Maravillas del gabinete

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Hay en el Aparato para la Historia Natural Española (Madrid, 1754), del franciscano José Torrubia, una lámina que siempre me ha intrigado. Poco tiene que ver con los contenidos del libro —uno de los textos fundacionales de la paleontología española— ni con el resto de los grabados que ilustran el libro, dedicados a fósiles y otras "piedras figuradas". En la explicación de dicha lámina, el autor nos cuenta que, estando convaleciente en La Habana, en una quinta de recreo de un amigo suyo, "hallé el día 10 de febrero de 1749 algunas avispas muertas en el campo (pero enteros todos los esqueletos con sus alas) de cuyo vientre salía un arbolito, que llega a crecer hasta cinco palmos. A esta planta llaman Gía aquellos naturales, y está llena de agudísimas espinas, lo que atribuyen al vientre de la avispa, que lo produxo, por lo qual dicen está llena de aguijones". Y añade: "No era comúnmente conocido el principio de semejante arbusto, hasta que yo lo di a conocer". Después de realizadas observaciones con el microscopio, el fraile naturalista envió al síndico general de su orden un ejemplar de avispa muerta, "perfectamente conservada, con un árbol bastantemente crecido". El arbusto al que se refiere el P. Torrubia existe en realidad y su nombre científico es Casearia spinosa; pero de su prodigiosa generación no hay más referencias que las que aporta el franciscano en su libro. ¿Broma científica? ¿Simbolismo religioso? ¿O tal vez mensaje hermético? Es difícil saberlo.
     Me ha venido a la memoria esta curiosidad "entomobotánica" leyendo El gabinete de las maravillas de Mr. Wilson, de Lawrence Weschler, recientemente editado en español. Describe Weschler en su fascinante libro algunos de los sorprendentes especímenes que atesora el llamado Museo de Tecnología Jurásica, de Culver City, Los Ángeles. El creador del citado museo es el enigmático David Wilson; el cual, a juzgar por la descripción que de él nos proporciona Weschler, parece sacado de un cuento de Hoffmann. Uno de los especímenes exhibidos, la hormiga hedionda de Camerún (Megaloponera foetens), presenta una protuberancia en forma de púa en su cabeza, de hasta cuatro centímetros, producto de la inhalación de unas esporas de hongo que, alojándose en el cerebro, acaban por destruirla. A la vista de tan singular fenómeno, al escéptico visitante del museo de Mr. Wilson le asalta, de entrada, la misma incómoda perplejidad que al lector del P. Torrubia. De inmediato surge la duda: ¿Verdad o ficción? ¿Fraude o realidad?
     Pero esta dicotomía, a la que hoy en día sometemos inevitablemente todo cuanto por extraño o increíble se presenta a nuestros ojos, no existía o se hallaba hábilmente atenuada no hace mucho tiempo, cuando la suspensión del descreimiento y la capacidad de asombro todavía formaban parte de las virtudes de la mente humana. En la Europa de los siglos XV y XVI, y hasta bien entrado el XVIII, proliferaron las colecciones y los gabinetes de curiosidades, museos o teatros de la naturaleza en los que se amontonaban, en una suerte de batiburrillo, todo tipo de objetos cuanto más raros o extraños, mejor. Así, en el Museo Museorum (1714) de Michael Bernhard Valentini, uno de los libros escaparate más renombrados de la época, se citan 159 gabinetes de estas características existentes en aquel momento. Lo cierto es que la gente acudía a ellos como a un espectáculo de feria; príncipes y caballeros pugnaban por hacerse con los mejores ejemplares y los científicos daban crédito a los mismos pergeñando extensos catálogos en los que exóticos animales naturalizados alternaban con litopediones, bezoares y huesos de criaturas antediluvianas. Tal cúmulo de ejemplares respondía tanto a un compulsivo afán coleccionista como a la inveterada curiosidad por aprehender la extraordinaria complejidad de los distintos reinos de la naturaleza. Que entre los variopintos objetos expuestos en estas Wunderkammer hubiese ejemplares imposibles o fraudulentos no les resta mérito; al contrario, los hace, si cabe, aún más "maravillosos". Habría que recordar que en la época de apogeo de los gabinetes se carecía incluso de la más mínima información sobre grandes porciones del planeta y la mistificación y el engaño estaban también a la orden del día. Al fin y al cabo, si existían rinocerontes ¿por qué no habría de haber unicornios? Si la reproducción humana era un misterio, incluso para los sabios, ¿por qué no suponer que de ciertas avispas podían surgir plantas? ¿Acaso quienes vieron por primera vez un ornitorrinco disecado no pensaron que se trataba de un burdo montaje?
     Puede que en su mezcla de ingenuidad y divertimento el museo de maravillas del que nos habla Weschler nos descoloque y nos haga sonreír al tiempo. Puede, también, que hoy nos resulte más fácil distinguir entre lo verdadero y lo falso. Con todo, Mr. Wilson no es un impostor, sino un ilusionista. Hemos ido perdiendo capacidad de asombro, pero los niveles de credulidad siguen siendo muy elevados. Hemos arrumbado en el desván de los viejos mitos a dragones y a unicornios blancos, pero ahí están, para gozo de muchos, los misteriosos ovnis surcando nuestros cielos cual amenazantes endriagos. Parece ser que, explorado y exprimido el mapa terrestre, se abre ahora a nuestras fantasías el inmenso cosmos; si bien algunos, como Mr. Wilson, prefieran aún el recoleto encanto de los viejos gabinetes. ~

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