Asumiendo que “al buen entendedor, pocas palabras”, sin perderse en la discusión bizantina (y mexicana) sobre el carácter y la identidad, el poeta Antonio Deltoro prologa, extensamente, El gallo y la perla. México en la poesía mexicana (UNAM, 2012), un libro cuya riqueza empieza, desde luego, en la apariencia tautológica del título. En efecto, no es necesario ser mexicano (o francés o nigeriano, da igual) para escribir poesía sobre el país propio ni es suficiente con versificar con localismos o claves históricas para que un poema arroje luz sobre ese misterio mayor de la modernidad, las naciones. Hay una dicción poética, sostiene Deltoro, que habla de un país, lo condensa, lo elogia, lo estigmatiza y seleccionó a los poetas que, en su opinión expresan mejor esa “mexicanidad”, tomando la decisión, incómoda, de limitarse al siglo XX, una vez que el modernismo se encontró con la Revolución Mexicana y, después, la de sólo seleccionar a los poetas comprendidos entre José Juan Tablada (1871–1945) y José Emilio Pacheco (1939). Entre esos dos poetas, la nómina elegida por Deltoro y Christian Peña, su socio en esta empresa, es la siguiente, en orden cronólogico: Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, Julio Torri, Renato Leduc, Carlos Pellicer, Manuel Maples Arce, Bernardo Ortiz de Montellano, Nellie Campobello, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Gilberto Owen, Rodolfo Usigli, Octavio Paz, Efraín Huerta, Juan José Arreola, Jorge Hernández Campos, Rubén Bonifaz Nuño, Dolores Castro, Jaime García Terrés, Rosario Castellanos, Jaime Sabines, Enriqueta Ochoa, Eduardo Lizalde, Juan Bañuelos, Marco Antonio Montes de Oca, José Carlos Becerra y Abigael Bohórquez.
Antes de entrar en los litigios que toda antología provoca y sin la cual el género, central en la historia de la crítica y del gusto, no tendría sentido ni personalidad alguna, conviene dedicar un rato a hojear y a disfrutar El gallo y la perla. Desde luego, la pareja primordial de nuestra poesía moderna, tal cual lo estableció Xavier Villaurrutia (del cual resulta difícil encontrar un poema idiosincrático, según Deltoro) y tras él, Paz y Pacheco, la componen Tablada y López Velarde, con el añadido (en un caso parecido al de Haydn y Mozart) de que el mayor (Tablada) alcanzó a ser maestro y alumno del menor, López Velarde, en el cual siempre sorprende esa extravagante salida del foro, escribiendo, La suave patria y muriéndose para ser, a título póstumo, poeta nacional.
Deltoro y Peña siguieron el canon volviéndonos a recordar “lo mexicanos” que resultaron ser Torres Bodet, Gorostiza, Owen y Novo, rechazados como “extranjerizantes” en una acusación en contra de cuyo tufo se ha escrito casi toda la historia de nuestra poesía moderna. De la misma forma, leído en una antología sobre México en México, Paz, él también acusado de no ser ni mexicano ni universal, resulta, con la docena de poemas suyos escogidos para El gallo y la perla, el más entrañablemente “mexicano”. Es cosa sólo de ennumerar los “personajes” y lugares poéticos que aparecen en esos poemas de Paz: el henéquen, la dama huasteca, el valle de México, “sólo el llano; cactus, huizaches”, la Plaza de los Sacrificios, el Banco de México y sus billetes viejos, los licenciados zopilotes, los tapachines…
Corroborar la “mexicanidad” de Lizalde, de Bonifaz Nuño, de Becerra, de García Terrés en “El gran poema náhuatl sin comienzo ni fin” sopeado en aztequismos, de Arreola y de Castellanos, releer un buen poema de Bañuelos y algunos no tan buenos de Montes de Oca (un poeta al cual la cantidad le viene mejor), es una de las ganancias que el lector obtendrá de El gallo y la perla. También lo será disfrutar de la decisión de entresacar de la prosa de Nellie Campobello textos que funcionan admirablemente como poesía en prosa, haciendo una pareja contrastante (que quizá Jorge Aguilar Mora ya había intuido) con Julio Torri. Está muy bien arrojar luz sobre una poesía poco leída y mal apreciada, como la de Dolores Castro o compartir a Bohórquez, un poeta muy del gusto de nuestros poetas más jóvenes.
El problema con esta antología es que no se basta a sí misma y exige, nada más al leerla, un segundo tomo que tome el verdadero riesgo de ir más allá de la seguridad del canon histórico y penetre en la apasionante averiguación de qué puede ser México, aplicando ese corte esencialista, identitario, en la lectura de los poetas nacidos en la segunda mitad del siglo XX. ¿Cómo se encontrará México en México leyendo, por ejemplo, a Coral Bracho, David Huerta, Jorge Esquinca, Tedi López Mills, José Luis Rivas, Julio Trujillo, Luis Felipe Fabre, etc..? Quizá sea una tarea para Christian Peña, el coautor de esta antología, nacido en 1985. Y para Deltoro, ya que se trata de encargarle tareas a los demás, un complemento de El gallo y la perla sería agregar los poemas mexicanos de mexicanos no nacidos en México, ausentes de manera injustificada, como Luis Cernuda, Agustí Bartra, Gerardo Deniz, Eduardo Milán, Juan Gelman, Roberto Bolaño, Ulalume González de León, entre otros. Y un tercer libro, cuya lectura se antoja tras ésta, sea volver a intentar una antología sobre México en la poesía en otras lenguas, cuyo sólo índice sería enorme y riquísimo: Occidente mirándose en una de las tierras que más han excitado a su fantasía.
Pero si me atengo a lo que es El gallo y la perla y no a la que pudo ser, quizá la pregunta crítica pertinente, dirigida a los lectores de esta antología de México en la poesía mexicana, sea saber sí, una vez visitada y revisitada, les parece nuestra poesía “tan aristocrática, íntima, silenciosa, reflexiva y seria” como le parecía a Villaurrutia, tal cual lo recuerda Antonio Deltoro en el prólogo.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile