Nunca
serví para contar historias,
me
agazapaba detrás de la ventana,
según
yo astuto como un zorro ajeno,
para
cazar un momento que me revelara
la
carne viva de un acontecimiento
al
que le viera yo la sangre derramarse en fuente
con
su pálpito verbal junto a mi oído,
pero
el pasar común de una mujer bonita
acababa
con mi concentración;
me
fijaba en los demás para seguir paso a paso
la
secuencia ilada como un festón o una guirnalda
de
lo que les había pasado, sus deseos,
sus
cambios de temperatura, sus temblores,
sus
hijos, sus relaciones con la col, con el transporte,
y
acababa distraído acariciando
una
anécdota cualquiera sin relieves
de
cuando el amor se asoma y pasa
y
deja a dos o más en contubernio;
me
iba de viaje con objeto de que ninguna rutina
me
impidiera coger la verdad de alguna historia
y
meterla en cintura contándola como pudiera,
tomarle
un jirón como animal de presa y desgarrar,
jalar,
tirar sin asco ni miedo de la sangre
aunque
no fuera fina mi descripción de los hechos
ni
se atuviera a su carril de tránsito pero
que
ocurriera, que fluyera, que tuviera
un
antes y un después y una pulpa creíble,
pero
las nubes, el reflejo, los coches,
un
susurro que ni era para mí
acababan
atravesándoseme entre la voluntad y lo posible,
y
así ninguna historia tenía pies ni cabeza;
me
metía a mí mismo en la vida
tratando
de que me ocurriera algo que tuviera secuencia,
aunque
no fuera gracioso, aunque me doliera incluso,
pero
todo me sucedía en imágenes inconexas,
en
percepciones súbitas ajenas al orden del discurso;
hasta
que desistí,
supe
que no sería novelista ni poeta épico
ni
guionista de cine,
y
una gran paz inundó mi cuaderno;
estaba
hecho, comprendí, para cosas sencillas
y
lo único a que podía aspirar
era
al deslumbramiento. ~