Diego Armando Maradona, esa suerte de rey Midas del balompié venido a menos (o más que a menos), camina como un león enjaulado por el parque de una institución neuropsiquiátrica donde pasa sus días y sus noches, torturado por un supuesto “síndrome de abstinencia”, privado de familiares, amigos y “entornos”, después de haber protagonizado otro (acaso el último) episodio médico de un largo sainete que ya lleva años, y para el que sobran excusas, desde su adicción a la cocaína hasta los contratos multimillonarios incumplidos, la contradictoria defensa de Carlos Menem y Fidel Castro, la siembra de hijos a lo largo y ancho del planeta, sus históricos enfrentamientos con las autoridades del fútbol internacional, el también supuesto martirio de su familia nuclear, la internación en Cuba, y las ruidosas peleas y juicios contra su ex manager, Guillermo Cóppola, Guillote, por el destino de sus ahorros, casi inexistentes, e inversamente proporcionales a su volumen físico, agigantado a fuerza de dulces, champagne y sedentarismo.
Que todo estallara otra vez era cuestión de horas, con Maradona acantonado en la quinta de un empresario, rodeado de adulones, dedicado al golf durante buena parte de las noches. Y así fue. El domingo de su primera internación, 18 de abril, el hombre se dejó ver por el palco del club de sus amores, Boca Juniors. Transpiraba, estaba lívido, ansioso, no podía articular palabra, le costaba respirar y hasta reírse de tan hinchado y gordo. Pasaba, largos, los cien kilos. Se estaba cayendo; cinco días y cinco noches enteritos sin pegar un ojo: poco menos y alcanzaba el récord de Keith Richards, el Rolling Stone que alguna vez llegó a nueve. Se levantó antes que terminara el juego, volvió a la quinta, intentó comer algo y se fue al suelo de bruces, tiritando, tironeado por las convulsiones. “Diego está con algunos temblores”, escuchó al rato por su celular el médico personal del ex futbolista, instalado en una quinta cercana. El cuadro de hipertensión y excitación psicomotriz que lo acorralaba obligó al cuestionadísimo Alfredo Cahe a trasladar de urgencia a Maradona, que estuvo cinco días en coma, entubado, a puro suero y lorazepan. Al sexto, cuando despertó, oyó el rugido de la multitud que había velado (y orado, y empapelado todos los alrededores) por su estancia en la Tierra desde el mismo día que entró a la clínica, en el centro de Buenos Aires, inconsciente, semiahogado en su propio vómito. Al séptimo, hizo un escándalo, vociferó que la comida era una basura y que se quería ir. Circularon rumores: que había destrozado parte de la habitación, que lo habían tenido que atar a la cama y después sedar, etcétera, puntualmente desmentidos. Pero al noveno se salió con la suya. Aprovechando una distracción de su ex esposa, Claudia Villafañe, y de sus hijas, Dalma y Nerea, se dio el alta a sí mismo (bajo el consentimiento de su médico, que más que médico es un valet), firmó y a la quinta otra vez, al golf, los amigos y el asado. Los titulares de la clínica, en conferencia de prensa, con cara de qué hemos hecho para merecer esto, deslindaron responsabilidades y por las dudas dejaron en claro que un paciente en el estado de Maradona merecía, cuando menos, dos o tres semanas más de observación antes de empezar un tratamiento en serio.
La camioneta negra con vidrios polarizados que había entrado diez días antes con su cuerpo moribundo salió sin ser vista, ahora con Maradona al volante y el médico al costado. Los fanáticos insomnes se enteraron ese mismo día por la televisión, cuando vieron a Dios preparándose para un partido de golf, pasadas las siete de la tarde, mostrándoles el trasero a los cientos de paparazzi y camarógrafos, estacionados a dos kilómetros del improvisado link.
“Dos o tres semanas”: ni a eso. El 4 de mayo, el Doc, como lo llama Maradona, se dio una vuelta por la quinta a eso de las ocho de la noche, para controlar al hombre y acordar el planeado retorno a Cuba. Pero a la media hora, el convaleciente dijo que se iba a dormir. Al parecer, cansancio. Cahe se fue. Maradona aprovechó, se levantó y salió de ronda con un amigo. A la una de la mañana sonó el celular del facultativo. “Diego no se siente bien, tiembla mucho”, se escuchó del otro lado. De regreso, lo encontró tirado en la cama, los ojos en blanco, balbuceando incoherencias. La ambulancia entró como por un tubo. Ya sabían de qué se trataba.
