Para Jerry, con amor y sordidez

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Se llamaba Jerome David, pero los amigos íntimos le decían Jerry. Y yo me tomo la libertad y la confianza de decirle aquí Jerry porque –como millones– yo fui, soy y seguiré siendo amigo íntimo de J. D. Salinger. El tipo de amistad y de intimidad que sólo se llega a tener luego de treinta años de leerlo y releerlo. Y me gusta pensar que, de algún modo, Salinger sentía lo mismo pero multiplicado por millones y que, por eso, un día cerró la puerta, echó el candado, renunció al puesto de ser nuestro guardián entre el centeno y nos dejó a todos del lado de afuera pero equipados con cuatro inmensos pequeños libros para hacer frente a la tormenta.

Muchas gracias.

Y la cosa empieza así: yo estoy en casa, escribiendo con el televisor encendido pero con el volumen bajo y, de pronto, la pantalla del noticiero de la noche de Cuatro ofrece una foto de John Updike, luego otra de un cowboy de pie sobre un maizal o algo así. Intrigado, subo el volumen y entonces la foto esa del anciano con el puño en alto y otra de ese mismo anciano cuando era joven y todavía sonreía suavemente a los fotógrafos. Ahí entiendo: alguien se equivocó con las dos primeras fotos y alguien acertó con las dos últimas y había sucedido lo que más temprano que tarde (91 años de edad son muchos años) tenía que suceder. Salinger había muerto y, con él, habían muerto los varios Salinger que llevaba dentro suyo. Porque puede decirse que hay varios Salinger adentro de Salinger. A saber: 1) Está el Salinger “para todos” (el de El guardían entre el centeno). 2) El Salinger para salingerianos frescos de taller literario (el de “Un día perfecto para el pez banana”). 3) El Salinger para salingerianos ya curtidos y que comprenden que ciertas cosas jamás se aprenderán en un taller literario (el del magistral y perfecto “Para Esmé, con amor y sordidez”). 4) El Salinger para salingerianos casi new age (los que llegan por casualidad a Franny y Zooey). 5) Y, por último, y definitivamente, el Salinger para Salinger (el autista/solipsista del inasible Seymour: una introducción, que funciona en perfecto tándem entre tapas y cubiertas con el –sólo en apariencia– más sencillo y ligero Levantad, carpinteros, la viga del tejado, proponiendo una suerte de credo/manual de instrucciones cerrando con la ya célebre línea: “Ahora vete a la cama. Rápido. Rápido y lentamente”).

Su último largo relato publicado el 19 de julio de 1965 en The New Yorker –las 25.000 palabras que componen el monólogo epistolar de “Hapworth 16, 1924”– no hacen más que profundizar en el síntoma de alguien que, evidentemente, se encerró dentro para poder estar afuera de todas las cosas y, se supone, hacer lo suyo a su manera. (En Seymour: una introducción, un fragmento de una carta del hermano mayor muerto al ermitaño hermano menor alecciona: “¿Desde cuándo escribir es tu profesión? Nunca fue otra cosa que tu religión. Nunca. Estoy un poco sobreexcitado”.)

Todo esto –y mucho más, aquí tengo un file que contiene todo lo otro que publicó en revista y decidió no reeditar en libro, incluyendo los magníficos “The Varioni Brothers” y “The Inverted Forest”– en lo que hace a lo literario, a la obra, a un Yin y Yang que se apoya en dos figuras arquetípicas y paradigmáticas: 1) Holden Caulfield: el adolescente expulsado de su colegio y vagando por Manhattan quien dice querer matar a todos los “falsos”. Y 2) San Seymour Glass: un recién casado “yendo de un pedazo de Tierra Santa a otro” como una “especie de paranoico al revés. Sospecho que la gente conspira para hacerme feliz”, que acaba suicidándose en un hotel de playa durante su luna de miel y deslumbra y encandila a sus hermanos sobrevivientes con su luz de inmortal estrella muerta.

Matar a oscuras o matarse iluminado. De eso se trata, parece. Y así, desde entonces y para siempre, florece una religión de lectores que sólo desean seguir leyendo a Salinger y de lectores que sólo desean escribir como Salinger y de escritores que sólo desean escribir cómo Salinger para poder tener el tipo de lectores fieles que tiene Salinger. No sé cuántos de ellos sueñan con desaparecer como desaparece, sólo en apariencia, uno de esos sueños que nunca desaparecen del todo, porque jamás se los olvida y cada vez se los cuenta y se los lee mejor.

