Mientras diluvia, 2

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Historias de la escasez

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A la ciencia ficción podría llamársele, con más precisión, ficción especulativa, tal como propuso en los años sesenta –aunque con poco éxito– el escritor estadounidense Harlan Ellison: menos que intentar la profecía, varias de sus mejores obras examinan las tendencias de la ciencia, la técnica y del pensamiento en el presente, y los escenarios futuristas, cuando aparecen, son sólo un recurso para permitir a la imaginación el contemplar la realidad inmediata desde ángulos insospechados, impopulares, políticamente incorrectos.

Más aún, la ciencia ficción ya no puede considerarse solamente un subgénero: es un modo de contar, una estrategia narrativa que ha salido de los confines de su gueto literario y se utiliza en obras que jamás serían etiquetadas como Sci Fi. Varios temas que destacan en la ficción popular actual –la paranoia, las pandemias, la destrucción de los estados nacionales, la fractura de la conciencia individual– son síntomas de malestares y temores contemporáneos y se tratan de manera especulativa; no siempre se parte de la teoría o las investigaciones más recientes, pero la fortaleza de la ciencia ficción es precisamente esa independencia, que le permite mirar y discutir tales ideas de modo más visceral e imaginativo, sin otra obligación que la de crear extrapolaciones convincentes.

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Dentro de la ciencia ficción propiamente dicha, se han publicado incontables relatos sobre crisis ambientales desde comienzos del siglo XX, y la imagen de la Tierra convertida en un planeta desértico como consecuencia de algún desastre es un lugar común al que la literatura y el cine han recurrido muchas veces: por ejemplo, la serie fílmica Mad Max de George Miller (1979-1985) sigue siendo una influencia ineludible por su insistencia en la arena como agente destructor y su uso de ruinas y artefactos en mal estado como símbolos de decadencia y desintegración. Sin embargo, el agotamiento y la escasez del agua ha sido el centro sólo de un puñado de historias.

La sequía de J. G. Ballard (1965) es probablemente la más conocida: aunque es un trabajo temprano de su autor, escrito antes de que alcanzara la madurez expresiva de sus obras más famosas, el libro consigue no sólo describir plausiblemente un desecamiento global (debido a un exceso de desperdicios industriales que cubre los océanos e impide la evaporación natural), sino también mostrar sus consecuencias, que incluyen la desaparición del mundo occidental entero en un cataclismo cultural muchas veces más grande y devastadora que la caída de Roma: con el agua, por supuesto, se pierde uno de los recursos fundamentales para el sostenimiento de las sociedades de consumo, y la fricción dentro de las naciones, más que entre ellas, ocasiona su derrumbe violento.

Los medios masivos acostumbran tratar los desastres ecológicos (véase El día después de mañana de Roland Emmerich [2004] o cualquier otro filme semejante) desde el punto de vista de personajes que sobreviven y rehacen su vida sin grandes dificultades mientras la muerte horrible de millones sólo se menciona o se resume; incluso, muchas de estas historias parecen decir que una hecatombe planetaria, incluyendo la aniquilación de un elevado porcentaje de la población del mundo, podría ser un suceso benéfico, liberador para los supervivientes. Ballard combate esta impresión absurda y su frivolidad escapista –como lo hacen también los lúcidos ensayos de Kim Stanley Robinson y otros autores preocupados por el asunto– y por lo tanto muestra la situación como lo que será: una pesadilla, una catástrofe en el sentido más cabal y terrible de la palabra.

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¿Por qué no hay muchas más historias como La sequía? Las hay, por supuesto, pero no todas se consideran ficción especulativa. En realidad, si alguna tiene todavía la capacidad de ilustrar los peligros del deterioro ambiental y mover a la acción, es mejor que no deba sufrir la lectura prejuiciosa o estrecha de tantos detractores (y defensores) de la ciencia ficción: libros como La carretera (2006) de Cormac McCarthy comparten las preocupaciones de Ballard y Robinson pero llegan más lejos y, presumiblemente, a un público no sólo diferente sino más receptivo.

Por otra parte, como sabemos, la popularidad de un tema en la monocultura global no depende en absoluto de su verdadera importancia. Los arsenales nucleares son todavía un peligro, pero ya no atraen el interés de los grandes públicos como lo hicieron durante la segunda mitad del siglo XX, y la actitud general ante las historias con “conciencia” ecológica tampoco es ya la misma que en los sesenta o los setenta. En cualquier caso, en el subgénero prima desde los tiempos del propio Ballard una actitud resignada y cínica: Brian Stableford, escritor y estudioso de la ciencia ficción como Robinson, ha encontrado que la ironía más frecuente en las historias de ciencia ficción de tema ecológico es la aceptación de una crisis ambiental de larga duración como “una suerte de justicia”, una retribución apropiada a la irresponsabilidad humana. Sólo en esto se parecen estas historias a los libros proféticos.

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Nuestra propia ciencia ficción –marginada incluso en su periodo de mayor pujanza, en los últimos quince años del siglo pasado– no ha dado ninguna obra de relevancia especulativa ni literaria sobre el problema del agua. Sólo como curiosidad, dos textos: “El día temido”, un cuento de Sergio Fernández Bravo que apareció en el segundo volumen de una antología emblemática: Más allá de lo imaginado (1991), y la novela Sequía: México, 2004 (1997) de Francisco Martín Moreno, posteriormente reeditada como México sediento.

– Alberto Chimal

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(1970) es autor de Cartas para Lluvia, Los atacantes, La torre y el jardín, Los esclavos y Gente del mundo, entre otros. Por su libro Manda fuego (2013) ganó el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para obra publicada.


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