Ojos de serpiente

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Para Leda, mi hija

El circo se va mañana. El público de la función postrera abandona la carpa. Esta noche es mi última oportunidad. Y si la dejo pasar, me arrepentiré toda la vida. Llevo ya más de una semana dándole vueltas al asunto.
El insomio ha despertado mi lucidez y me ha aconsejado una solución terminal: para apoderarme de la serpiente tendré que matar al domador. Utilizo ese término, domador, pues llamarlo de otra manera, por ejemplo, culebrero, sería reducirlo a una condición inferior. Que hablaría mal de él y también de mí —que aspiro a suplantarlo. Y que no se correspondería con el tamaño y calidad de la bestia que le ha tocado en suerte lidiar.
     Sí, creo que no me queda otra alternativa. Dicen que cada cosa tiene su precio. Ser dueño de ese soberbio animal exige la muerte del domador. Sin embargo, para atenuar las consecuencias del acto definitivo que me dispongo a emprender no debo pensar en un crimen sino en un sacrificio. El cumplimiento de un ritual que ni siquiera el Dios de los Cielos podría evitar. El domador será sacrificado, yo actuaré como verdugo. Y la recompensa me pertenecerá a mí y a nadie más.
     Todo comenzó el día que llegó el circo. En este pueblo perdido de la Cordillera Occidental nunca sucede nada. Los días transcurren lentos como tortugas e idénticos como gotas de agua. Nos levantamos con el alba, laboramos de sol a sol, repetimos gestos, saludos, parabienes: fórmulas gastadas y sin brillo, carentes de significación. Tomamos café tibio, recolado. Vemos pasar las nubes, contemplamos el vuelo de los pájaros. Y al anochecer, luego de una cena insípida y frugal, jugamos tediosas partidas de tres en raya.
     El circo, que se aparece sin previo aviso una vez por cuaresma, representa la única ruptura con esa realidad chata y vulgar en la que estamos condenados a medrar. De ahí que su llegada sea para nosotros una fuente de excitación. El único espacio posible donde nuestros sueños de aldeanos sedentarios alcanzan una dimensión real.
     En esta ocasión el circo nos sorprendió con un número excepcional. Hablo, por supuesto, del espectáculo de la serpiente y el domador. Desde la primera función quedé fascinado con aquel hermoso reptil. Sus ojos, redondos como metras, rielaban como rubíes en la penumbra. Parecían tener vida propia, autonomía y voluntad. Juro que se fijaban en mí. Entre la serpiente y este relator se estableció una corriente de empatía, irresistible y compartida. Similar, me imagino, a ese insano fenómeno que registran los novelistas románticos: amor a primera vista. Se entenderá, entonces, por qué asistí a todas y cada una de las funciones. Se entenderá, entonces, por qué ahora aguardo, agazapado entre la maleza, el instante propicio para entrar como un rayo en la tienda del domador con el propósito de apoderarme de la serpiente, al precio, ya se sabe, de una vida humana. Lo lamento por él.
     Nadie escapa a su destino. Lo entendí desde el mismo momento cuando vi relampaguear los ojos de la serpiente fijos en mí. Comprendí que el sino de la fatalidad estaba inscrito como un tatuaje en los días por venir. Supe, como si lo estuviera leyendo en una piedra grabada, lo que tenía que hacer. Pero no voy a lamentarme por anticipado de un hecho cierto e ineludible que me habrá de conducir a un estado de euforia, y plenitud, muy superior a esa idea que los pobres de espíritu se hacen de la felicidad. Mi vida con la serpiente habrá de ser una sucesión ininterrumpida de instantes de esplendor. Ningún tesoro ni manjar, ni una majada llena de vacas gordas, ni siquiera una hembra relancina asoleándose en un prado serviría como punto de comparación.
