Hace muchos aƱos, que en este caso resultan ser muchĆsimos, una secta adicta, participativa y detractora aguarda el Cervantes para Nicanor Parra. No todos somos chilenos. QuizĆ” seamos los mismos frustrados del Nobel para Borges. Es elegante decir que los premios no significan nada pero, caramba, ¡si todos sabemos que reina la idea de que los premios “hacen a los escritores”! Y cuando hemos visto a ciertos coronados de oropel con pasados misteriosos –pero no tanto– y premios mĆ”s misteriosos y todavĆa reiterados, es lĆ³gico que nos sentemos en el balancĆn del aguardar justicia y mandar a algunos al diablo.
En la dĆ©cada del cincuenta, Chile enviĆ³ como embajador en Uruguay al mejor agregado cultural al que pudo aspirar: el nobilĆsimo Ricardo Latcham, que no por diplomĆ”tico olvidĆ³ sus artes mejores de crĆtico literario, intuitivo y sabio, aplicadas con rigor a divulgar las letras chilenas entre nosotros. AsĆ leĆ Poemas y antipoemas, el segundo libro de Parra (el primero era casi secreto) y pude hacer una notita, en la que habrĆ© intentado trasmitir mi regocijo de lectora, que siguiĆ³ creciendo con La cueca larga y Versos de salĆ³n.
PasĆ³ un tiempo, y en ValparaĆso, en un gran colegio sobre el mar, que sin duda cedĆa espacios, hubo un congreso de escritores. Esto del colegio tiene su peso porque una tarde Nicanor Parra hizo una lectura en una clase. Fui la Ćŗnica congresista que tuvo la idea de asistir, sentĆ”ndome al fondo con miedo de ser expulsada. Nicanor leĆa sin Ć©nfasis, sin haber dado ninguna pista a aquellas criaturas, sin maestro que lo respaldara ni protegiera a los alumnos, a los que el poeta inmisericorde asestaba sus filosos poemas. La lectura de “La vĆbora” arruinĆ³ mi discreciĆ³n. La risa, capaz de alarmar a un cine sumido en los estertores de algĆŗn drama, estallĆ³ sin que la frenara el recurso de concitar imĆ”genes horribles. Varios niƱos, desde la primera fila de los buenos alumnos, ya ganados por la idea de que la poesĆa que se respeta carece de humor, lanzaron miradas inquietas, mientras a Parra se le ahondaban las sendas arrugas verticales de sus mejillas. Sin quitar la vista del papel trataba de mantener la compostura debida a su juego.
Al fin de la lectura lo saludĆ©. Como siempre me han admirado los capaces de reproducir cincuenta aƱos despuĆ©s una conversaciĆ³n itinerante, no logro decir sino que, llegado un momento oportuno, leyĆ³ su “Manifiesto”, que ejemplificaba lo que su prĆ³ximo libro iba a ofrecer. Devota de lo que ya conocĆa, recuerdo, sĆ, haberme atrevido a decir que estaba de acuerdo con el manifiesto pero no con el poema. Esto dio lugar a una copiosa defensa del proyecto por parte del autor, que prosiguiĆ³, directa o indirecta, varias horas. Parra, que se iba esa noche, resolviĆ³ quedarse hasta el dĆa siguiente y llevarnos a Santiago. En el viaje en auto por los vericuetos de montaƱa, de cuyos abismos trataba de no enterarme, en una curva dimos casi de narices con un camiĆ³n detenido. Parra bajĆ³ del auto, quizĆ” un Volkswagen, que por un milagro no habĆa quedado bajo el trasero inmenso del vehĆculo que ocupaba todo el estrecho camino; verlo avanzar hacia el campo enemigo me trajo, desde los noticiarios, el aterrador recuerdo de la Wehrmacht. Un niƱo solo estaba sentado en una piedra, junto al camiĆ³n. Sin duda, mientras el conductor buscaba auxilio, habĆa quedado con encargo de avisar, del otro lado de la curva, que allĆ esperaba un peligro. QuizĆ”, en el lugar donde podĆa ser eficaz, no habĆa una piedra. Parra lo estudiĆ³ antes de hablar y por suerte se limitĆ³ a disponer un cambio de ubicaciĆ³n, con o sin asiento, y volviĆ³, calmado, al volante, rumbo a CuricĆ³ y una chicha, bebida no alcohĆ³lica.
