Para después del después

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Meses atrás, a raíz de su última visita a Lebu, Gonzalo Rojas me confiaba en una conversación telefónica: “Apenas ahora comienzo a comprender lo que significa Lebu para mí.” Como era su costumbre, señaló el hecho y no aclaró más. La frase quedó revoloteando entre Chillán y México, y ahora la recuerdo como una cifra de su temple, casi una poética. Para él Lebu no era solamente el lugar de su origen, sino el origen del Mundo: allí descubrió la libertad, el riesgo y la palabra. Gonzalo Rojas se parecía al paisaje de Lebu, que volvió a encontrar, al regreso del exilio, en el Torreón del Renegado: la misma vivacidad, las mismas aguas violentas, el mismo roquerío. Pero no deja de sorprender en un hombre de más de 93 años el “apenas ahora comienzo…” que denota una infatigable curiosidad por el mundo y una paciencia sin par para la poesía que, a mi juicio, eran cualidades palmarias en Gonzalo Rojas. Muchas de sus anécdotas de vida encierran su ars poetica: cuando de niño se tiraba al mar desde el muelle de Lebu, ya estaba cumpliendo el gran salto al vacío que significó para él escribir poesía, la apuesta temeraria de su palabra. Despedazar la sintaxis era su medio predilecto para rearmar “un mundo que no es total, ni liso, sino que está quebrado”.

Lo difícil, le aseguraba un día a una periodista, había sido ganar una conciencia del límite. Saber hasta dónde llegar. Y con su humor característico así lo refrendaba: “El otro día un tipo me preguntó: ‘¿por qué usa esa gorrilla, señor?’ ‘Me indica hasta dónde llega mi pensamiento’.” La singularidad de Gonzalo Rojas, sobre todo de su poesía, reside en la rara alianza entre el arrebato y la poda, entre el desenfreno y la mesura, entre ritmo y rigor. “Desmesurado por ignición necesaria, nunca dejé de sostener firme la brida”, aseguraba. Admirador de Ezra Pound, podía repetir con él: “Tenemos en orden nuestras gomas de borrar” a la hora de escribir sus versos con su letra aplicada y honesta. Su signo era la templanza: medía su vino como medía sus versos, y prefería que faltara a que sobrara. “Amo la imperfección como signo de la apertura, y todo es búsqueda sin fin.” El hambre era el motor que lo hacía ir más allá, buscar siempre algo más, y no quedarse nunca satisfecho.

Casi toda la vida repitió que “no hay que ser premiable y tampoco hay que ser sentable, ni academizable”, porque “las sillas de la seguridad son las peores”. Pero, a partir de los años noventa, le cayó encima una avalancha de galardones que recibió como una justicia que traía consigo una condena. Aunque parezca poco creíble, no le gustaba la parafernalia de los premios, porque lo sacaban de su tonalidad, del estado de gracia “que es mi forma de mirar el mundo, de fascinarme con la vida, reírme un poco y seguir leyendo y escribiendo hasta que pueda”, y se sometía a los ritos con infantiles refunfuños. En sus últimos recitales públicos, era lamentable observar cómo lo reducían a un rosario de laureles cuando él tan solo aspiraba a ser aprendiz de poeta, a “balbucear el misterio”.

“Aposté a santo, a rey, y necesariamente perdí. Aposté a perdedor y se me dio la poesía”, afirmaba Gonzalo Rojas para resumir su vida y el inexplicable don de la palabra que no acaba de merecerse nunca. En un país como Chile, donde la vida nacional se parece a un partido de fútbol en el que solo queda apostarle a uno de los dos equipos, su independencia estética y política lo convertía en un raro en el sentido dariano del término, un heterodoxo inasible para los dogmáticos y las ortodoxias de toda índole. “Disidente y nunca obsecuente, mi pasión fue la búsqueda; la búsqueda del absoluto.” Su consuetudinaria rebeldía le valió ser condenado consecutivamente por la dictadura militar y la izquierda chilena en el exilio. Muchos años antes, cuando armaba los Encuentros de Concepción como se planea una revolución cultural, alentaba a los jóvenes, que siempre fueron sus más fervientes lectores, a hacer de la inquietud una íntima consejera: “La inquietud puede ser salvadora; su primera consecuencia es evitar la inercia, el hacer lo de siempre, como si ello estuviera plenamente justificado; la segunda, eliminar la petulancia y la fácil satisfacción, para sustituirlas por lo más fecundo de que dispone el hombre: el descontento.” Algo de su propia moral trasuda en esta invitación y siempre fue saludada como un síntoma de su juventud espiritual.

La única obediencia a la que se sometía era la que le dictaba la poesía, el compromiso con la palabra verdadera. Se reivindicaba como “un vagamundo, un hijo del torbellino”, porque un vagamundo es el que se atreve con el mundo, con la libertad y con la imaginación. Y también afirmaba: “Yo soy más un niño que un mago o un vidente.” Huérfano universal como Nerval, en cambio no fue un Desdichado: amó y celebró el amor como pocos poetas en este siglo. Pero no siempre y no todos comprendieron que el amor que celebraba era más sagrado que concupiscente. Entonces, resolvió la disyuntiva calificándose a sí mismo como “místico turbulento”. Antes que al surrealismo, sus raíces literarias remiten al romanticismo, pero él mismo precisaba: “Más bien pienso que lo mío es muy terrestre, y que hasta mi cielo (tan romántico y tan Novalis) está abajo, en la profundidad, y mi infierno, si lo hay, en el fuego de lo amoroso.”

Su longevidad apenas mermó su capacidad creativa. Escribió poemas prácticamente hasta el final: “la suma de experiencias, las décadas que han pasado, permiten que uno se convierta en el inconsciente que debió haber sido siempre”. Se concebía a sí mismo como un libro inconcluso y no cejó en su afán de aproximarse al enigma, siempre más poderoso que la lucidez, y de intentar encontrar la palabra más justa, la siempre faltante. “¿De qué nos disfrazamos cuando escribimos que no sea de tiempo?”

“De repente estamos aquí y ese es el juego: de repente no estamos”, es una de sus célebres frases que no se cansaba de repetir. De repente, Gonzalo Rojas ya no está aquí. Difícil de creer, más duro aún de aceptar. Escribió numerosos poemas sobre la muerte; escribió singulares elegías a sus amigos fallecidos, a sus escasos héroes. Escribió varios epitafios para su propia tumba, imaginó eventuales maneras de morirse y atinó en más de una ocasión: “aquí está el derrame, / cierre esa mano de loco, cerebral”; o bien: “No lloréis mi partida hacia otros rayos. / Soy como este árbol. Moriré / por la cumbre.” Nos incitó a huir del patetismo y de la liviandad, pero no nos dio las palabras equidistantes de estos dos polos para expresar nuestro dolor por la pérdida de su persona. Desde antes, nos había conminado con una pregunta: “¿qué sacan con llorar?”, y sin embargo, “sin quererlo, lo lloramos”. En un ensayo dedicado a Rubén Darío, Gonzalo Rojas apuntó con una inusual precisión: “Leído ayer 2 de octubre del 97 en un diccionario de símbolos: ‘entrar en el azul equivale a pasar al otro lado del espejo’.” Quizá, como él creía, la muerte sea un regreso al origen. Si así fuera, entonces, Gonzalo Rojas ya estará volando en el azul de Lebu. ~

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