Ilustración: Fabricio Vanden Broeck

Miltín 1934 (fragmento)

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Quienes hayan viajado por la región del estero de Puangue habrán observado un cerro en forma de cono trunco que se corta contra el cielo –sobre todo al anochecer– en graciosísima forma. Si se pregunta a cualquier campesino de allí por el nombre de dicho cerro, responderá: “Miltín”. Así es. Ese cerro se llama Miltín.

Este nombre le viene de un antiguo cacique araucano que allí, en su punta, vivió sus últimas horas y murió. Vamos a su historia:

Como se sabe, el 12 de febrero de 1541 don Pedro de Valdivia fundaba esta, la ciudad de Santiago. El 13 del mismo mes, partía en dirección del mar, más o menos por donde hoy corre el ferrocarril a Cartagena. Marchaba adelante un escuadrón de Caballería del Regimiento General Baquedano Nº 7; seguía después un batallón de Infantería del Pudeto Nº 12, y tras este venía Valdivia con su Estado Mayor, con los servicios sanitarios, con varios frailes del convento de los Dominicanos de Talca y con cuatro compañías de ametralladoras Vickers. Cerraban la marcha dos baterías de artillería del Regimiento Coronel Ibañez Nº 1 quedado en la capital. Un avión trimotor piloteado por el mayor Angol –tatarachozno del actual capitán Angol, mi amigo– sobrevolaba la expedición alerta ante los posibles peligros.

El 14 acampaban en el sitio en que hoy se encuentra el pueblo de Chiñihue y el 15 por la mañana, junto con apercibir los primeros jinetes las aguas del Puangue, el mayor Angol, desde su avión, gritaba por radiotelefonía: “¡Peligro!”

En efecto, media hora más tarde la caballería española se veía obligada a replegarse ante un primer contingente de tres mil indios –otros historiadores hacen subir su número a seis mil– que en líneas cerradas atacaban lanzando bombas de gases asfixiantes.

Acto continuo Valdivia ordenó formación de combate y a las 12 en punto, junto con sonar el cañonazo de mediodía en el Huelén –hoy Santa Lucía–, empezó la histórica batalla del estero de Puangue.

Durante seis horas rugieron cañones, ametralladoras, fusiles, carabinas, morteros, bombas de mano y pistolas automáticas. Durante seis horas los grandes tanques, como hipopótamos, se sumergían en las aguas del Puangue para salir ya de un lado ya del otro –según a quienes favoreciera la suerte–, amenazadores más que hipopótamos mismos; y durante igual tiempo los tanques ligeros brincaban como gacelas y caían sobre compañías enteras
ya de españoles ya de indios según de qué punto se hubiese iniciado el brinco. Durante seis horas los gases lacrimógenos, los gases bailarines, los gases hilarantes, los gases todos, cubrían al enemigo impulsados, del lado español, con grandes abanicos de manolas, por el lado indio, por el soplido de cientos de viejas machis. Y durante seis horas, desde arriba, desde su avión, el mayor Angol orinó profusamente sobre las filas araucanas.

Los araucanos fueron derrotados. A las 6 de la tarde, en todo el Chile de entonces, fue una sola música de gloria para los vencedores, de dolor para los vencidos. A las 6 de la tarde el carillón de la Basílica de la Merced tocó el “Ave María” de Gounod, mientras Valdivia y sus gentes, frenéticas de entusiasmo, cantaban

 

Juventud, juventud, torbellino,

Soplo eterno de eterna ilusión.

 

Y los indios prisioneros, curvados de pesar, modulaban entre dientes los “Barqueros del Volga”.

A las 6:45 cesaron todos los cantos y empezó a hacerse el balance de la victoria. Los españoles habían hecho 14.177 prisioneros. Todos, unos tras otros, fueron interrogados. Se obtuvo así una serie de datos estratégicos interesantísimos; mas, a la pregunta, miles de veces repetida:

–Y Miltín, vuestro cacique, ¿dónde está?

Los indios respondían:

Ji naraja dasa, que en araucano quiere decir: “Lo ignoramos.”

A las 9 de la noche, balance e interrogatorio estaban terminados sin que nada se hubiese avanzado sobre el paradero del gran jefe. A las 10, Valdivia apagó las luces.

Silencio. Vencedores y vencidos se entregaron en brazos de Morfeo.

Pero hete ahí que a las 10:23 turbó la paz del campamento un sollozo profundo, prolongado, desgarrador que, empezado en acordes de barítono, fue amplificándose en volumen y agudeza hasta cubrir las carpas todas con un plañidero lamento de soprano. Y luego, por toda la comarca, se desgranó como cascabeles un angustioso llanto sin esperanzas.

Movidos como por un resorte todos los españoles se dejaron caer de sus marquesas y, pálidos de estupor, se miraron sin saber a qué atenerse. Mas pronto, recobrada la serenidad, todos, igualmente movidos por el resorte, se lanzaban hacia el sitio de donde tan amargas quejas parecían venir, mientras los infelices prisioneros daban con sus frentes contra el techo.