Tengo otro flash, aƱos despuĆ©s. La mirada de Parra es de absoluto asombro. Acabamos de entrar a la biblioteca, al fondo de su casa de Santiago en tiempos remotos, La Reina, 8, a la que llego por primera y Ćŗnica vez. Mientras Luisa de la Fuente de DurĆ”n, mi amiga de sus aƱos montevideanos y compaƱera de estudios suya, como supe entonces, habla con Ć©l en un extremo de la habitaciĆ³n, me dirijo hacia el otro extremo, levanto la mano como se hace (lo he hecho) en estado casi hipnĆ³tico y tomo un pequeƱo libro que yace horizontal en su segregaciĆ³n supuestamente segura. Es el primer libro de Nicanor Parra, tempranamente escrito bajo un peligroso viento lorquiano y pronto retirado de circulaciĆ³n. Mi mano indiscreta lo sostiene, mientras dirijo una mirada, desde mi culpa del todo inocente, al autor que avanza. Nos estamos haciendo la misma pregunta: “¿CĆ³mo?”, ambos asustados.
AƱo 1985. De nuevo en democracia, Enrique [Fierro] es nombrado Director de la Biblioteca Nacional. Su primer invitado oficial es Octavio Paz. Un tiempo despuĆ©s llegan varios escritores, tambiĆ©n invitados por el gobierno uruguayo. Por Chile, viaja Nicanor Parra. Alteradas las aguas culturales, como puede ocurrir cuando la vida de un paĆs ha estado fuera de su cauce, la tergiversaciĆ³n empieza a levantar su airosa cresta. Cuba ha enviado a su mayor poeta oficial, que es cuantiosamente recibido en la sala de espectĆ”culos de la Biblioteca, ya que su lectura serĆ” un acto polĆtico. En una sala mĆ”s Ćntima, colmada por los que quieren simplemente oĆr poesĆa, lee Parra. Pero Ć©l conoce los tiempos y estĆ” preparado. Cuando empieza a despedirse, destina a las manos preparadas para aplaudir, su frase luminosa, irrefutable, de proclamaciĆ³n de la tonterĆa universal: “La izquierda y la derecha unidas, jamĆ”s serĆ”n vencidas”, produciendo la vacilaciĆ³n del desconcierto. Por un segundo, varios dudaron. ¿DebĆan o no?
Florencia, capital cultural de Europa. En medio de la magnĆfica celebraciĆ³n, un congreso de escritores se reĆŗne en San Miniato al Monte. Junto a la iglesia neoplatĆ³nica, en la altura desde la que se ven Florencia y el Arno en medio de un paisaje de fondo de pintura toscana, hay un mĆnimo cementerio para los benedictinos olivetanos que allĆ han vivido y muerto. Parra salta entre las tumbas, mira a la distancia y clama: “¡Quiero morir y que me entierren aquĆ!”
En Miami, un tiempo despuĆ©s serĆa un salto metafĆ³rico, que no podrĆa celebrarse; sin duda movido por una preocupaciĆ³n concreta nos dice: “¡Por siete mil dĆ³lares voy y bailo sobre una mesa!”, mientras un gesto insinuaba su oferta. Y esta serĆa la Ćŗltima imagen que de Ć©l tendrĆa, si no fuese porque hace unas semanas Diego Trelles, joven escritor peruano que fue alumno de Enrique y es nuestro amigo, llegĆ³ hasta las puertas de la casa de Nicanor, tuvo la suerte de saludarlo y sacarle fotos, que nos enviĆ³. En ellas comprobamos que Nicanor Parra Sandoval hace lustros que sigue igual a sĆ mismo. Gloriosamente empecinado en escribir esa obra que, como una parte de la humanidad, se sabotea a sĆ misma, pero con total lucidez. Y fue Diego quien, antes de las ocho de la maƱana, nos dio la noticia, para que diĆ©semos juntos un salto alegre, como si tambiĆ©n nosotros, de paseo, nos encontrĆ”ramos con un angelorum, debidamente poĆ©tico. ~