Mayoría de edad

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La publicación del informe de la Academia y la gala de entrega de los Goya cierran el año 2003 del cine español. Como va siendo habitual, el año ha acabado con miedo, polémicas, desconcierto, quejas, pegatinas y cierre de filas de los académicos. Y no es que la salud del sector haya sufrido un dramático bajón, por la sencilla razón de que nunca ha sido buena, ni que se hayan producido pocos largometrajes —126, el año que más de la última década—, ni que las películas hayan sido mucho peores ni hayan arrastrado a menos espectadores a las salas —en el cine español, tan precario, el que en un año se estrenen o no un par de películas consideradas de calidad o taquilleras hace variar sensiblemente el balance—, ni que se haya perdido cuota de mercado —se ha pasado del 13,7% al 16%—. Entonces, ¿a qué viene tanto lío?
     La gala de entrega de los Goya del año pasado, la del “No a la guerra”, las críticas al gobierno y las pegatinas rojinegras, confirmó el desencuentro entre los profesionales del cine y el gobierno del pp. Con el compromiso de Aznar de mantener las ayudas al cine, parecía que, si bien seguiría habiendo tirantez —una tirantez de origen “estructural”, no circunstancial—, este año se hablaría de las películas y la gala sería una fiesta del cine. Pero el ambiente se fue calentando con la campaña de anuncios lanzada por la asociación de productores, en la que, con la excusa de defender al cine español del ogro norteamericano y pedir la ayuda urgente del público patrio, se ridiculizaban tópicos y costumbres norteamericanas que aparecen repetidamente en sus películas. “Aquí esas tonterías no pasan. Esto es cine español”, dice Resines en uno de los anuncios, el del chico jugando al béisbol, paralizado porque cree que su padre no le está viendo. Como si nosotros no mostráramos tópicos en nuestro cine. Al ver el anuncio de los taxistas que mientras conversan se saludan con una especie de danza exagerada de gestos típicamente yanquis, chocando las manos, etcétera, cabe preguntarse, entre la pena y la vergüenza, qué nos parecería a nosotros ver un anuncio made in USA de dos granjeros de Wyoming con palillos en la boca quitándose y poniéndose repetidamente la boina para acabar diciendo que se apoye al cine estadounidense. Ardería la embajada.
     El problema no es tratar de defender el cine español, sino el modo de hacerlo. Criticar el cine que viene de los EE UU, compararnos con ellos y mendigar la ayuda del espectador español, es, además de una osadía y una muestra de nuestro complejo mal digerido, un grave error estratégico. Basta con ir al cine —a una sala de versión original, cuyos espectadores no son sospechosos de estar sólo interesados en películas de Hollywood muy comerciales— y ver la reacción de ese público al que tratamos de captar tocándole la fibra sensible: aparte de bufidos, risas y otras lindezas, el comentario más repetido es el de que no van a ver cine español “porque es muy malo”. El público no es tonto, sabe que nuestro cine es digno, pero, en términos generales, no comparable al estadounidense, y además, ya que paga — subvenciones a través de sus impuestos, aparte de la entrada—, no le gusta que se le llore y se le acuse de darle la espalda. Mendigando no se vende nada. Resultado: se ha logrado que los espectadores se alejen un poco más de nuestro cine. ¿Por qué no se les explica, por ejemplo, que las majors obligan a los exhibidores españoles, si quieren proyectar una película norteamericana de éxito, a comprarles paquetes que incluyen varias películas de ínfima calidad? ¿Y que esta práctica discutible hace que películas españolas interesantes, como por ejemplo La flaqueza del bolchevique, duren apenas dos semanas en pantalla, aunque los espectadores estén acudiendo a verlas? ¿O que las televisiones —las españolas, no las norteamericanas— incumplen el acuerdo de invertir un 5% de sus ingresos en el cine español? ¿O que el cine no es el único producto subvencionado, porque, como decía el director José Luis Cuerda con gracia, también lo están las patatas, y nadie, cuando en un restaurante le sirven una ración, dice: “Oiga, ¡que me ha puesto unas patatas subvencionadas!”?
     Pero llegó la gala de los Goya, y la polémica creció, aunque los organizadores anunciaban una noche tranquila.

A las protestas de la Asociación de Víctimas del Terrorismo contra el documental sobre “el conflicto vasco” de Julio Medem, respondió la Academia por medio de su presidenta Mercedes Sampietro con una “defensa de la libertad de expresión”. No lo entiendo. Como si se hubiera visto amenazada. La libertad de expresión es para todos, y las víctimas del terrorismo tienen tanto derecho como Julio Medem para opinar lo que quieran y, en su caso, todos ellos para criticarse mutuamente y tener razón o equivocarse. Medem estrenó su documental en numerosas salas comerciales, y las víctimas se sintieron ultrajadas por su contenido y le criticaron. ¿Dónde está la censura a la que aludió Mercedes Sampietro? ¿No es la aceptación de las críticas uno de los pilares de la libertad de expresión? ¿O es que, con respecto al cine español, las películas y sus profesionales, todos se tienen que callar?
     La gala empezó tarde, tuvo el acierto de compartir su mayoría de edad —18 años de historia— con el cine iberoamericano —mediante la presencia de numerosos artistas hispanoamericanos y un guión plagado de referencias a la colaboración—, triunfó una buena película, y se abrió y cerró con canciones… estadounidenses. Y su audiencia en televisión fue la más baja en la última década. El tirón para los anunciantes no debía de ser muy grande cuando lo que anunciaron fueron productos contra la incontinencia, la acidez de estómago, los problemas de erección, la irritación vaginal y Rappel, en lugar de automóviles o perfumes. Esperemos que los espectadores del cine español no estemos tan hechos polvo, y que sólo fuera una casualidad.
     Pero todo lo anterior no son más que los síntomas de un problema grave: el mundo del cine parece haber olvidado que el destinatario principal de su producto cultural es el espectador, y que, en lugar de ser el espectador quien mime al cine español, es el cine español quien debe mimarle, ofreciéndole películas de todo tipo, emocionantes, profundas o entretenidas. Si le está dando la espalda, si se está alejando, será por algo. Echar una ojeada a los debates de aficionados al cine que han proliferado en Internet en los días anteriores y posteriores a la gala es de lo más ilustrativo: en la mayoría de los casos, llueven las críticas al cine español. Pienso que es un error caer en el ensimismamiento, el corporativismo, la falta de autocrítica, la forzada autocomplacencia y la aceptación de la cultura de la queja sistemática como modus vivendi, independientemente de que en ocasiones se tenga razón. Hay que seducir al espectador con cine, no con mensajes ni lloros indiscriminados, asumir la mayoría de edad y tener en cuenta la del espectador.
     Y para acabar. Algún lector se habrá fijado en que he llamado a los premios de la academia “los Goya”, y no los “premios Goya”. No ha sido para ahorrar espacio, ni tinta, sino porque los premios Goya son los que otorga la Asociación de Fotógrafos Profesionales de Zaragoza, según decisión de la Oficina de Patentes y Marcas. Pero que no se extrañe nadie, porque de casi todos los problemas del cine español tienen la culpa los demás. ¡Malditos fotógrafos maños! ~

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(Madrid, 1970) es narrador y guionista. Su libro más reciente es Antón Mallick quiere ser feliz (Destino, 2010).


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