Monsiváis después de Monsiváis

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1. Uno de los lamentos más repetidos estos días es: devorado por la prisa y la celebridad, no dejó una obra sólida, ordenada. Otro, no menos popular, advierte: su trabajo está tan disperso, sus textos son tan dispares y a veces tan coyunturales, que no será fácil organizar sus Obras Completas. Pero, seriamente, ¿es eso motivo para lamentarse? En vida Carlos Monsiváis no necesitó ordenar sus escritos en un corpus coherente y unitario para construir una de las obras más destacadas de la cultura mexicana; ¿por qué habría de necesitarlo en la muerte? En vez de concentrar sus dardos en un solo sitio, prefirió no tener centro y diseminarse en textos marginales, lo mismo ensayos sobre poesía mexicana que crónicas sobre la ciudad de México, estampas de estrellitas pasajeras o notas periodísticas sobre esta o aquella minucia. ¿Para qué traicionarlo entonces y atar todo en unos tomos gruesos e inmanejables? ¿No sería mejor librarlo del trato reservado a los Grandes Autores Nacionales y dejar que su obra se conserve y propague a través de, digamos, antologías sesgadas e inventivas?

2. No vale la pena hacerse ilusiones: ni siquiera el trabajo más meticuloso logrará reunir la mayor parte de la obra de Monsiváis. Sencillamente no hay manera porque más o menos la mitad de su legado es intangible. Es decir: tan importantes y distintivos como sus escritos fueron sus gestos, ese personaje –a veces entrañable, a veces irritante– que se inventó en la década de los sesenta y que interpretó hasta sus últimos días. La melena alborotada, los lentes protagónicos, las deliberadas fachas, pero también: el humor, el habla, su omnipresencia. ¿Cómo recoger todo ello, y además con qué sentido? La figura de Monsiváis no necesitará de académicos ni de críticos ni de antologadores para permanecer vigente en el imaginario colectivo; ya él mismo se encargó de traspasar la membrana que separa a los intelectuales del público masivo y de introducir su propia caricatura en la lotería mexicana.

3. Algo dijo alguien, tal vez Borges, sobre esos autores que consiguen sobrevivir no tanto por su obra sino por un cierto tono, por un peculiar acento que legan. Casi se puede asegurar que ese será el feliz destino de Monsiváis: cuando sus escritos sean pasto de historiadores literarios y de otros escasos lectores, él seguirá persistiendo como un recurso retórico.

4. Debray: debrayar. Cantinflas: cantinflear. Monsiváis: ¿monsivear? Si Monsiváis no terminó por volverse un verbo, no fue culpa suya –lo suficiente hizo para publicitar su fraseo– sino de nuestra pobre recepción.

5. Que era confuso. Que era caótico. Que su obra no cumplía con los criterios clásicos de mesura y claridad. ¿Hay que decir que ninguno de estos argumentos abolla gravemente la obra de Monsiváis? Más bien por el contrario: apuntan hacia una de sus mayores virtudes –el vital desorden de su prosa. Ya se sabe que su escritura era punto de encuentro de diversas fuerzas: el liberalismo de Prieto y Altamirano, el desparpajo de Novo, el histrionismo del cine mexicano, la poesía popular y culta, el humor de carpa, el nuevo periodismo estadounidense –por lo menos. Eso era parte de su encanto, y esto otro: que, en vez de masticar esas influencias y entregarlas ya digeridas en una voz uniforme, las exponía problemáticamente, como si riñeran al interior de sus propias frases.

6. Cierto que una escritura así no es ideal para manejar ideas. Falso que sólo sirva para proferir ocurrencias –es buena también para narrar y registrar e inventariar y parodiar y mitificar y desmitificar, y para contener el bullicio de lo real.

7. El peligro no son los adversarios sino los amigos, esos que durante los funerales ya olvidaban al Monsiváis múltiple y contradictorio y desigual y levantaban otro nuevo: tan noble, tan unívoco, tan fastidioso.

– Rafael Lemus

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es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).


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