Toda escultura sonora es, de algún modo, una metonimia: toma la parte por el todo, asume que la forma precisa de un ámbito tridimensional no radica en el perímetro o el volumen de la materia sino en el movimiento de ondas (casi) invisibles dentro de los márgenes imprecisos del espacio real. Lo que describo no es dadaísmo ni retruécano conceptista: es simple y llanamente la consecuencia lógica de una idea clásica. Ejemplifico. Uno de los mayores atributos del David de Miguel Ángel es la mirada del personaje: al dirigirse ésta con expresión de ira hacia una zona abstracta y externa al bloque de mármol, el autor inventó el tópico de la invisibilidad como zona escultórica. El único pecado de la instalación sonora (y hablo de “pecado” porque vivo en un país donde el arte del presente sigue concitando una ingenua indignación entre algunos de sus críticos) ha sido extremar, con fidelidad inexorable, la aspiración renacentista de poner la tecnología al servicio de la metafísica.
Entre los artistas sonoros mexicanos de las últimas generaciones, siento especial empatía con la obra de Marcela Armas (Durango, 1974). Sus piezas y acciones poseen elementos que yo disfruto en todo arte (aunque especialmente en la poesía): economía de materiales, narratividad, armonía del absurdo y una postura crítica ante la sociedad. Pero la obra de Marcela puede, además, ser una buena muestra de cómo se aplica el recurso retórico de la metonimia dentro de una composición escultórica. Podemos apreciarlo en su pieza “I-machinarius”:
El petróleo, un producto concreto, aparece aquí como referente de El Petróleo: una industria y un mito financiero que ocupan sitio protagónico en la historia de México. El país es reducido a su contorno: una línea en constante movimiento. Los estados de la república son, efectivamente, una pieza más de la gran maquinaria: una catarina. Por no hablar de lo obvio (el país de cabeza, escurrir hacia Estados Unidos, el espectáculo de nuestro dispendio que termina por formar una mancha hermosa).
Cualquiera podría argumentar que “I-machinarius” es casi un canvas y, en ese sentido, una obra más o menos tradicional. Sin embargo, otras piezas de Armas manifiestan una muy radical armonía con el absurdo. Como este performance, en el que la metonimia es aplicada al tránsito vehicular: el metal y el combustible que conforman a un automóvil son sustituidos por una persona (virtual chofer) y cuatro cláxones, para enfatizar que en las grandes ciudades es el ruido uno de los componentes principales del objeto automóvil (sobre todo desde la perspectiva de nosotros los peatones).
Otra pieza que sigue esta dimensión compositiva es la siguiente intervención sonora, que construye una suerte de partitura aleatoria originada en un plano de la ciudad y una serie de sensores conectados a diversos aditamentos ruidosos que solemos encontrar en cualquier coche. De nuevo: el mapa de la ciudad no es un objeto que puede verse, sino que se escucha; invisible (más bien inabarcable), la ciudad es abstraída como una entidad sonora. Escuchar es la parte, transitar es el todo.
Por último, hay una pieza de Marcela que resulta inenarrable: una cámara de llanta de tractor puesta a inflar dentro de una habitación bajo la lente de un video. Lo más intrigante de la pieza es que, pese a tratarse de un objeto sin relieve argumental (quiero decir: no hay en su desarrollo ni personajes entrañables ni entretenidas peripecias), su estructura es idéntica a la de un cuento tradicional: planteamiento, nudo y desenlace.
El planteamiento: los espectadores no entienden bien a bien cómo funciona la pieza hasta que, paulatinamente, descubren que la puerta del recinto donde yace la cámara cuenta con un sensor, por lo que son los propios espectadores quienes, al trasponer la puerta, generan el aire que infla la rueda (vuelta de tuerca según los cánones de la metaficción cortazariana: el lector descubre ser el personaje). Nudo: el momento de tensión (verdadera tensión física, como se aprecia en el video) en que los espectadores saben que el objeto podría estallar. Y, claro está, el desenlace: no por esperado menos eufórico. Por añadidura, en los márgenes de este último estadío encontramos la tradicional “recuperación de la lectura” que realizan algunos de los espectadores –signo inequívoco de que el cuento funcionó. Nuevamente metonimia: tomar la parte (la estructura de un relato tradicional) por el todo (el relato mismo).
Un desliz común en el contexto crítico de hoy es emparentar, así sea inconscientemente, el arte sonoro con la música, cuando en realidad su vínculo tradicional se da obviamente con la escultura: el análisis poético de los ámbitos tridimensionales. La obra de Marcela Armas, irónica e incisiva, es una buena muestra de que el ruido se ha vuelto (como antes fueron la madera o las piedras) un material más para un mundo en el que rifan los desechos, no los recursos naturales.
– Julián Herbert