Todos se lanzaban empujándose, atropellándose, pisoteándose, hacia un cerro vecino que recortaba frente a la Luna su graciosa forma de cono trunco.

Trepaban como alacranes, trepaban como tarántulas. Al fin alcanzaron la cumbre trunca.

Allí, solo, envuelto en su chamanto, gachas las plumas de su cabeza, Miltín, el gran jefe, el gran cacique, lloraba atronando las nubes, de pie junto a la Luna.

El primer español que le vio cogió su bocina y, volviéndose hacia sus compañeros, gritó:

–¡Es Miltín!

Como una tempestad subterránea, mil voces ulularon:

–¡A muerte! ¡A muerte!

Mas, en el momento en que dicho español desenvainaba su espada para dar fin a los días del cacique, un segundo español, heridos los tímpanos con el llanto, se avanzó y preguntó:

–¿Por qué llora usted, hombre de Dios?

El cacique pareció no percatarse de la pregunta. El otro, entonces, coreado por los demás que llegaban, volvió a preguntar:

–Decimos que ¿por qué llora usted…?

Miltín les miró y calló bruscamente. Cuantos le rodeaban hicieron “schcht”, y este “schcht” rodó cerro abajo produciendo un silencio de tumba. Iba a saberse por qué lloraba aquel hombre…

Pero Miltín, defraudando las esperanzas, hizo un puchero y volvió a prorrumpir en el más desgarrador de los llantos.

Entonces se oyeron cientos de voces de cientos de gargantas diferentes:

–¡Hombre!, no llore usted…; ¡Vamos! Diga qué le ocurre…; ¡Calma, amigo, calma!…; ¡Tranquilícese usted!…; Amigo, Miltín, sea usted razonable…; Veamos, ¿por qué tanta congoja?…; ¡Hombre bendito! Va usted a despertar a los frailes Dominicanos…; Tome este pañuelo y enjúguese las lagrimas…; ¡Exagera usted sin duda, cacique!…; No es manera de lamentarse…; ¡Hable usted, hable!…

Y así cien frases más.

Pero, ¡nada! Miltín lloraba y lloraba y hasta la Luna en lo alto desprendía blancas lágrimas de leche.

Viendo vanos sus esfuerzos, los españoles empezaron a dejarle de lado y a hablar entre ellos:

–Si consultásemos a don Pedro…; O pedir consejo a los frailes…; Darle acaso una poción calmante…; Sin aviso del médico, no es posible…; Entonces llevarle a los servicios sanitarios…; O será mejor esperar a que se calme…; Un hombre no puede llorar eternamente…; ¡Eeeh! Recuerden ustedes que Anatole France, después de escribir La Rôtisserie de la reine Pédauque, lloró nueve días y nueve noches de contento…; ¡Lo has dicho! De contento; pero este no es el caso…; Razón de más para que los nueve puedan ser dieciocho…; ¿Qué hacer, qué hacer?…; ¿Qué hacer…?

Y así cien frases más.

Y Miltín no callaba. Su llanto ya iba llegando a los muros de la recién fundada ciudad de Santiago del Nuevo Extremo. En verdad, ¿qué hacer?

Al fin, pasando por alto a las autoridades militar y eclesiástica, se convino consultar al jefe de los servicios sanitarios, el médico-cirujano especialista en nerviosas profesor Hualañé, bistatarachozno del actual doctor Hualañé que figura en las primeras páginas de este libro. Por deferencia al vencido, fue el profesor el que subió al cerro y no el cacique el que bajó a la enfermería. Le examinó Hualañé largamente: presión arterial, temperatura axilar, análisis del jugo gástrico, reacción de Wassermann, caries de los dientes, rayos X, nada fue olvidado. Terminado lo cual, en medio del general silencio y alejándose un tanto del paciente para poder hacerse oír a pesar de su llanto, el profesor Hualañé dijo:

–Este hombre está llorando.

Muchas voces preguntaron:

–¿Qué debe hacérsele?

El profesor Hualañé meditó una hora y luego recetó lo siguiente:

–Lavados intestinales de dipropanoloifosfito de cal, por las mañanas; inyecciones hipodérmicas de tetrametalmetilo de magnesia a mediodía; intervención quirúrgica en el hipocondrio por la tarde; compresas calientes de benzabenzonolaidol de hierro sobre el esófago, permanentemente; dos cucharadas de oxihemoglobina oxiseptónica oxisulfurosa de oxalina, después de las comidas; y una cápsula antes de dormir de hidroseleniato hidroselénico hidrosórbico de hidrosteatita ferruginosa.

–¿Y como régimen, profesor?

–14 gramos de carne asada de huemul, 33 gramos de verduras frescas pasadas por agua, 2 yemas de huevos maduros, bananas cocidas al sol cuantas quiera y nada de cereales, ni mariscos, ni alcohol. Es recomendable un ejercicio moderado de las extremidades delanteras, mas un reposo total de las mismas traseras. Abstinencia sexual absoluta y evitar en lo posible toda emoción jocosa.

