Náutico compás del universo

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Se puede describir una brújula en calidad de objeto. Mi padre lo hizo más de una vez, con precisión de ingeniero, e intentó darme lecciones de orientación. Nunca aprendí. Describir la rosa de los vientos, en cambio, es casi imposible. Quienes habitamos los terrenos de la poesía, no necesitamos una demostración racional y fehaciente que confirme su existencia. Naturalmente nos dejamos llevar por ella, nada mejor que flotar en la esencia de una flor emblemática tanto de belleza como de verdad, en virtud del nombre labrado en la quilla de la nave en que viaja, el Austro, el Bóreas, el Mistral. Entre flor (rosa) y canto (viento), como querían nuestros antepasados, sobre sus bordes, logramos vivir. Seamus Heaney venía de márgenes, orlas; de un confín, un lugar fronterizo. Se hallaba entre dos aguas por dentro: una capacidad racional precisa e incisiva, y una intuición total, de sonámbulo. Era un poco del norte donde había nacido (Condado de Derry, parte de Gran Bretaña) y un poco del sur donde pasó la mayor parte de su vida adulta (Dublín, República de Irlanda). La música de su verso es un poco nórdica, anglosajona, y un poco clásica y del sur. En uno de sus entrañables ensayos, “Escrito para los míos”, dice: “Todos los días, al ir y venir de la escuela, cruzaba y volvía a cruzar el Sluggan, y todos los días se acentuaba mi sensación de estar viviendo a ambos lados de una frontera. Nunca abrigué la certeza de completa pertenencia a un solo lugar y, por supuesto, desde un punto de vista tanto histórico como topográfico, tenía razón: todos aquellos poblados y parroquias y diócesis que alguna vez habían formado parte firme y sólida de la antigua geografía eclesiástica, anterior a las plantaciones, de la Irlanda celta, habían pasado a manos de un sistema y una jurisdicción distintos.” Cada una de sus palabras va impulsada por los vientos de un intelecto poderoso, dueña de la tersura y aroma vegetales de una sensibilidad única. Se dice fácil. Sin embargo, quien crea que exagero, víctima de una devoción ciega, puede asomarse al azar a cualquiera de sus libros y confirmar que, si acaso, me quedo corta.

Las virtudes de su estilo, de su poesía en general (la cual incluye sus traducciones en calidad de creaciones propias), así como de sus ensayos han sido analizadas desde muy diversos puntos de vista. Se le han dedicado eruditos textos críticos, como los de Helen Vendler, que hasta sopesan la perfección silábica, numérica, de su verso (pasándola por un cedazo de construcción/deconstrucción), haciéndola coincidir con conclusiones filosóficas, justificando congruencias de fondo y forma. Y también se han escrito muchos textos esencialmente celebratorios de esa música que, sin explicaciones, se clava al centro de lo que importa en nuestras falibles y minúsculas vidas, nuestro terror ante la muerte, lo que la hace platónicamente ser nada menos que la prueba de la existencia de Dios.

Yo tuve la inmerecida fortuna de conocer su poesía casi desde que comenzó a publicarla, y sin saber con qué energías me enfrentaba. Una de las monjas de un colegio al que asistí en Estados Unidos era irlandesa. Recitaba la poesía de W. B. Yeats antes de irse a dormir todas las noches. Y por ahí me dio a conocer algún verso aislado de Seamus, a fines de los años sesenta, cuando él comenzaba a publicar. Yo no lo retuve. No obstante, cuando a fines de los setenta y principios de los ochenta comencé a leer sus libros, regresó a mí, como las primeras campanadas al alba en una aldea silenciosa, aquel arte gutural, fluido como los ríos profundos y caudalosos, cortado con la precisión de un cincel heredado de Gerard Manley Hopkins.

Cuando Seamus vino por primera vez a México, en 1981, invitado por Homero Aridjis al Festival Internacional de Poesía, supe, como él afirma en un poema, que “me hallaba en el limbo de las palabras perdidas”. Mi deslumbramiento ante su poesía fue tal a partir de entonces, que decidí que no habría limbo que me intimidara, y las palabras, esas palabras, me estaban hallando a mí, no yo a ellas. Por entonces se habían traducido al español muy pocos de sus poemas, ningún libro completo. Ese festival desencadenó el quehacer, y muy pronto se publicaron en España Norte y Muerte de un naturalista, libros definitorios del desgarramiento sectario de la comunidad de este poeta, del conflicto religioso católico-protestante, en sintonía con su intimidad personal con semejante geografía. El primer libro que yo traduje fue Isla de las Estaciones, cuyo vía crucis en busca de los seres que marcaron su destino, cuya vuelta a las raíces mitológicas de Irlanda, me lo impusieron como tarea inaplazable. Después siguieron Viendo visiones, El nivel, La luz de las hojas, Sonetos y Cadena humana, cada uno con su propia historia, sus intercambios de opiniones con Seamus y sus cambios de luces, lo mismo que su libro de ensayos Al buen entendedor, dedicado por él a “mis amigos en México / Que, atentos, alientan la obra”. En una ocasión, Seamus me contó que en la adolescencia, cuando comenzó a ir a fiestas, al despedirse, su mamá le recomendaba, desde el quicio de la puerta: “No dejes de bailar con todas las muchachas, sobre todo con las que seguramente se quedarían sentadas.” Siempre me sentí una de estas últimas, que quedaron marcadas por su fulgor personal, su inteligencia genial y poética. De una profundidad como no he conocido otra.

Al término de su funeral, después de que el violoncelista cumpliera su explícito deseo por escrito de interpretar la Canción de cuna de Brahms, su otro amigo íntimo y músico, Liam O’Flynn, tocó en la gaita irlandesa uno de los “Aires” tradicionales irlandeses favoritos de Seamus. Todo el mundo, toda “su gente”, salió de la iglesia canturreándolo en voz muy baja. El murmullo cimbró la tierra insular al igual que la noticia del Premio Nobel en 1995.

Tanto los irlandeses como los lectores de poesía de este mundo se sienten aludidos por sus poemas: los que hablan de la naturaleza; los que hablan de la familia, los amigos; los que hablan del pasado, del presente; los que recurren a la inspiración clásica; los que descienden a nuestras zonas dolorosas y los que ascienden en busca de respuestas frente a lo desconocido. Habiendo tenido el privilegio de su amistad durante años y de ser su humilde voz en español mexicano, mi lengua, me siento mosaico, vidrio reflejante de todos sus temas, su estilo, su modo de colocarlo a uno al lado de la belleza y la miseria, la ternura y la violencia, con la certeza absoluta del poder convocatorio de la palabra. Me ubicó –como lo hará con cualquiera de sus lectores en el tiempo– al lado del misterio, la oscuridad, la intraducibilidad de su música. ~

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