La pesadilla viene de atrás, pero esa vez y la anterior, en enero de 2000, en Punta del Este, las cosas pasaron de castaño a oscuro, y ya nadie cree que, de fracasar el rumbo actual, haya muchas más posibilidades. Entonces, Maradona, también trasladado de urgencia desde el Uruguay, quedó internado en el Instituto Sacre Coeur (cuyas autoridades, como las de otros cinco establecimientos sondeados, ahora prefirieron no recibirlo). En aquella ocasión, Cahe tuvo una discusión pública con el director del sanatorio, especialista en cardiología. Al dar su diagnóstico, Álvarez (tal su apellido) fue al grano: aseguró que el Diez sólo tenía un 38% de su corazón en funcionamiento. “Está con una miocardiopatía dilatada tóxica por el abuso de cocaína y probablemente por el de alcohol”, precisó, ante la sorpresa del médico, que se apuró a desmentirlo. De inmediato, empezó a buscar un lugar alternativo, y terminó llevándoselo a Cuba. “Diego estuvo de acuerdo, ahí apareció su humildad, en el sentido de que a él nunca le gustaron los ricachones que tiraban el dinero. Y apareció también su sentido socialista, porque no quería ir a una entidad norteamericana”, relató el insólito Cahe al diario La Segunda de Chile.
La verdad es otra. Hace unos días se encargó de contarla quien esa noche estaba, en Punta del Este, con Maradona: un proveedor de prostitutas que se hace llamar empresario, financista de algunos candidatos a alcaldías por el peronismo de la provincia de Buenos Aires. Se trata de Carlos Ferro Viera, Ferrito, que conoció al Diez cuando su representante, Cóppola, estuvo detenido por drogas en 1996. Purgaba similar condena, pero a diferencia de Guillote, a quien le habían armado una causa, Ferrito era responsable de sus “provisiones”. Maradona y Ferrito se hicieron buenas migas. Cuando lo internaron, aquella madrugada de verano, el astro estuvo a un tris de pasar al otro barrio. Babeaba, no podía caminar. “Pero no fue una sobredosis. Diego tenía exceso de todo. Es cierto que él solo se había comido dos kilos de carne y como veinte chocolates, además de la Coca Cola y el champagne. Los días anteriores no paramos de tomar cocaína. Nosotros no sabíamos cuándo era de día y cuándo de noche”. Ferrito fue elegido por Maradona para que lo acompañara a Cuba. “Allá era difícil conseguir [cocaína]. Se conseguía en La Habana Vieja. De muy mala calidad, obvio… Por eso aumentó de peso. Lo bravo era cuando salía a otros países: Panamá, Colombia”. Pero eso es pasado.
Ahora, sus nuevos representantes, que ya preparan el traslado, primero a Brasil y después a Suiza, promocionan las bondades del nuevo Diego, un figurón que sólo existe en sus cabezas irresponsables. Aunque parezca increíble, en esas manos están los restos de quien fuera el más grande futbolista argentino de todos los tiempos.
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Maradona, como en los mitos griegos, es calibrado desde su parto, poco más, con la categoría de lo sobrenatural: el mejor del mundo, viejo y borroso fotograma en blanco y negro del Cebollita (su sobrenombre de chico) haciendo jueguito con la pelota. Alguien, Maradona, con el don, en una tierra de inmigrantes vendedores de falsos dones para sobrevivir desde 1900 en adelante. Maradona, además, haciendo suyos, con habilidad de prestidigitador, los items de la trasgresión más clásicos del culebrón o el melodrama latinoamericano: de la chabola, la villa o la favela a la mansión, de la nada al Rolls Royce, el astro descarriado, padre que desespera por serlo, padre por todos lados, goles, dinero, piruetas, campeonatos locales y campeonatos mundiales, Pelé, Cruyff, Platini, Di Stéfano a sus pies, fama, más dinero, mujeres y dinero, y drogas, y goles, y negocios turbios en la Nápoles de la Camorra, pero también en la Argentina. Postales: Maradona “atrapado” en 1991 por la policía junto a dos compinches, después de días sin dormir, barbudo, en un departamento perdido en algún barrio porteño, un año después de recibir su primera condena por doping en Italia, que lo deja fuera del fútbol profesional durante 17 meses. Menem, el presidente, se muestra preocupado por la salud del ídolo, y también aliviado: su propia administración está siendo jaqueada por una maniobra de lavado de dinero proveniente del narcotráfico. Su cuñada y amante, Amira Yoma, es jefa de audiencias de su gobierno y la implicada principal. Hay que ceder: Maradona es el chivo expiatorio. Pero Maradona confiesa: cocaína consumo desde 1982. ¿Se cae un mito? Al contrario, se refuerza. Cantidad de bandas de rock and roll ofrendan veneración, le dedican canciones, lo reclaman en los conciertos, los estudios de grabación. “Santa Maradona”, gritan los tifosi del sur que escupe al norte italiano, dueños de dos scudetti, por primera y única vez en la historia, gracias a esa zurda inolvidable, capaz de resolver, en un arranque y una frenada simultáneas, el espacio que se abre para que entre por ahí, por ese hueco imposible, la pelota que terminará en el fondo del arco, mansita, como empujada. Maradona empieza a derrapar, engorda, pero todavía tiene tiempo de adelgazar una vez más y salvar al fútbol, entregar algo más que la mano de Dios a la selección nacional para que pueda clasificar al Mundial de los Estados Unidos. Pero patina, cae en su propia trampa y después de dos goles extraordinarios contra los nigerianos va a parar al vestuario y su orina a los laboratorios. Doping positivo es el resultado, lapidario. “Me cortaron las piernas”, dice el monstruo, que no puede decir, porque no se debe, qué hubiera sido de la suerte de aquella penosa selección argentina que ganó el Mundial 78, en plena dictadura militar, si hubieran existido controles antidoping, y si no hubiera existido tráfico de influencias. En los Estados Unidos, sin Maradona, el combinado local no dura más que dos partidos. La FIFA dicta una condena ejemplar. Es el principio del fin.
