Menos pasado y más futuro

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Andrés Oppenheimer (Buenos Aires, 1951) es uno de los periodistas más influyentes en lengua castellana, no solo por sus columnas en The Miami Herald, sino por sus libros de investigación económica. Después de Cuentos chinos (Debate, 2006), una denuncia de los estereotipos del populismo latinoamericano, ahora publica ¡Basta de historias! La obsesión latinoamericana con el pasado y las 12 claves del futuro, un repaso a los puntos flacos de Latinoamérica y una suerte de mapa de salida de esa situación de perpetuo “en vías de” en que parece atrapado el subcontinente.

 

El hilo conductor de ¡Basta de historias! es que el enorme déficit del sistema educativo de la mayor parte de los países latinoamericanos es la razón por la que la región no despega. ¿Cree que es así?

Sí. En América Latina se han ensayado todas las recetas económicas habidas y por haber, y no se ha logrado reducir la pobreza con la misma rapidez que en Asia, porque la región no produce la educación de calidad necesaria para ser competitiva en la economía global.

En el libro doy ejemplos escalofriantes. No hay una sola universidad latinoamericana en los rankings de las mejores 100 universidades del mundo, a pesar de que Brasil es la octava economía mundial, y México la doceava. Y mientras Corea del Sur registra 8.800 patentes por año en la Oficina de Patentes y Marcas Registradas de Estados Unidos, Brasil registra solo 100, México 60 y Argentina 45. En la nueva economía mundial del conocimiento, en la que los países que más avanzan son los que más productos patentan y comercializan a nivel mundial, la producción científica y técnica latinoamericana es muy menor. Ese es el gran desafío de la región.

 

También es importante el énfasis que pone en el desproporcionado número de estudiantes de humanidades (letras, filosofía, psicología) frente a la escasez de ingenieros, biólogos, físicos. ¿Por qué cree que sucede esto?

Porque los latinoamericanos glorificamos al intelectual sesudo que recita a filósofos o sociólogos, o a los abogados que hablan bonito, pero no tenemos la misma admiración por el ingeniero, el matemático o el científico. En ¡Basta de historias! cuento que en la Universidad de Buenos Aires (uba), una de las más grandes de Latinoamérica, hay en este momento 29.000 estudiantes de psicología y solo 8.000 estudiantes de ingeniería. O sea, están produciendo tres psicólogos para curarle el “coco” a cada ingeniero. ¡Y el Estado lo está subvencionando! Es un disparate total.

 

Uno de los rasgos culturales principales de la mayor parte de Latinoamérica es su obsesión con el pasado y su interpretación nacionalista. Ese es también, señala, una de las razones de su subdesarrollo.

Yo no digo que la historia no sea importante, ni que tengamos que olvidarla. Pero en Latinoamérica se nos ha ido la mano… Entras en cualquier librería latinoamericana y la mayor parte de los libros son novelas históricas o biografías de personajes históricos. La mayoría de los presidentes latinoamericanos viven hablando de los próceres del pasado. Chávez le cambió el nombre a su país por el ridículamente largo “República Bolivariana de Venezuela”. Estamos desenterrando a los muertos, literalmente. Chávez acaba de paralizar el país para exhumar los restos del libertador, y los de sus dos hermanas. Lo mismo está ocurriendo en otros países, incluso en México.

No hay nada de malo en rememorar, discutir y aprender de la historia. Pero cuando la obsesión por la historia nos distrae de la tarea mucho más urgente de concentrarnos en el futuro –invirtiendo en la calidad de la educación, la ciencia y la tecnología–, entonces tenemos un grave problema.

 

Y una consecuencia de la pregunta anterior es, naturalmente, la resistencia de los países latinoamericanos a la globalización.

Miramos demasiado hacia atrás, y demasiado poco hacia adelante. Hay excepciones, claro. Chile es un país con visión periférica: los chilenos viven mirando qué pueden aprender de otros países en todo el mundo. Pero la mayoría de sus vecinos sufren de ceguera periférica. Viven mirándose el ombligo.

 

¿Cómo se explica que los dos países más globalizados de Latinoamérica sean Chile y Brasil, que se han abierto enormemente durante gobiernos de izquierdas?

Porque tienen una izquierda moderna, inteligente, como la tuvo en su momento España. Eso es lo más esperanzador de Latinoamérica: por primera vez en mucho tiempo hay una izquierda moderna, y ha tenido logros extraordinarios.

 

Quería preguntarle también por su país, Argentina. Insinúa usted que uno de los problemas principales de este país es su tendencia a culpar siempre a los demás de sus problemas: si las universidades están en puestos bajos de los rankings, es que están mal los rankings, etcétera…

Es cierto. Hace pocas semanas estuve en Argentina para presentar el libro justo en la misma semana en que la OCDE dio a conocer los resultados de los tests PISA –que miden los conocimientos de los jóvenes de 15 años en matemáticas, ciencias y comprensión de lectura en 65 países. Argentina, que alguna vez fue el país con mejor educación en Latinoamérica, salió en el puesto 58, muy por detrás de Chile (44), Uruguay (47), México (48), Colombia (52) y Brasil (53).

