Ray Loriga se burla de la muerte

Cualquier verano es un final

Ray Loriga

Alfagura,

Madrid, , 2023, , 242 pp.

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Cualquier verano es un final es la novela más reciente de Ray Loriga (Madrid, 1967). Cuenta la historia de un tipo que vive de la edición de clásicos de segunda, según él mismo, para niños. En realidad, Yorick –así se llama el protagonista y narrador– ha conseguido el sueño de todo editor mediano: que un gran grupo compre su sello y no le eche, claro. Como es frecuente también en el mundo editorial, Yorick fundó su editorial con el dinero de una tía generosa y muerta oportunamente y de manera prematura. La oportunidad y la absurdez de la muerte, fruto de una caída en la escalera de caracol del cine Capitol de Madrid, levantaron sospechas sobre si él le puso la zancadilla o no. La situación no deja de ser cómica: “Trastabilló grácilmente para caer después a plomo, como una guayaba pocha, entre un centenar de espantados espectadores. Debí avisarle de que para ir a un cine en Madrid, y además entre semana, no hacía falta vestirse de largo ni subirse en unos tacones altos, y hasta ahí mi culpa, pero la tía Aurora era así de coqueta. Cada vez que salía se imaginaba la pobre que iba a la ópera. La película, si no recuerdo mal, era Chocolat, una cursilada insoportable con la que mi pobre tía había llorado y todo. En fin, que Dios la tenga en su gloria.”

Cualquier verano es un final es una novela, más que sobre la muerte, sobre el final de la vida, sobre la posibilidad de decidir cuándo y cómo irse, y sobre lo que se supone que le pasa a uno cuando se acerca al final: la necesidad de hacer balance. Lo que Yorick examina son sus relaciones: de su amigo Luiz, cómplice y competidor, está enamorado por fascinación; de Alma, ilustradora de su editorial, está enamorado de manera unilateral. Son los más importantes, pero no los únicos, porque está también Anselmo Cárdenas, que trabaja en el grupo que ha comprado su sello y que se gana su rencor a base de intentar ayudarle: lo único que no se perdona es un favor. La trama es sencilla: Yorick se entera de que Luiz, su amigo brillante, ha ido a Suiza, al centro Omega de Rorschach, un lugar donde la gente va a morir y entre tanto se aloja en “suicidas cabañitas individuales” que dan al lago Constanza. Yorick visita a Luiz y quedan unos meses después en Setúbal. Entre tanto, Yorick repasa su vida juntos y a ese relato se añade algo así como su galería personal de amigos más o menos excéntricos. En el último tercio de la novela, se coquetea un poco con el thriller.

El protagonista se llama Yorick (“bueno, en realidad no, pero en realidad sí”) porque su padre “adoraba a Shakespeare como otra gente adora las patatas fritas, el sexo o la mentira”. El renombrado Yorick, como el bufón cuyo cráneo empuña Hamlet cuando entona su famoso soliloquio, ha sido operado de un tumor cerebral que le ha dejado sordo de un oído, además de haberle mermado el sentido del equilibrio. Los nombres que nos ponen a veces marcan nuestro destino, podemos pensar, pero Yorick no nos lleva solo a la calavera y el tumor del narrador (“si algo aprendí en el hospital es que no existe nada más aburrido que la enfermedad. Todos somos más o menos lo mismo en esas circunstancias”): Laurence Sterne le da a uno de los personajes de Tristram Shandy el apellido de Yorick, y Cualquier verano es un final está emparentada con esa novela: habla al lector directamente, para la narración cuando lo considera, da saltos atrás y adelante en la cronología de la historia, es deliberadamente meandrosa y aunque el tema es la muerte, es una novela humorística. Cualquier verano es un final entronca con la tradición anglosajona de la novela en la que la angustia existencial convive con la risa sobre todo gracias al estilo más que a las situaciones. Aunque de todo hay aquí, porque los remates de las frases que sacan la lengua a la expectativa generada (“Puede que sea ligeramente tullido, pero soy abrumadoramente soberbio”) conviven con situaciones donde la comedia viene del absurdo y que no desvelo para no estropear la carcajada. Yorick tiene eso que podríamos llamar flema inglesa: “¿No es extraño cómo algunas personas se empeñan en enredar su vida con la de otras hasta que es imposible saber si son culpables de algo, o víctimas de algo, o cómplices de algo, y así hasta que este alambicado entrelazarse con los demás nos lleva a no saber lo que somos ni lo que hacemos, ni tan siquiera lo que pensamos, sin que ello nos acerque a clarificar ni comprender las causas de los otros?”, le pregunta Luiz. “Se llama sociedad, Luiz”, responde Yorick.

Entre los riesgos que corre Ray Loriga aquí está el de que la novela se convierta en un pastiche, cosa que no sucede, aunque haya momentos en que la tensión decae un poco. En el caso de Loriga, como suele suceder, su facilidad para dar con frases buenas podría ser una rémora, peligro que se esquiva con gracia. La única concesión es que en el libro está contenida la frase que le da título, algo que puede ser o emocionante o demasiado evidente. Luiz y Yorick se quedan al refugio del sol en unas hamacas, “más que hamacas son tumbonas oxidadas”, poco antes de que aparezca el título de un modo bastante natural, sin aspavientos.

Es curioso hacer el ejercicio de mirar el estilo de Loriga como un todo, del que esta novela sería la muestra más reciente, algo así como el último f5; y es curioso ver que toda esa intensidad juvenil de los noventa es ahora un cierto desencanto no amargo, sino que lo acerca al zen, a estar en el aquí y el ahora.

Cualquier verano es un final tiene algo de burla (a la muerte –Yorick estuvo muerto durante la operación– y de ella, pero también del sector editorial, o de la autodeconstrucción de la masculinidad), de pedorreta. Si no, ¿cómo se explica que una conversación sobre la fe, sobre si rezar implica creer en Dios, lleve a hablar del modo en que se cocinan los testículos de los animales? Hacer ese giro con elegancia está al alcance de muy pocos. ~

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