Dicho lo cual el profesor Hualañé se retiró a sus aposentos y las enfermeras empezaron el tratamiento. Lloró el cacique toda aquella noche y todo el día siguiente, sin que se notase mejoría alguna. Mas, por la mañana del día 17, su llanto empezó a disminuir de intensidad. Se vio, entonces, una franca expresión de alegría en todos los rostros.

Al mediodía se reunieron los grandes de la expedición y el Superior de
los Dominicanos de Talca habló
de este modo:

–Hermanos: gracias a la ciencia de nuestro gran profesor Hualañé, gracias a los esfuerzos de sus enfermeras y gracias también, no lo olvidemos, a la misericordia celestial, podemos dar como un hecho que esta tarde, antes que el Sol se oculte tras el ocaso, el cacique Miltín habrá cesado de llorar. Es, pues, necesario que, apenas se pierda en el horizonte el último sollozo, se le interrogue sobre las causas de su llanto y una vez que las haya confesado y haya sido su confesión debidamente estenografiada, se le aplique la pena máxima: la silla eléctrica.

Nutridos aplausos saludaron al orador.

A las 7 de la tarde la silla eléctrica fue subida al cerro. A las 8 menos cuarto cesó el llano del cacique. Tres capitanes se dispusieron a interrogarle.

A la primera pregunta, Miltín se estiró y bostezó e iba, sin duda, a ponerse a narrar las causas de su llanto, cuando sus ojos cayeron sobre la macabra silla. El buen cacique comprendió de golpe su destino y entonces, antes de ser muerto por sus enemigos, prefirió morir por sí mismo. Hizo un violento esfuerzo de voluntad y paralizó su corazón. Los españoles no tuvieron más que darle sepultura y escogieron para ello la cumbre de ese mismo cerro donde tantas lágrimas había derramado el difunto.

Todo el mundo tuvo entonces que recurrir a las conjeturas. La opinión más generalizada fue que aquel jefe había llorado por la derrota infringida a sus huestes. Pero algunos espíritus sutiles no se conformaron con explicación tan sencilla. Se dijeron que acaso Miltín tuviese el don de la clarividencia y había visto en el futuro horrendas calamidades para los españoles, y, poseedor de un corazón noble y caballeresco, había llorado la próxima desgracia de sus vencedores. Una ola supersticiosa pasó por todos esos valientes. Mas un capitán minucioso formuló otra hipótesis: el cacique no tenía justamente la visión del futuro sino la visión a larga distancia y su llanto provenía de haber mirado hacia Santiago: algo horrible sucedía en la capital…

Sin más, se procedió a instalar sobre el cerro un telescopio que se apuntó sobre la ciudad y allí, junto a él, don Pedro de Valdivia con su Estado Mayor esperó las primeras luces del día 18.

Aclaró. Valdivia miró. ¡Oh, dicha! Nada ocurría en la capital. Valdivia vio las plácidas formas del Huelén cubiertas de árboles y de paz, las torres de la catedral, de Santo Domingo y de la Merced, la torre de los bomberos con su campana en silencio, todo ello bajo una nube de quietud. Y luego, con júbilo estridente, vio cómo lenta pero seguramente se alzaban sobre los tejados, estirándose, los altos edificios de Ariztía, de Díaz, del Ministerio de Hacienda, de la Caja de Seguro Obligatorio y tantos más.

Se procedió entonces a juzgar al aventurado capitán. Por haber imaginado tan garrafal error fue condenado a perder la pierna derecha, cosa que se le hizo sin tardanza.

Las otras dos hipótesis siguieron su curso: Valdivia y sus oficiales opinaban a la unanimidad que la derrota araucana había sido la única causa de tanto lamento; el Superior Dominicano y su frailes, que tanto lamento era augurio de calamidades y más calamidades para todos los mortales. Y los soldados, que en un comienzo se inclinaban hacia sus jefes, poco a poco fueron creyendo como los religiosos y a cada momento caían de hinojos pidiendo al cielo clemencia.

Desde aquel momento, se comprenderá, no hubo en Chile calamidad, accidente o desastre que todo buen católico no creyera ser lo antevisto por Miltín. En vano laicos y militares trataban de probar lo absurdo de tal creencia. La Iglesia entera pensaba como los frailes Dominicanos.

Esta creencia pasó de generación en generación y cada día fue encontrando más adeptos, de modo que hoy puede asegurarse, sin caer en demasiada exageración, que es ella una creencia nacional. Recuerdo perfectamente que mientras miraba el incendio de la Compañía, oí a un anciano decirle a otro:

–Esto es lo que el visionario Miltín vio: lloró el visionario ante la horrorosa muerte de tantos fieles.

Igualmente recuerdo a una mujer enloquecida durante el terremoto de 1906 que gritaba a los cuatro vientos:

–¡Esto lo vio Miltín! ¡Esto lo vio! ¡Lo vio!

Y también recuerdo a un serio señor de negra barba que, al informarse de las elecciones del 30 de octubre de 1932, dijo pesaroso:

–Con razón lloró Miltín. ~

 

De Miltín 1934 (Dolmen, 1997).

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