¿Y cómo reaccionó el gobierno argentino? En lugar de reconocer que el país tiene un problema educativo, tal cual lo hizo el presidente Obama cuando Estados Unidos salió en el puesto 17 en ese mismo test, el ministro de Educación argentino salió a decir que la culpa era de los tests pisa, porque según él no sirven para medir la realidad educativa argentina. ¡Es exactamente lo contrario a lo que debería haber hecho! Si Argentina no reconoce que se está quedando atrás, nunca va a poder superarse y desarrollar esa tremenda reserva de talento que tiene el país.

 

Uno de los grandes males económicos de algunos países de América Latina es su dependencia de las materias primas. Es como si la naturaleza hubiera trabajado para los latinoamericanos durante siglos y ahora estos pudieran sentarse a ver cómo el petróleo o los metales –nacionalizados, por supuesto– les alimentan.
Sí, pero la dependencia de las materias primas muchas veces lleva a la complacencia, a los gobiernos corruptos y a una mayor pobreza. Quizás no sea casualidad que los países del mundo con mayor ingreso per cápita –como Liechtenstein, Luxemburgo o Singapur– no tengan materias primas, mientras que otros países riquísimos en materias primas –como Nigeria o Venezuela– tienen niveles de pobreza altísimos. Lo ideal, por supuesto, sería aprovechar los ingresos de las exportaciones de materias primas para invertir en educación, ciencia y tecnología, y diversificar las exportaciones. Eso lo han logrado países como Nueva Zelanda y Suecia, pero muy pocos en Latinoamérica.

 

Otro de los problemas que señala es la inmensa politización de los proyectos económicos: los gobiernos toman medidas oportunas, pero son interrumpidas al cabo de cuatro años porque los políticos son incapaces de continuar los proyectos de otros. ¿Por qué este fenómeno?

Porque cada nuevo gobierno quiere inventar la rueda, y diferenciarse del anterior. Pero, por suerte, eso está empezando a cambiar. Los gobiernos de Chile, Brasil, Perú, Uruguay, y varios otros le han apostado a la continuidad en las políticas económicas, y les ha ido muy bien. Ahora falta que hagan lo mismo con las políticas educativas y adopten políticas de Estado para mejorar la calidad de la educación.

 

Pone el ejemplo del sindicato de maestros de México como símbolo del inmovilismo de una serie de instituciones –sindicatos, partidos de izquierda– que se fundaron en defensa de los trabajadores, pero que ahora ejercen como defensores de los privilegios de una minoría.

El sindicato docente de México es el sindicato más grande de América Latina, y es el único que conozco que tiene un partido político propio. Hay quienes calculan que maneja un presupuesto astronómico de 4.700 millones de dólares anuales. Con tanto poder es difícil convencer al sindicato a cambiar el statu quo, pero –como cuento en el libro– no es imposible.

 

También explica detalladamente que no se trata de eliminar al Estado o hacerlo necesariamente muy pequeño, sino que la cuestión es que sea inteligente, ágil, que sepa dónde invertir: cita ejemplos de colaboración entre empresa y Estado como Finlandia e Israel.

Por supuesto, el rol del Estado es importante en todos los países que más han logrado avanzar en materia de innovación. Pero lo que vi en Finlandia, Israel y otros países de gran nivel de innovación es una mayor interacción entre el Estado y las empresas privadas de lo que vemos en Latinoamérica.

 

Usted habla en su libro de los países latinoamericanos, pero me parece que muchos de sus males, aunque naturalmente en otra escala, están también en España: mal sistema educativo, universidades anquilosadas, politización de los proyectos económicos. ¿Cree que es así?

Sí, claro. En el test pisa de comprensión de lectura, España salió en el lugar 33 de los 65 países, por debajo de la media europea, e incluso por debajo de Portugal, que salió en el puesto 27. Y en materia de patentes registradas en la Oficina de Patentes y Marcas Registradas de Estados Unidos, España registra apenas 320 por año, contra 9.000 de Alemania y 3.100 de Francia. O sea, España registra muchas más patentes que los países latinoamericanos –tres veces más que Brasil– pero muchísimas menos que sus vecinos más desarrollados de Europa.

 

Finalmente, ¿cree que, aunque sea con un gran esfuerzo, la región latinoamericana podrá dejar atrás sus vicios políticos y crecer como en los últimos años lo han hecho países como China o la India, que procedían también del subdesarrollo?

Sí, en el fondo soy optimista. Al final del libro doy doce claves muy concretas con las que Latinoamérica –y España– pueden mejorar dramáticamente su retraso educativo en muy poco tiempo, con base en lo que se está haciendo en otras partes del mundo. Corea del Sur, Singapur, la misma Finlandia eran países muy pobres hasta no hace mucho, y pudieron desarrollarse en buena medida gracias a un enorme impulso a la calidad de sus sistemas educativos. No hay razón para que los países latinoamericanos y España no puedan hacer lo mismo. Es perfectamente factible. Pero tenemos que mirar un poco más hacia adelante, y un poco más a nuestro alrededor, para aprender de lo que ha funcionado en otros países. ~

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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