La aventura escarpada de aprender hebreo

Jerusalén sorprende por su pobreza y vivir en un kibutz se parece a formar parte de una cooperativa. Un recuento de un viaje a Israel.
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Que Barbra Streisand haya sido el detonante de mi interés (¿desmedido?) por el judaísmo muchos quizá no lo entiendan, pero si la hubieran visto en la película Yentl a los doce años como yo, a lo mejor hoy irían conmigo a clase de hebreo y habrían sido mis compañeros de este viaje a Israel que hice a principios de año. Yentl está basada en un relato de Isaac Bashevis Singer, el único premio Nobel en lengua yidis. La protagonista de igual nombre es una chica ortodoxa que, a principios del siglo XX, decide cambiar su cotidianidad abocada a las tareas asignadas a las mujeres por una vida de estudio en la yeshivá, reservada a los hombres. Pero me estoy desviando del tema central, que es mi viaje a Israel con un grupo de personas que, a bote pronto, podríamos ser calificadas como “panda de frikis”, pero, ya saben, sarna con gusto no pica.

Habitualmente, hablar de Israel es hablar mal de Israel. Como este no era un viaje para masoquistas, algo bueno (o “positivo”, en lenguaje blandito de hoy) buscábamos en ese país tan complejo que, además de falafel, playas de arena fina y religiosidad, tiene mucho para descubrir y de lo que aprender. Todos los que íbamos entendíamos, al menos, el derecho de Israel a existir como Estado, independientemente de los volantazos políticos de su coalición actual de gobierno.

El grupo era de lo más ecuménico: había católicos, evangélicos, marxistas clásicos, un buen porcentaje de ateos y otros con debilidad por los Estados pequeños, como un diputado nacionalista vasco, sin ir más lejos. Lo menos parecido a un grupo homogéneo que viaja a Tierra Santa con la parroquia. Cada uno llegaba por su cuenta, y allí nos juntábamos para hacer actividades en común. Todo muy poco kibutziano, la verdad. Pero es que los kibutz ya no son como antes, cosa que aprenderíamos pocos días después.

Cuando se supera la prueba más difícil –pasar el control del aeropuerto– llegan otras: bienvenidos a la lengua hebrea, resucitada en el siglo XX para el uso cotidiano por iniciativa de Eliezer Ben Yehuda, considerado el padre del hebreo moderno. Por fortuna, los principales letreros están siempre traducidos al inglés y al árabe, así que me bajé en la estación que me correspondía, sin errores. Aunque pueda sorprender, el tren a Jerusalén iba lleno de turistas; cada uno visita el país por razones bien distintas, no como cuando vas a Italia, que nadie se pregunta por qué estás allí: la belleza y la buena comida son dos razones aplastantes.

Hay un meme de Instagram muy acertado que describe el comportamiento de alguien que estudia hebreo: su cerebro borra cada palabra nueva aprendida en clase un minuto después del fin de esta. La expresión “cogido con alfileres” es la más apropiada para quien estudia una lengua semítica donde las palabras se escriben de derecha a izquierda en un alfabeto totalmente ajeno en el que, por regla general, las vocales se omiten. Es como si todo lo legible se convirtiese en el logo de Mango, que ahora se escribe MNG. Pero cuando estás en el país en cuestión y has de sobrevivir lingüísticamente, las conexiones cerebrales empiezan a funcionar a marchas forzadas para ayudarte. Llegar a pronunciar “Por favor, ¿este tranvía para en Mahane Yehuda?” es un acto heroico y, como tal, libera una buena dosis de adrenalina. Cuando ves que te has hecho entender, las endorfinas hacen su aparición en tropel y la sensación inmediata es de un bienestar insólito. Las drogas nunca conseguirán un efecto así ni con siglos de investigación en laboratorios.

