De entre los amigos y conocidos con quienes comparto una severa adicción mediática, fui el único yonki desahuciado que sí vio en vivo desde Santo Domingo las seis horas completas que duró la sesión final de la cumbre del Grupo de Río, el pasado 7 de marzo. No me siento precisamente orgulloso de ello. Ni siquiera me queda el consuelo de haber presenciado un espectáculo patético, del cual no acaba todavía de desenmarañarse la fétida madeja.
No estoy para nada orgulloso. Debí haberle cambiado de canal cuando la pandilla pseudorevolucionaria se soltó eructando en nombre de la hermandad latinoamericana y del bolivarismo en el que, faltaba más, todos nos reconocemos. El asunto de la violación a la soberanía de Ecuador por parte de Colombia —y que el presidente Rafael Correa identificó con un ataque a su ultrajado y salvajemente sodomizado pueblo ahí donde no murió un solo ciudadano ecuatoriano— fue discutido y podría seguir discutiéndose hasta la náusea. Nadie me obligó a mal digerir tanta verborrea. Acúsome entonces de no cambiarle de canal (nadie ha hablado de llegar al extremo de apagar la tele) cuando era el momento de hacerlo.
La verdad sea dicha, no podría sentirme orgulloso de mi capacidad de aguante ante un show de cretinos, ni mucho menos ponerme de lado de Colombia, pero el hecho es que mientras Daniel Ortega peroraba amenazando con ir a soliviantarse al WC y Chávez rememoraba viejas batallas libradas en los frentes clandestinos del ejército venezolano y las guerrillas libertadoras, sus dos ámbitos naturales, Álvaro Uribe fue el único que habló de seguridad democrática en un régimen de libertades y garantías individuales. Tal cual. No justifico ni entiendo el tipo de decisión carnicera que, al ordenar un bombardeo, tomó Uribe el malo, el títere del imperio. Contrariamente, no me ocurre lo mismo con el silencio autista del resto de tan distinguida concurrencia, ni desde luego con la hipocresía teatrera de “las viudas de Raúl Reyes”, como llamó a la mancuerna Correa-Chávez el periodista y escritor peruano Jaime Bayly en su programa de televisión El francotirador.
Admito con resignación que desde hace unos días ando jurado. En previsión de la cumbre entre la hermandad latinoamericana y la Unión Europea en Lima, ya he hecho mis votos de abstinencia (que por supuesto no cumpliré). Pronostico declaraciones incendiarias y sombrerazos, más silencio y más autismo, y un final de telenovela en el que todos se abrazan sonrientes y salen agitando un bracito o ambos en la gran foto de familia. No importa que México siga perdido en el laberinto latinoamericano en nombre de los principios que nos dieron patria y, más importante aún, política exterior propia y honrosa cual pocas. Total. No importa quedarse callados haciendo dura y disciplinada faena diplomática, mientras que la viuda Correa continúa su frenética carambola a tres bandas y se permite ventanear en su programa de radio presidencial de los sábados al mandatario mexicano y su intercesión a favor de oscuros intereses empresariales en Ecuador. Todo sea con tal de mantener nuestros lazos históricos —en los que por cierto parece pesar más el pasado autoritario que el imperioso presente democrático.
No importa tampoco que el único y valioso botín de la matazón describa con detalle la forma en que operan mafiosamente las FARC a escala internacional, sus métodos para reclutar la conciencia de estudiantes valientes y muy confundidos, y por supuesto sus modos de canalizar dinero bien habido producto de la venta y tráfico de Maracachafa (o sea cocaína, pues) entre miembros leales de la hermandad latinoamericana que necesitan mucho cash para financiar sus campañas políticas; no importa que las tres laptops con quién sabe cuántos gigas de información incriminen una y otra vez a la familia extendida en Argentina o Paraguay de las viudas de Raúl Reyes; no importa seguir haciendo como que no pasa nada y justificar que ante asuntos de semejante truculencia, los mandatarios y mandamases no asuman una posición clara, es decir democrática, es decir la única posible; no importa que un ex canciller mexicano sugiera rebatir abiertamente el fundamentalismo bolivariano con corrección y sin provocaciones, ni que el susodicho haya escrito literalmente con una bola de cristal entre las manos el 14 de noviembre de 2007: “un buen día, el agua llegará al río: ya no bastarán las palabras, y pueden sobrar las armas” (Reforma, “Tiempo de rectificar”); no importa que la sociedad colombiana haya puesto al parejo su parte y cuota de sangre para recuperar sus ciudades, Bogotá, Cali y Medellín como sería menester rescatar a la ciudad de México, a Guadalajara y Monterrey y Morelia y Culiacán, también; no importa atender a quienes preclaramente piensan y definen al narco mexicano como una variante del terrorismo (el ejemplo es el periodista Ciro Gómez Leyva); no importa ni resulta pertinente imaginar un futuro en que el país estará tomado por el crimen organizado, la violencia sicaria campeando a lo largo y ancho del territorio y los policías malos encargándose de ejecutar a los policías buenos (o sea más o menos como ya estamos actualmente); importa menos aún plantearse la descabellada hipótesis de qué sucedería y cómo reaccionaría la sociedad mexicana en su conjunto si un día un comando de Rangers, Boinas Verdes o de la Legión Extranjera cruza la frontera de noche y nos hace el favor de borrar del mapa a los cárteles que no conocen, ni siquiera entre ellos, la paz.
Nada de lo anterior importa. En la cumbre de Lima, una vez más Chávez podrá descalificar muy a gusto a medio mundo, empezando por la Interpol, y de paso nos revelará el pasado nazi de Angela Dorothea Merkel; en esa tesitura, Jaime Bayly será señalado como un marica degenerado que además vive en Miami; el recientemente elegido a la American Academy of Arts and Sciences, Jorge G. Castañeda, será desenmascarado como un mero agente de pérfidos intereses personales y por supuesto extranjeros. Menos mal. Lo que verdaderamente importa es que quienes no tienen tiempo para pensar en estrambóticos escenarios hipotéticos y viven en el mundo real de las decisiones, me refiero a nuestros sagaces estadistas latinoamericanos, sigan haciendo precisamente lo mismo; es decir, que se mantengan calladitos y sin tomar decisiones.
– Bruno H. Piché
(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.