Es de noche y la calle Pecenongan de Jakarta huele a sudor y a humedad. Puestos ambulantes de comida sisean entre grupos de indonesios ansiosos que se agolpan alrededor de los fogones a hacer fila. Agitan billetes, gritan palabras, pocas palabras, precisas palabras que L. y yo entendemos porque en la comida callejera hay un código universal que va más o menos así: si alrededor de una humareda hay personas con el semblante de drogadictos en abstinencia, algo bueno está ocurriendo.
Luego hay variantes. Una: si aprietan las mandíbulas con violencia es que hacen esto todos los días. Otra: si el hombre gordo en bermudas mira cada cinco segundos con cara de “esperen, no se coman los unos a los otros” a sus tres hijos y a su esposa en la camioneta con vidrios oscuros es que ahí hay una familia feliz. ¿Y quién no quiere creer en las familias felices?
En Pecenongan se venden dosis para continuar la farsa del día a día, por eso la actividad empieza al caer el sol. Hay algo de rito ilegítimo detrás de la vergüenza con la que cada quien hace su pedido y se oculta entre las sombras durante la larga espera. El hombre de la caja anota todo en una libreta doblada y arrugada, declama la combinación de ingredientes elegida y un escuadrón de trabajadores sudorosos sin tiempo para conversar ejecuta.
Llega nuestro turno.
Martabak: kacang, pisang, coklat.
Lo dice L., que pronuncia mejor y es mujer. Y todo aquel que haya estado en una fila numerosa llena de hombres obesos sabe cuánto más rápido atienden a una mujer. Así que la miran, le sonríen con aprobación y un enano delgaducho comienza a batir la mezcla. Uno podría cerrar los ojos e imaginarse en una venta callejera de panqueques, pero lo que L. pidió es un martabak con banana, maní y chocolate. ¿Quién dijo insulina?
Tras buscar recetas y variantes del martabak puedo garantizarles que no representa un plato preciso. Dicen que todo empezó a orillas del Mar Rojo y que la palabra significa “doblar”, así que de ahí en adelante hay tantos martabak como tipos de masas y de rellenos que se puedan doblar. El sudeste asiático y la India y Yemen y otros países del Medio Oriente tienen los suyos, pero si en Indonesia pides uno dulce solo hay una posibilidad.
Antes mencioné panqueques. Bien, imaginen que a esa mezcla le añaden leche de coco y algún huevo de más. Imaginen que cada panqueque medirá cuarenta centímetros de diámetro y tres centímetros de grosor. Imaginen que se cocina por un lado hasta quedar perfectamente dorado mientras el lado de arriba se unta con trescientos gramos de mantequilla y los ingredientes deseados (en nuestro caso, insisto, chocolate, banana y maní). Imaginen que sacan el panqueque así, crudo por un lado, y lo dejan reposar boca arriba con un toque de azúcar. Colocan una tapa encima para que el calor circulante complete la cocción. Levantan la tapa, todo es un menjurje de glucosa y ahora imaginen esto: doblan el panqueque cual calzone, lo pican en doce o quince pedazos y todo va a una caja de cartón.
L. y yo apenas pudimos con dos pedazos porque esto de las drogas duras es un tema muy delicado, aunque más grave es el futuro de esos tres niños en la camioneta. La felicidad dura lo que tarda en llegar un nutricionista.
Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.