Empecé a leer El caso Arbogast de Thomas Hettche (Giessen, 1964) como si me fuera a encontrar con otra pieza maestra como El adversario (Anagrama) de Emmanuele Carrère: se trataba de un caso real en el que Hans Arbogast había sido condenado a cadena perpetua porque la mujer con la que hacía el amor había muerto durante el acto, y posteriormente, en una revisión del caso, había sido absuelto. Aunque lo que realmente encontré fueron páginas para el guión de un telefilme nocturno (por eso de tener que ser un poco más explícito en cuestión sexual).
La intensa relación que se establecía entre Emmanuele Carrère y su personaje, el estafador y asesino Jean-Claude Romand, no existe entre Thomas Hettche y Hans Arbogast, cuyo único delito es haber engañado a su mujer. Thomas Hettche se sitúa en una posición muy distanciada, como si el material que tiene entre manos estuviera más cerca de una novela histórica egipcia que del presente, y todo en un tono muy tranquilo, conciliador, en el que la verdad acaba triunfando y resplandeciendo.
Hettche tenía muchas opciones con este caso Arbogast: podría haber hecho una fábula kafkiana sobre los abusos del poder con sus ciudadanos (el poder de Estado basado en la autoridad), pero sirve al final feliz; podría haber elaborado el retrato de un hombre acusado injustamente, pero no se ha molestado en construir a este pobre representante; podría haber hecho un trabajo de exhibición de conocimientos de ciencia forense, pero ha preferido inventar vínculos sentimentales; podría haber hecho un retrato de la Alemania dividida, pero la brutalidad que exhibe James Ellroy, por ejemplo, para ajustar cuentas con su país aquí ni asoma. Se tiene la sensación de que las novelas que podría haber escrito Thomas Hettche y que no ha escrito son mejores que la que finalmente ha publicado.
El caso Arbogast es una novela fría, distanciada, en la que se percibe muy poco el clima de lo que sucedió, del mundo en que vivían las víctimas (inversamente a lo que sucede en Soldados de Salamina de Javier Cercas, otra novela que parte de la realidad pero a la que el calor y el continuo acercamiento a los personajes va haciendo crecer). No es tampoco A sangre fría de Truman Capote el modelo de Thomas Hettche, pese a que comparta con El caso Arbogast muchos elementos comunes. Es en el cine americano donde se encuentran sus verdaderas referencias. ¿El fugitivo? Puede servir, y también Frenesí de Hitchcock (una peluca que aparece en la novela evoca también otras películas del británico), pero encaja como anillo al dedo con Cadena perpetua, de Frank Darabont, varios años anterior a la novela de Hettche.
Tusquets había publicado ya en castellano otra ficción de Thomas Hettche, Nox, en la que relataba los hechos del 9 de noviembre de 1989, cuando cayó el muro de Berlín (fecha simbólica como el 23 F o la más reciente del 11 de septiembre). La división de Alemania es también un elemento central en El caso Arbogast, porque la autoridad occidental sólo conseguirá ser socavada con la aparición de una experta oriental (en una paradoja política que no lo es). Este juego de dobles ofrece los mejores momentos de la novela: culpabilidad e inocencia, catolicismo y protestantismo, educación y trabajo, nazis o limpios, autoridad y ley, fidelidad y engaño, ciencia y superstición… y, ¿por qué no?, Jekyll y Hide, uno de los pares que Thomas Hettche no quiere explotar en profundidad, sólo dejarlo caer, que fluya como el aceite en todos los engranajes de la acción, que quede suspendido como una soga en un árbol.
Friedrich Dürrenmatt ha llenado su excelente literatura de dudas sobre la condición moral (La promesa, que tuvo hace no mucho una nueva versión cinematográfica realizada por Sean Penn, es la primera que recuerdo y sirve), y también Leonardo Sciascia, obsesionado por la justicia e indagador de muchos hechos reales (desde la muerte en extrañas condiciones del raro escritor Raymond Roussel hasta el secuestro del político Aldo Moro). Thomas Hettche no está cerca ni del suizo ni del siciliano, demasiado sutiles ambos para su brochazo grueso. El caso Arbogast podría haber crecido si algo de Dürrenmatt y algo de Sciascia hubiera retenido Hettche.
Recientemente Arcadi Espada ha teorizado en Diarios (Espasa) sobre la mezcla entre realidad y ficción (y sobre las obras de Truman Capote y de Javier Cercas), sobre los riesgos en los que puede caer un autor que nade en esas aguas. Cree Espada que se trata de un asunto reciente, aunque no lo es: la ficción y la realidad tienden desde muy antiguo a confundirse, y de esa confusión vivimos. El caso Arbogast también toma la realidad para elaborar una ficción, pero desaprovecha una realidad que cualquiera percibe que era mucho más rica, más compleja y menos lineal, y desaprovecha la ficción, que podría haber ido mucho más lejos del final feliz, de biblia para un episodio, no muy bueno y en plan “precuela”, de csi (la mejor serie de televisión de los últimos años). ~
(Zaragoza, 1968-Madrid, 2011) fue escritor. Mondadori publicó este año su novela póstuma Noche de los enamorados (2012) y este mes Xordica lanzará Todos los besos del mundo.