En “Pasado en claro”, su gran poema autobiográfico, Octavio Paz tiene un verso sobre su padre: “Lo encuentro ahora en sueños, / esa borrosa patria de los muertos. / Hablamos siempre de otras cosas”. La orfandad traspasa la frontera de la vida para reanudar un diálogo interrumpido. ¿Qué decir de la orfandad intelectual? Tiene algo de oquedad, de vacío de sentido. Tiene algo de soledad, ese laberinto en el que Octavio descifró su vida y la de los mexicanos. Pero sobre todo, tiene algo, tiene mucho, de silencio. La orfandad intelectual es una oquedad y una soledad oprimidas por el silencio. Un silencio estruendoso y absurdo que es la otra cara de un deseo acuciante de hablar, de volver a hablar, con el padre intelectual, con el maestro, con el amigo. Aunque sea una vez más, aunque sea para hablar de otras cosas.
Al morir hace diez años, al menos tres generaciones de amigos y colaboradores de Octavio Paz quedamos de pronto en ese estado de orfandad. Parece absurdo que personas que entonces tenían ya cincuenta o sesenta años pudiesen considerarse huérfanos. Pero la orfandad, como tarde o temprano se sabe, no tiene fecha de caducidad. Jóvenes y viejos teníamos que enfrentar la vida (personal, cultural, política) sin una presencia que, de tan natural e intensa, parecía eterna como el sol: el sol de su presencia.
Había un arcaico elemento solar en la poesía de Octavio Paz. Pero también su vida participaba del símbolo. El escrutinio de sus ojos no cegaba ni perforaba: iluminaba y revelaba. Su mirada era la del curioso universal. El mundo “lo había hechizado”. Todos los campos del saber y el arte le producían asombro y de ese asombro partía la necesidad inmediata de compartir sus hallazgos, con una alegría casi infantil. En su biblioteca, en la sobremesa, en las reuniones de Vuelta, en la charla telefónica, en sus cartas y, desde luego, en su obra, a propósito de una minucia o de un tema trascendente, Octavio era un surtidor de conocimiento puntual, de visiones originales y reflexiones inteligentes. Irradiaba luz intelectual.
Detrás de la luz, dentro de la luz, había fuego. Octavio buscaba el equilibrio clásico del siglo XVIII, pero su alma pertenecía al arrebato romántico del XIX y a las utopías revolucionarias del XX. Nada menos paciano que la paz de su apellido. Paz no era hombre de paz sino de guerra, de una buena guerra, una noble guerra intelectual hecha de indignación y de pasión. De indignación contra la superchería ideológica, la simplificación, la confusión, el fanatismo, la mala fe; pero, sobre todo, indignación contra la mentira. De pasión por la libertad, la literatura, la claridad, la crítica, la razón; pero, sobre todo, pasión por la verdad.
Paz iluminó el siglo XX mexicano. Nació en 1914, en el huracán de la revolución, y murió en 1998, con el final del “Ogro filantrópico” que nadie como él contribuyó a entender y criticar. La gracia de la poesía lo tocó casi desde la cuna. A una prima suya le escuché esta anécdota: “Octavio, de niño, nos dijo una vez que la palabra ‘calcetín’ estaba equivocada: no debía significar una prenda de vestir sino una campanita”. El sol de su poesía cruzó las décadas, en libros que todos atesoramos, en versos que forman parte de nuestra memoria, hasta aquella postrera mañana de Coyoacán en la que volteó a ver el cielo y apeló, como quien habla a un dios familiar, al sol del Valle de México.
Por cerca de sesenta años editó revistas literarias y alentó vocaciones. Quizá ningún otro escritor publicó tanto, y de manera tan sistemática, sobre sus congéneres: poetas, novelistas, pintores, historiadores. Creía que la revolución, fracasada en tantos aspectos, había acertado de manera deslumbrante en el campo de la cultura. Aunque muchos mexicanos han hecho esfuerzos apreciables para colocar nuestra estrella en el horizonte de la cultura occidental, quizá ninguno como Paz puso el nombre de nuestro país tan alto, tan brillante, tan claro.
Pero México le dolía. “¿Qué va a pasar?”, me preguntó, con visible angustia, la última vez que lo vi. Porque tenía temor a su muerte (aunque su vida había sido una larga preparación para encararla), porque temía el imperio de la muerte en el alma mexicana, porque conocía nuestras entrañas feroces, porque no sabía si aprenderíamos a tiempo las reglas de la vida cívica, Octavio Paz no sólo moría del terrible mal que lo aquejó: moría también de perplejidad.
¿Qué va a pasar? No le contesté nada porque no lo sabía entonces y tampoco lo sé ahora. La pregunta sigue abierta. Como el poema de Paz, nuestro sino, nuestro sino político, nuestro sino histórico, ha topado con dos caminos: el “sí” y el “no”. El “sí” es la convivencia tolerante, la que dialoga, la civilizada. El “no” es el eterno retorno de lo mismo, la violencia, los caudillos, las fiestas trágicas, los mitos. No desde la borrosa patria de los muertos, sí desde la luz solar de su obra, Octavio Paz nos invita a optar resueltamente por el camino del “sí”. La moneda está en el aire, pero nosotros somos la moneda: ¿Águila o sol?
– Enrique Krauze
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.