Nosotros buscamos nuestra casa (un fragmento)

Karaoke, grandes éxitos de la balada romántica, el fragmento de un relato
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A finales del mes Ruth me llamó por teléfono y me dijo que estaría unos días en la ciudad, que tenía muchas cosas que contarme sobre los meses que estuvo en Estado Unidos. Salí de la estación División del Norte, frente al Sanborns, diez minutos tarde, y la vi sentada en una de las jardineras, junto a la avenida Cuauhtémoc, con el cabello recogido en una boina de estambre, y un abrigo de lana. Me besó en la boca, con los labios apretados, y de una manera rápida, como si no hubieran pasado meses desde nuestro último encuentro. Su cabello húmedo olía a tabaco y acondicionador. Nos tomamos de la mano, caminamos por la Narvarte en busca de un lugar donde tomar una cerveza y encontramos un karaoke en avenida Universidad.

—¿Alguna vez has entrado en un karaoke? —me preguntó.

—No.

El lugar estaba oscuro y olía a cerveza rancia y tabaco, fue antes de la ley que prohibió fumar en bares y restaurantes. En el escenario un hombre de aspecto trágico y corbata suelta, camisa desfajada y arremangada, el cabello cortado a fleco, cantaba una canción de los años ochenta.

—Yo crecí con esas canciones —me dijo Ruth—, le gustaban a mi madre.          

—Yo crecí con música de protesta —le dije—, no es muy diferente.

Ruth leyó la hoja impresa, de color verde y plastificada, manchada de grasa, con el repertorio de canciones disponibles para cantar.

—¿Van a cantar algo? —nos preguntó el mesero cuando dejó sobre la mesa una cubeta con seis cervezas.

—No, creo que no —dijo Ruth, pero se quedó con la hoja.

El mesero destapó dos cervezas y se fue.

—¿No hay nada bueno? —le pregunté.

—Hay rancheras —dijo—, y de Juan Gabriel. Nada de protesta.

—Menos mal —dije.

El hombre trágico de camisa arremangada le cedió el escenario a una mujer vestida con un conjunto sastre, sentada a la misma mesa que él y otros oficinistas. Tenía el cabello crespo, el rostro anguloso y maquillado.

—Deben ser los habitués —dijo Ruth.

Las bocinas sobre nosotros volvieron a retumbar y la pantalla a un lado mostró un fondo rosa con letras de color blanco que fueron coloreándose de izquierda a derecha, conforme avanzó la melodía. La mujer ni siquiera miró el monitor que tenía enfrente, se sabía la canción de memoria.

—Nunca me he aprendido una canción de memoria —dije.

—Yo tampoco. Bueno, “Love me do”.

—Cierto, todos nos sabemos “Love me do” de memoria.

La canción, según pude entender, trataba de una secretaria enamorada de su jefe, que además era un hombre casado; ponderaba las virtudes de este y se lamentaba de que los buenos partidos no estuvieran disponibles. La mujer cantó como profesional, y con tal histrionismo que llegué a pensar que era una secretaria enamorada de su jefe, que además era un hombre casado y etcétera. Al jefe uno podía imaginarlo como un modelo de revista de esos que anuncian lociones para después de afeitarse. Ruth observó con respeto a la mujer que cantaba, y en algún momento llegó a tararear la canción. Yo admiré su compasión por la humanidad y su conocimiento de la lírica popular, propios de una estudiante de economía, simpatizante de la izquierda.

La canción terminó, y cuando intentamos conversar sobre cómo había sido su primer semestre en la universidad, las bocinas volvieron a producir un estruendo similar y la mujer de cabello rizado y el hombre de aspecto trágico cantaron a dúo una especie de discusión marital en la que estaba involucrada una segunda mujer. Resultaron ser tan convincentes que uno imaginaba que eran marido y mujer (tal vez lo eran y había una segunda mujer) y que ella tenía la razón, victimizada, bajo la carga del trabajo doméstico y la crianza de los hijos. Sus reproches no eran infundados, por lo menos a mí no me lo parecieron.

—Fue buena idea venir aquí —dijo Ruth, y, por debajo de la mesa me dio su mano helada como un trozo de hielo.

—¿Qué vas a cantar finalmente? —le pregunté.

—Yo no canto ni en la regadera. ¿Alguna vez me has visto cantar?

—No.

—En cambio yo te he visto cantar muchas veces.

—¿Hay algo de los Beatles? 

Ruth volvió a examinar la hoja impresa, aun cuando sabíamos que la respuesta era no.

—Lo único en inglés es “Total Eclipse of the Heart”.

Se subieron a cantar otras personas, pero no eran tan buenos como la chica de cabello rizado y el hombre de aspecto trágico y camisa remangada. Este al final cantó una canción en la que un hombre pondera frente a su esposa las virtudes de la amante, entre otras la de no exigirle nada y ser un consuelo para él. ¿Se trataría de la segunda mujer de la canción anterior?

Pagamos la cuenta y salimos a la madrugada fría de avenida Universidad. Solo estaban abiertas algunas taquerías, y sin decir una palabra, tomados de la mano, un poco borrachos, nos encaminamos rumbo a la casa de la hermana de Ruth, donde ella se alojaba, a dos cuadras de División del Norte. 

Y bien, ¿de qué se trata tu nuevo trabajo?

—Escribo artículos para una enciclopedia —dije.

—¿Todavía existen las enciclopedias?

—Tal vez esta vaya a ser la última.

—¿Y de qué escribes?

—Escribí un artículo sobre Tamoanchan.

—¿Qué es eso?

—Es la ciudad de donde se supone provenimos todos, según los antiguos mexicanos.

—¿Y qué significa?

—“Nosotros buscamos nuestra casa”.

—Qué bonito nombre.

Al llegar a la esquina de Universidad y Torres Adalid, Ruth se detuvo y nos besamos, sus manos estaban heladas pero su boca tibia; lo cual estaba muy bien para las temperaturas más bajas de la ciudad de México en cien años. La tomé de la cintura y pensé en su piel tersa, en las noches que habíamos estado juntos como si hubiera sido lo más natural del mundo, pero ahora que estábamos ahí, uno frente al otro, parecía algo totalmente antinatural pasar la noche con Ruth, y más aún, pasar la noche con cualquier mujer, semejante derroche de intimidad con una extraña. ¿Cómo es posible dormir con alguien si no puedes conocer con exactitud lo que piensa, cuáles son sus intenciones, con qué sueña?

—¿A dónde vamos?

—Te encamino a casa de tu hermana —le dije—, a menos que quieras pasar la noche conmigo.

—Sí —me dijo—, quiero pasar la noche contigo. 

 

 

 

 

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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