de despedir a sus empleados en el gobierno: la primera, directa y la segunda, indirecta. La primera son, naturalmente, los procesos electorales. “Si no te gustan estos políticos, elige otros”, me decía el filósofo holandés Rob Riemen cuando le pedí que resumiera el significado de la democracia. Tiene razón. Cada cierto tiempo, el electorado puede presentarse en las urnas para dar una patada en el trasero no sólo a los políticos en específico sino a la agenda de los partidos que aquellos representan. En el ínterin, sin embargo, el electorado depende de la segunda manera de despedir a sus empleados, la indirecta. En ella, la ciudadanía confía en los buenos oficios y el sentido común de los políticos a los que ha elegido democráticamente en el ciclo electoral anterior. Para utilizar de nuevo una referencia de la iniciativa privada, el consejo de administración deberá confiar en las decisiones del director general que ha puesto al mando de la compañía. Es el director general quien tiene la obligación de evaluar el rendimiento de sus subalternos, llamarlos a cuentas y, en caso de sea necesario, despedirlos.
Alguna vez le oí decir a un amigo especialista en negocios que la principal característica de un gran hombre de empresa es su manejo de crisis. Es verdad. Volvamos, así, al ejemplo inicial. Después de la catástrofe de resultados y relaciones públicas que habría significado el fracaso, el director general de la empresa habría tenido que buscar responsables. Alguien en el departamento de ventas no hizo bien su trabajo. Alguien en el equipo de producción está quedando a deber. Y la solución es simple: por sentido común, para buscar recobrar alguna credibilidad y hasta por decencia, alguien tiene que dejar la compañía. Porque así funcionan las cosas en el mundo real: el naufragio de una venta va directo al estado de resultados. Ante el conflicto, la empresa debe transmitir seguridad, confianza y determinación. Para el director general, quedarse cruzado de brazos ante el fracaso documentado y público equivale a suicidarse.
El presidente Felipe Calderón enfrenta ahora una encrucijada. El caso de Silvia Vargas Escalera debe ser un hito en la vida pública nacional. Y debe serlo no porque el caso haya sido tan público o porque su padre sea un hombre reconocido y elocuente. Debe marcar un antes y un después porque la incapacidad de las autoridades resulta irrefutable. La cronología del caso es devastadora: un año y dos meses tardó la PGR en atender correctamente la pista — trágicamente acertada— que Nelson Vargas le había puesto frente a las narices apenas tres semanas después de secuestrada Silvia. En el camino hubo acciones y declaraciones cuya torpeza desafía la confianza en las buenas intenciones de los involucrados. Alguien, sin duda, tiene que irse.
Es comprensible que el presidente Calderón dude a la hora de cortar cabezas. Desde 2006 ha enfrentado demandas histéricas de despidos injustificados. Afuera de la empresa que dirige ha estado gritando un loco que quiere el puesto del Presidente después de haber sido pasado por alto por el consejo de administración. El loco en cuestión ha exigido la destitución de todos los empleados porque lo que quiere es la renuncia del director general. No tenía razón y sigue sin tenerla. Pero esto es distinto. A diferencia de la crisis laboral de los Mouriño y los Carstens, el caso de Silvia Vargas sí ha puesto de manifiesto un sinfín de errores, indignos todos, de la responsabilidad que cargan a diario los funcionarios involucrados. El Presidente debe comportarse como lo que es y despedir a quienes le han fallado a Nelson Vargas, uno de los 120 millones de dueños de esta tambaleante y triste empresa llamada México.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.