Pero las hazañas están siempre por encima del (parco) destino. El tango enseña que la vida apenas es el rescate de los años mozos, tanto del fauno como de la pebeta. Después, quedan sólo recuerdos y relatos de los oyentes y escuchas. El arte sucedió antes, para el que escucha el cuento. La sociedad argentina acaso haya encontrado en Maradona esa técnica irrefutable que provee materiales para pensar y adorar más tarde. El genio no es representativo del común, es el sueño del resto. Sólo en la hora trágica regresa a tierra como uno más; como el Agamenón de Esquilo o el Edipo de Sófocles, lo infausto, el error que lo condena, es el patrimonio de alguien que accedió a la cumbre y puede hacer efectivamente visible la caída.
La multitud que ama incondicionalmente a Maradona sabe (porque esas cosas se saben) que su historia está escrita y guardada un día, allá adelante. Y ya parece tener una escena anticipada. Pide entonces patear todo para más adelante. Y cuando escucha que el ídolo se escapó de la clínica y anda lanzando fuegos de artificio, sabe (porque esas cosas se saben) que el villero, el cabeza, despreciado, amado, no se resigna al bienestar, no se resigna a la sensatez de los hombres, a la comodidad del alma bella, a la salud, a los millones, al confort de gallina ponedora. Esa multitud sabe (porque esas cosas se saben) que no aceptará renunciar nunca, aunque se cure de su pasión por las drogas, a un cierto nihilismo, a contramano, para ser precisos, del gol a los ingleses: como si reciclara eternamente ambas representaciones.
Esa misma multitud, esa que canta “Gran Dieguito que estás en los Cielos/ santificado sea tu nombre/ aquí en la Tierra”, que compone la recién creada Iglesia Maradoniana, también parece precisar ese doloroso mal sin palabras, Maradona internado, y esa otra saga, Maradona acusando a todos, especialmente a determinados medios, determinados periodistas y determinados políticos profesionales (Eduardo Duhalde encabeza la lista de insultos), sin que se sepa bien a quién acusa o de qué está hablando. Maradona es Dios. Se lo dijeron mil veces y aceptó ese papel. Pero ser Dios en una época que ha declarado su muerte no es un negocio infinito. Hace unos meses, su presencia en Bolivia para el partido homenaje a su ex compañero de selección, Daniel Valencia, movilizó a la prensa pero dejó un estadio semivacío.
Entrenar un equipo es un sueño. Alguna vez lo intentó y fracasó: ¿quién admite derrotas de Maradona? Se pasó una semana encerrado en la pieza de un hotel cinco estrellas, a la manera de Elton John o David Bowie en sus peores momentos. La publicidad también es terreno perdido. Las grandes empresas prefieren los trajes inmaculados que suele lucir Beckenbauer, o la extravagancia metrosexual de Beckham. Maradona convoca multitudes, pero no factura. Es un “cesanteado”, como lo definió con precisión y crueldad un médico chileno, experto en adicciones. Rolando Chandía dijo que rechazó recibir a Maradona porque es un adicto en etapa terminal, “como un canceroso con metástasis avanzada. Traté a muchos famosos y la única manera de lograr éxito es con silencio, siempre y cuando el paciente quiera ser tratado. Y Maradona jamás lo aceptó. Ya está en la etapa de las cuatro c: cesantía, clínica, cárcel y cementerio”. Maradona, con todo, representa la extrema libertad inútil, la más insoportable para el orden social. Maradona llegó al Olimpo impulsado por la pasión, enfrentándose siempre a enemigos poderosos, dividiendo las aguas. Maradona nunca fue un personaje simpático para el poder y mucho menos un enemigo cómodo. Pero la libertad de Maradona es inútil, como la libertad del suicida. La libertad del suicida, que lo tenía todo y lo perdió, preguntando qué perdió y qué tan importante era eso que perdió. Es extraño, porque en cierto orden de cosas no hay nada que perder. Pero obligado a ejercer de trasgresor por el resto de sus días, el ejercicio se convierte, lento, seguro, en una sucesión de gestos: una rutina. Es la fórmula de la trasgresión conservadora. En la tradición cultural argentina, Maradona, antes que de Gardel o Fangio, está más cerca de Gatica, Monzón y Bonavena, y no demasiado lejos de Evita y el Che.
Así estamos. –
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