Naturaleza muerta con clase trabajadora

La clase trabajadora blanca no será el mayor protagonista de los cambios por venir en EUA, pero Trump nos ha mostrado que su rabia acumulada puede ser movilizada bloquear el camino de la equidad y la justicia económica. 
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A inicios de la década de los años setenta, el joven anarcosindicalista Paco Ignacio Taibo II se dio a la tarea de organizar a los trabajadores. De sus andanzas durante los años de la Insurgencia Obrera surgió un libro poco conocido, pero entrañable, “Insurgencia, mi amor”. En Irapuato, Taibo se encontró con un tipo peculiar de sujeto revolucionario: los electricistas de la Tendencia Democrática, quienes con el mismo aplomo e imaginación con los que combatían al charro Francisco Pérez Ríos se podían beber la mitad del inventario de las cantinas y arreglárselas para mantener casa grande, casa chica, capillita y catedral. En algún punto de la historia termina Taibo diciendo que los trabajadores son como son y no como los libros quieren que sean.

En la historia de la lucha de clases, quizá ninguna clase trabajadora haya despertado tanta perplejidad como la estadounidense en la época de la posguerra, tan alejada del modelo teórico y de las representaciones comunes que hasta Susanita tuvo que preguntarle a Mafalda, “¿por qué aquí los obreros son morochos pobres y no rubios, lindos y con auto como en Norteamérica?” Sobre la clase obrera estadounidense se han escrito enciclopedias enteras, tanto de información histórica como de lugares comunes, pero quizá se pueda destacar una característica importante: su movimiento pendular entre la cerrazón y la apertura.

Dominado por los gremios anglosajones herméticos del siglo XIX, el movimiento obrero se revitalizó con la irrupción de los grandes sindicatos de industria, provincia de los inmigrantes europeos, entre los años veinte y cuarenta del siglo XX. Los acuerdos interclasistas de la posguerra y las restricciones migratorias volvieron a consolidar una estructura sindical cerrada en torno a un sector de trabajadores industriales calificados, en su mayoría blancos, que solo admitían nuevos miembros afroamericanos y latinos a cuentagotas, en la periferia de los servicios y la agricultura. El colapso de esa estructura en los años ochenta dio paso al momento actual: una lenta e incierta renovación donde nuevamente los inmigrantes, esta vez latinoamericanos y en menor medida asiáticos, llevan la iniciativa de las más vibrantes campañas de organización sindical en empleos mal remunerados y poco calificados.

Lejos de los reflectores del movimiento progresista estadounidense, la vieja clase trabajadora blanca, literalmente, agoniza. No solo son las ruinas de la civilización industrial lo que define el paisaje de muchas áreas del noreste y los Grandes Lagos, también lo es el panorama de desempleo, desesperanza, adicciones y muertes prematuras entre los blancos pobres de la región. Un artículo reciente del Washington Post documentó que el único segmento demográfico con una creciente tasa de mortalidad  en Estados Unidos son los blancos de clase trabajadora de entre 45 y 54 años, quienes sucumben al alcoholismo y la drogadicción o deciden, de una vez, poner fin a sus aflicciones.

Comprensiblemente, muchísimas personas en este segmento demográfico están furiosas con todo (y con todos) por la pérdida de empleos y la falta de perspectivas de mejora. Como muchos de ellos también conservan intactos sus prejuicios atávicos contra todos los diferentes, los sectores progresistas estadounidenses los han dado por perdidos como irremediablemente racistas y retrógradas. Lejos de los sindicatos y el activismo de izquierda, este sector de la población se ha ido alineando con la derecha religiosa y ahora es un regalo del cielo para el rabioso populismo de Donald Trump.

La organización donde trabajo, Working America, fue creada hace trece años precisamente para tratar de revertir esa tendencia de aislamiento y receptibilidad de la clase trabajadora blanca al discurso de ultraderecha. En estados como Ohio y Pennsylvania, el avance conservador ha sido detenido en seco y se vislumbra cierto reacomodo en torno a una visión progresista de justicia económica. Un estudio reciente de Working America confirmó lo que se sospechaba sobre la base económica del apoyo popular a Trump: los simpatizantes del magnate comparten la misma preocupación que los que se inclinan por otros candidatos por la falta de acceso a empleos bien remunerados y el deterioro económico. Trump triunfa ahí donde esa preocupación económica se envuelve en discursos que culpan a inmigrantes y minorías étnicas de la situación, donde la crítica al libre comercio se acompaña de chauvinismo y xenofobia.

He ahí el diagnóstico y también la prescripción: acercarse a esos votantes, tratar de cambiar su marco referencial y enfatizar el papel de las empresas trasnacionales y las élites financieras –más que de los inmigrantes– en la pérdida de empleos por reubicación de plantas, la falta de apoyos para la reactivación económica,y el abandono de áreas enteras del país. Por supuesto, muchas trabajadores blancos no van a cambiar sus prejuicios ni sus resultantes simpatías políticas, pero la experiencia de Working America ha demostrado que muchas personas son muy receptivas al mensaje económico de izquierda, las suficientes para atajar electoralmente el avance de candidatos de ultraderecha como Trump.

Paradójicamente, uno de los obstáculos para este tipo de trabajo con la clase trabajadora blanca son las prioridades del movimiento progresista en general. Existe una idea reduccionista de que el cambio demográfico en Estados Unidos será suficiente para garantizar una mayoría progresista en las décadas por venir, al convertirse los blancos en minoría por allá de 2044, según proyecciones. Por ello se insiste en que la mayor inversión en infraestructura activista debe centrarse en las llamadas “comunidades de color”.

Evidentemente, las organizaciones de las comunidades latinas, afroamericanas, asiáticas y demás necesitan consolidar sus liderazgos y su influencia al interior de las amplias coaliciones progresistas, pero la idea de que es posible darle la espalda a un sector completo de la población golpeado duramente por las transiciones en la economía estadounidense, no solo es éticamente cuestionable, sino políticamente miope. La clase trabajadora blanca no será el mayor protagonista de los cambios por venir, pero Trump nos ha mostrado que su rabia acumulada puede ser movilizada para anular los avances en el camino de la equidad y la justicia económica. Por otro lado, latinos y afroamericanos no son inmunes al canto de las sirenas de la derecha, pero ese es tema para otra ocasión.

 

 

 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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