     Es cierto que mi existencia anodina ofrece pocos atractivos de los cuales presumir. Durante más de veinte años me he desempeñado como escribiente en el Juzgado, no he faltado un solo día al trabajo. Vivo en un cuarto de soltero, yo mismo cocino, lavo y plancho. Cuido mi aspecto exterior, cultivo una barba no muy hirsuta y entrecana. Me mantengo en forma caminando unos veinte kilómetros al día en el perímetro de la oficina —casi nadie porta por estos predios judiciales, ni siquiera el juez. Los pleitos de honor se dirimen con sangre y las diferencias de linderos se resuelven a balazos. Mi trabajo se limita a registrar en folios amarillentos los nacimientos y los decesos, y, de vez en cuando, la venta de un potrero o el reparto de una herencia. También cumplo funciones provisorias de alguacil. Nada memorable, por lo demás. Es cierto que he tenido algunos sueños gratos. Me he visto como líder de una jauría de perros rabiosos, he sido rey de un país lluvioso, he vendido cristos de lata a la salida de una catedral. Fuera de esas ensoñaciones pasajeras, mi vida ha transcurrido, por decirlo de alguna manera, a la sombra. Pero esa condición, a la cual el imperio del tiempo ya me tenía acostumbrado, experimentará, a partir de mañana —o de esta misma noche—, un giro radical. Abrazado a la serpiente, los días que me restan por vivir adquirirán sentido. Yo, que nada esperaba de los dioses y menos aun de mis semejantes, seré tocado por la gracia. He sido elegido para un destino superior.
     Todos estos razonamientos pertenecen al mundo de lo posible y resuenan en mis oídos como el susurro grato de un vientecito del sur. Pero su cumplimiento exige el sacrificio de mi rival. A estas horas el infeliz debe estar dormido, sin imaginar siquiera la imposibilidad del despertar. Sí, porque mi plan de liquidarlo cuenta con la complicidad de las tinieblas. Creo que no sería capaz de hundir en su pecho este puñal filoso mientras lo veo a los ojos. No sé si podría soportar esa mirada suya, que imagino odiosa o suplicante. Mirada que siempre esquivé durante las funciones en el circo, desviando la mía hacia alguna grieta imposible en el aire cargado de electricidad, temiendo que el maldito pudiera leer en mis ojos la magnitud de mi deseo.
     Ahora sí llegó la hora de la verdad. Con pasos ligeros abandono mi refugio y me encamino hacia la carpa. Que de lejos y a la luz tenue de las estrellas semeja un gigantesco globo desinflado. Mi diestra ciñe con furia la cacha del puñal. Abro un boquete en la lona envejecida y me adentro en aquel laberinto de tiendas, jaulas, ropa colgada y cachivaches. He descartado el uso de una linterna que me podría delatar, y me abro paso entre las sombras, a tientas como un ciego. Por suerte, durante el día, me aprendí de memoria todos estos recovecos. Me hice una perfecta composición del lugar. Avanzo como si llevara un mapa a un palmo de mi nariz. No hay posibilidad alguna de equivocación. Y en el instante crucial no debo, bajo ninguna circunstancia, fallar. El primer golpe lo asestaré en el corazón. Todo lo he calculado con precisión y frialdad. Ahora que ya he puesto un pie en el interior de la tienda, pienso con desgano y resignación que ya no podría, aunque lo intentara, dar marcha atrás. La suerte está echada. Ahí voy.
     Como en la lógica que gobierna los sueños, el plan se cumplió a la perfección. Mientras hundía el fiero puñal en aquel montón de trapos sucios tendidos en el camastro, sentía que me estaba deslizando por un tobogán. Un ruido líquido, como de seda desgarrada, acompañaba el movimiento descendente de mi brazo. E imaginaba, en la penumbra, la sangre de mi rival vencido brotando a raudales como un surtidor.
     Ahora me apresto a liberar a la serpiente. Me acerco a la jaula donde me aguarda ansiosa, enrollada sobre sí misma, vibrando de la más pura emoción. Pronto escaparemos rumbo a las montañas color esmeralda, ella colgando de mi cuello, su lengua bífida haciendo cosquillas en mi piel, y yo feliz. Tranquila, muchacha, deja ya de agitarte, aquí estoy.
