El sector de la minería ejemplifica muchas cosas de un tiempo pasado o acaso inexistente. La posición irreflexiva, claramente sentimental y a menudo visceral que ha adoptado parte de la izquierda –y algún diputado derechista de las zonas mineras- es, básicamente, la defensa de un mito. En buena medida se basa en un imaginario que va desde Germinal de Zola y Qué verde era mi valle de John Ford (y Richard Llewellyn) a Antonio Molina y Víctor Manuel, pasando por la Revolución de Asturias y una tradición de insobornable resistencia obrera. Antes de que se produjeran los lamentables sucesos de Madrid, que parecen causados por grupos antisistema y donde hubo abusos de la policía, la defensa de ese imaginario no había llevado a la izquierda a una posición progresista en un momento en el que sectores muy amplios de la sociedad española atraviesan dificultades terribles, sino a defender una opción básicamente reaccionaria, en la que se reivindicaban una postura y un pedigrí por encima de la razón.
Alguien podría pensar que exagero. Pero, después de leer a Isaac Rosa, quizá piense que me he quedado corto:
Los mineros tienen razón en su lucha, y no voy ahora a extenderme en por qué tienen razón. La tienen por todos los motivos que ya habrán oído y leído estos días, pero incluso si no tuviesen esos motivos, seguirían teniendo la razón de su lado, por una elemental cuestión de justicia histórica.
[Las cursivas son mías. “Elemental cuestión de justicia histórica” significa en este caso “porque a mí me da la gana”.]
No hay que desdeñar el miedo que tiene la gente a perder su forma de ganarse la vida y es necesario hacer un esfuerzo de comprensión. Eso es relativamente fácil, porque la estabilidad del trabajo es mucho menor ahora que en otras épocas. Sabemos además que tampoco es raro que uno tenga cambiar de lugar de residencia para encontrar trabajo. Es una posibilidad que mucha gente acepta: por supuesto, tiene algunos inconvenientes, pero también presenta ventajas. En cambio, parece que los que defienden a los mineros piensan que los trabajadores de ese sector deben ser otra cosa, que tienen unas reglas distintas y que hay que preservar como sea esas normas diferentes. (No siempre ha sido así: mi abuelo materno empezó su vida profesional en una mina y más tarde abandonó su pueblo turolense para irse a vivir a Zaragoza. Siempre guardó cariño hacia su lugar de origen, pero el traslado fue la mejor decisión que ha tomado cualquier miembro de mi familia en siglos, y supuso entre otras cosas el paso del analfabetismo funcional de sus padres a la educación universitaria de sus cuatro hijos.)
Es difícil defender la minería si tenemos cierto respeto a la realidad. En nuestro país hay cinco millones de parados y un problema gravísimo de desempleo juvenil. El gobierno del Partido Popular ha hecho recortes -ayer presentó un severo programa de ajuste-, pero no ha sido capaz de eliminar los privilegios de muchas de las castas de la economía española y ha reducido los programas de investigación. Sin embargo, ¿lo esencial es la defensa del puesto de trabajo a unos pocos miles de personas dedicadas a la extracción de un carbón carísimo y de baja calidad? ¿Un colectivo que recibirá 656 millones en 2012, 320 de los cuales van destinados a prejubilaciones extremadamente generosas? Se trata de un sector subvencionado desde el siglo XIX y desde 1990 ha costado 24.000 millones de dinero público. (El recorte en las ayudas al sector no supondrá la retirada de becas de 9.400 euros por curso a estudiantes universitarios empadronados en zonas mineras, una medida discutible que producía numerosos fraudes.) Parte de la legitimidad de la protesta reside en que el de la mina es un trabajo durísimo que tiene graves consecuencias para la salud. Puesto que es muy duro y no es rentable, parece lógico mantenerlo a cualquier precio, ¿no?
Resulta más sensato proteger a las personas y darles la posibilidad de que encuentren otro empleo que proteger puestos de trabajo. La invención de las bombillas o la rueda pudo perjudicar a los fabricantes de velas y angarillas, pero quizá habría sido mejor enseñarles nuevas técnicas en vez hacer colectas para que siguieran haciendo productos poco útiles. Hay una diferencia clara con esos casos: la minería un sector que lleva muchos años en decadencia, y no se puede decir que un minero actual no tuviera otra elección o que haya sido engañado.
Los defensores de la revuelta minera se han convertido, de repente, en apologistas de una energía altamente contaminante, y han adoptado argumentos poco convincentes sobre soberanía energética. Las comparaciones del rescate financiero con la situación minera no tienen en cuenta que, al margen de lo que se piense de las ayudas a la banca, el sector de la minería llevaba muchos años rescatado, y no con préstamos con intereses, sino con un dinero a fondo perdido. La reivindicación también incluye una deslegitimación democrática. El gobierno actual ha recortado las ayudas al sector en más de un 60 %, lo que incumple el compromiso del gobierno anterior. Uno puede ponerse unas plumas en la cabeza y decir que el Hombre Blanco habla con lengua de serpiente, o recordar que el nuevo gobierno ha ganado las elecciones. El léxico belicista y las imágenes de tipos encapuchados y armados o los insultos a la policía son profundamente inquietantes. La democracia española tiene cauces para manifestar el descontento y es una irresponsabilidad alentar esas manifestaciones violentas, por entretenidas que sean. Las protestas de las mujeres de los mineros quizá sean un ejemplo de coraje, pero en ningún caso son algo de lo que se pueda alegrar un partidario de la igualdad entre los sexos: como las princesas, son mujeres que se definen por la profesión de su marido.
En la protesta de la minería se ha defendido el resentimiento del campo contra la ciudad, el producto nacional (malo) contra el mercado internacional, la inmovilidad laboral y territorial, la acción sindical frente a la elección individual, las ayudas pagadas por terceros (con frecuentes casos de fraude a costa de los ciudadanos españoles y de la Unión Europea), la energía contaminante, la segregación de sexos, el poder de intimidación de la violencia, y una mezcla de admiración y condescendencia que dice que los mineros son tipos duros sin opciones y por tanto capaces de cualquier cosa. Es, en el mejor de los casos, una causa equivocada.
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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).