Llegar a Jerusalén es siempre una experiencia emocionante, salvo que te hayas criado en una comunidad aislada, sin contacto alguno con las religiones monoteístas. Una vez allí te sorprende que la ciudad sea de las más pobres del país: como las comunidades ultraortodoxas están exentas del pago de muchos impuestos, la ciudad luce bastante cutre. Mucho cableado por fuera, caótico, y, en algunas zonas, casas bajas a medio terminar. La vida en las callejuelas del centro te hace sentir en un entorno de lo más mediterráneo, especialmente a nivel sonoro: teles y voces de gente a todo volumen.

Muy distinta es la atmósfera que se respira en el kibutz Revadim, a una hora de Tel Aviv. Lo primero que me llamó la atención al atravesar su verja fue la vegetación, tan abundante. Sus miembros nos comentaron que el agua no les falta: desalar la del mar es ya moneda corriente en Israel, de ahí que la preocupación por la sequía no sea tan acuciante como en España.

Nuestros anfitriones en el kibutz eran latinoamericanos: de Chile y de Perú. Todos habían vivido la época dorada de la comunidad, que incluía las idiosincráticas “casas de los niños”, donde estos pasaban la noche sin sus padres, a quienes solo veían un rato por la tarde. Hoy la antigua casa de los niños alberga la guardería de la comunidad.

La mañana en el kibutz tuvo resonancias de la visita a la granja-escuela que nunca hice en mi infancia, por haber nacido yo antes de que se implantara esa costumbre: nos enseñaron a los terneritos recién nacidos de la granja que aún mantienen activa y nos pasearon por los distintos espacios, incluido el refugio antiaéreo. Después del paseo nos sirvieron un desayuno suculento, que incluía pastelitos caseros y café con leche. Ahí reparé en que la leche venía en tetrabrik, y les pregunté a nuestros anfitriones si procedía de las vacas que acabábamos de ver. Obtuve un “no” como respuesta: ahora toda la leche la venden al exterior porque les sale más rentable. El cuento ha cambiado: vivir en un kibutz es hoy más parecido a formar parte de una cooperativa de vivienda en pleno campo, un plan algo elitista con el que muchas familias sueñan.

La visita a la Ciudad Vieja y a los lugares sagrados para el cristianismo y el judaísmo la comenzamos en la puerta de Jaffa. De ahí fuimos callejeando por la zona cristiana, que, por su ambiente tan de bazar, daba la impresión de ser más bien árabe. Vendían souvenirs insólitos como coronas de espinas, camisetas sionistas y también mucho recuerdo cristiano, especialmente rosarios. Poco después aparecimos junto a la basílica del Santo Sepulcro, en el monte Calvario, donde aprendí una de esas curiosidades tan israelíes: quienes se encargan de las llaves de la iglesia, para evitar peleas entre congregaciones cristianas, son dos familias musulmanas. Una la custodia y otra la abre y cierra cada día.

Otras peculiaridades de Israel las vi en Akko, también conocido “en cristiano” como San Juan de Acre, donde se asentaron los cruzados en el siglo xii. Resulta que Akko es hoy un pueblo totalmente árabe, con su correspondiente zoco (en hebreo shuk), en el que por fin encontramos el ansiado restaurantito auténtico que todo viajero busca: un pequeño local donde solo sirven hummus. Se llama Saíd, imagino que como su dueño, y tiene grandes colas en verano y épocas de mayor turismo. Me fijé en varios hombres de los que se podrían considerar parroquianos del lugar, gente que come allí a diario garbanzos con pan, y me alegré de no verlos muy entrados en carnes, a pesar de su dieta rica en carbohidratos.

Cuando creíamos llevar toda la vida allí, pues hasta pedíamos sahlab –una bebida de cuchara que lleva maicena, canela y leche– con naturalidad, llegó el momento de cruzar el Mediterráneo para volver a casa. Algunos lugares de Israel tienen un aire a los de aquí, así que, para no añorar mucho Tel Aviv siempre podemos recrearla imaginariamente, por ejemplo, en algunas calles de Alicante, Málaga o incluso Barcelona, a pesar de que a esta última la hayan deshermanado de su melliza israelí por decisión municipal. ~

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