     Un leve resplandor cuyo origen no alcanzo a precisar la envuelve como un manto. Y puedo ver sus ojos ardiendo como brasas, fijos en mí. ¿Me procura con la mirada? ¿Tiene prisa y urgencia por escapar? Distingo en la superficie bruñida de esos ojos de hechicera una chispa de inteligencia, un cierto aire de recelo que frena en seco mi avance, justo cuando me disponía a quitar el pasador que sostiene la ventanilla de la jaula. ¿Qué pasa, hombre, qué pasa? ¿Por qué tus piernas se ponen a temblar? Ahora que ya mataste al tigre, te asustas con el cuero. Anda, no te dejes impresionar por un temor infundado. No permitas que la dicha, al alcance de tu mano, se te escape como agua entre los dedos. Decídete de una buena vez y arranca de su sitio el condenado pasador.
     Lo cierto fue que el miedo me paralizó. ¿Qué digo? El pánico se apoderó de mi voluntad y ya no pude sustraerme a su férreo dominio. Huí como una rata asustada de aquel maldito lugar.

***
     A pesar de haber pasado la noche en blanco me levanté muy temprano. Sentía un mal sabor en la boca, el regusto amargo de la derrota —pensé. Mis hombros, agobiados por un extraño cansancio, me pesaban como si durante la noche hubiera cargado un fardo de plomo. Me bañé con agua helada para despabilarme y tomé un abundante desayuno. Encaminé mis pasos en dirección al centro del pueblo dispuesto a enfrentar las vicisitudes de un día que imaginaba agotador. Muy pronto la noticia del asesinato del domador correría de boca en boca, se tejerían las más absurdas conjeturas acerca del crimen, y aun cuando yo estuviera libre de toda sospecha (mi obsesión por la serpiente había sido un asunto íntimo y particular, un secreto que sólo a mí me concernía), no habría manera de escapar al revuelo y el escándalo causados por aquel inesperado suceso. Ah, y por añadidura yo me vería implicado de manera directa en la investigación. El juez, que es una persona conciliadora y perezosa, delegaría en mí su responsabilidad. Ocúpese usted de ese asunto enojoso. Revuelva cielo y tierra hasta hallar al culpable, y yo le impondré el castigo que se merece. ¿Qué puedo hacer yo ante semejante propuesta? ¿Qué excusa puedo alegar? Podría decirle al juez que mi condición de mero escribiente no me faculta para conducir una investigación criminal, que la ley me impide usurpar esa función de su exclusiva competencia. El juez entonces soltaría una de esas carcajadas suyas, atronadora, y me espetaría un breve y contundente sermón: en estos andurriales olvidados de la mano de Dios, yo impongo la ley. Y no se hable más del asunto. En rigor, si me quisiera desembarazar de esa tarea ingrata tendría que admitir mi culpabilidad. Pero no me entusiasma para nada pasar el resto de mi vida encerrado en un calabozo.
     Llegué a las puertas del Juzgado a las ocho en punto, y cuando buscaba la llave para entrar vi que en la esquina cruzaba a toda prisa el barbero. Me indicó con una seña que aguardara, algo muy importante debía comunicarme. Por supuesto, yo sabía cuál era la noticia. No obstante, tendría que mantenerme en guardia. Sostener la farsa sería la regla de oro que garantizaría mi impunidad. Y de alguna manera, esa actuación mía de forzado disimulo también sería mi condena. Respirando con dificultad, el barbero me tomó por un brazo. Malas noticias, señor escribiente —dijo, reprimiendo un ataque de tos. Recordé, no sé por qué, que una antiquísima e injusta ley impone al mensajero que trae nuevas infaustas la pena de muerte. Habrá que hacer una excepción con este asustado personaje, pensé. Él será un testigo de excepción de mi auténtica sorpresa. ¿Qué pasa, señor barbero? ¿Se quedó usted sin habla? Desembuche, pues.
     Todavía resuenan en mis oídos las palabras del barbero. Veinte años después aún no me repongo del estupor. Atropellando las frases el barbero me contó que la noche anterior algún insensato se había deslizado en la carpa del circo y con saña criminal había apuñalado a la serpiente. ¿Y el domador?, pregunto, con un hilo de voz. ¿Cuál domador?, responde como en un eco el mensajero. Quiero decir, el culebrero, aclaro yo. Ah, señor, no me lo va a creer —concluye con voz acongojada, quebrada por la emoción—. El tipo está vuelto una furia, echa espuma por la boca y grita como un condenado. Han tenido que amarrarlo con una soga. Yo creo, aquí entre nos, que el pobre diablo enloqueció. ~

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