En lo que se refiere a la vida, también hubo muchos, acaso demasiados Salinger. Y es ahí y aquí –su vívido fantasma lleva años recorriendo el planeta– donde el asunto se pone un poco sórdido. Rumores de pederastia, ingestión de la propia orina para alcanzar la inmortalidad, bestiales dietas homeopáticas macrobióticas, depresiones y esas fotos iracundas que le tomaban, de tanto en tanto, a la salida de un supermercado. Y –el que esté libre de pecado…– hemos sabido y consumido todo eso con desesperación de adictos con síndrome de abstinencia que se conforman con cualquier sucedáneo. Ya sea una biografía castrada en los tribunales por Salinger (la de Ian Hamilton; donde leí por primera vez aquello de que había descollado como interrogador de oficiales nazis prisioneros), otra biografía tan fallida y tonta que parece no haber preocupado mucho al monstruo (la de Paul Alexander; donde se habla de sus llamadas telefónicas nocturnas a chicas protagonistas de series televisivas durante los años ochenta), las furibundas diatribas de ex novia (la malvada más que mala memoir de Joyce Maynard, seducida y abandonada) y de ex hija (los traumatizados recuerdos de los métodos educativos de un papá-freak a cargo de Margaret A. Salinger), películas con pseudosalingers con el rostro de James Earl Jones o Sean Connery (y hasta “una de Mel Gibson” con candidatos manchurianos que se activaban al leer las peripecias de Holden Caulfield); un ensayo de Ron Rosenbaum que fue nota de portada de Esquire, un más que interesante volumen colectivo –With Love and Squalor– donde varios discípulos del aquí y ahora alaban y reprochan y se preguntan qué pasó y por qué. Y, sí, alguien mató a un beatle en su nombre y no hace mucho, un gracioso publicó una continuación decrépita y anciana de El guardián entre el centeno. Y comienzan a flotar fotos desconocidas hacia la superficie. Y se anuncia un revelador documental. Esto es parte del todo de la nada. Su influencia, sin embargo, está en todas partes: en toda novela con adolescente disfuncional, en las familias entrópicas de Las vírgenes suicidas de Jeffrey Eugenides y de El Hotel New Hampshire de John Irving y de Norwegian Wood de Haruki Murakami y en los divinos aforismos de La vida después de Dios de Douglas Coupland (que Salinger nunca firmaría, pero que tal vez sí un Seymour Glass adolescente); en las canciones de Eels y de Belle and Sebastian y de Elliott Smith; en las películas de Wes Anderson; y en las risas y satoris que provoca el personaje de Phoebe en la serie Friends.

Y no hay momento en que no se fantasee con que tal vez mañana vaya a salir un nuevo libro de Salinger. O varios. A ver qué pasa… Mientras tanto y hasta entonces –su agente, al informar de su fallecimiento, apuntó: “Salinger dijo que estaba en este mundo pero no pertenecía a él”; nada dijo de manuscritos en cajas fuertes– la consoladora felicidad de sus reediciones funcionando como, sí, evangélicas buenas nuevas. Algo así como la nostalgia siempre presente por un lugar en el que nunca se estuvo, pero que se cree conocer a la perfección a partir de lo que se leyó y de lo que gustaría seguir leyendo. Porque se puede pensar que Salinger abandonó nuestra infernal tierra; pero también es posible que haya sido él quien, hace tanto tiempo, nos expulsó de su paraíso.

Atención: Salinger es un escritor virósico y con alta potencia de contagio. Un escritor que contamina y que hay que saber manejar con precaución: su disfrute y estudio es benéfico hasta cierto punto. Superado este límite invisible (pero que está ahí, que existe) se corre el riesgo de quedar atrapado entre sus redes. Y tal vez lo más importante: Salinger tiene que ver más con el lector que con el escritor. Salinger enseña más a leer que a escribir y tal vez por eso, para muchos, Salinger es un autor “menor”. Su literatura existe más en función de sus seguidores que de sus renuentes colegas; de la necesidad de producir determinados efectos en los lectores; de “atacar” iluminando. De ahí, también, que Salinger –bestseller desde hace décadas a la vez que clásico moderno– incomode tanto en un planeta de fugacidades y de adultos que consuelan su desconcierto acusándolo de “juvenil” o “enamorado de sus personajes”, procurando olvidar que ellos quisieron ser como Salinger y los Glass cuando eran jóvenes. Sí, Salinger es y seguirá siendo, de algún modo, la juventud, el futuro todavía más amplio que el pasado, las múltiples posibilidades. Y la juventud pasa (Salinger es un escritor que nos recuerda demasiadas cosas de nosotros mismos; su relectura en ocasiones perturba no por quién es él sino por quiénes fuimos nosotros), los sueños no se cumplen, y se sigue leyendo a Salinger. Así es mucho más fácil referirse a él como una “etapa superada” cuando, en realidad, es siempre el pasado –o Salinger– el que nos supera.

Y otra vez, lo del principio, lo de su final: yo estoy viendo el noticiero de Cuatro. La noticia dura poco, un suspiro, y todo vuelve a la “normalidad” enseguida. Pero causó mucha gracia y cierto regocijo, en medio de la tristeza, el que J. D. Salinger haya elegido para morirse el mismo día en que los periódicos y los consumidores compulsivos del mundo y los electrocutados del universo no hacían otra cosa más que hablar y leer sobre las maravillas y utilidades del iPad. Así, Salinger murió y –al menos por un rato– volvimos al fondo por encima de la forma, a la sustancia por encima del envase, a la sangre por encima del plasma, al genio por encima del ingenio y al creador por encima de la criatura. Después volvimos al codazo de Cristiano Ronaldo repetido una y otra vez desde diversos ángulos en plan magnicidio de JFK. Y mi pequeño hijo (tal vez somatizando mi tristeza) se puso a vomitar sin pausa y comenzó a sonar el teléfono pidiendo opiniones sobre el guardián que nos acaba de dejar solos entre el centeno y lo desenchufé y me fui a dormir y me desperté a las tres de la mañana –comencé a ordenar estas ideas viejas, ideas en formato micro-mix, “este modesto ramillete de paréntesis tempranamente florecidos: (((())))”– y entonces encontré la respuesta, después de tantos años de preguntarme acerca de ese epígrafe/koan zen justo antes de que amanezca y se oiga el disparo de largada de “Un día perfecto para el pez banana”. Recuerden: ¿cuál es el sonido que hace una sola mano a l aplaudir? Acabo de escucharlo, de comprenderlo: el sonido que hace una sola mano al aplaudir es el sonido imperceptible pero atronador que hacemos y oímos al leer. Me explico: con una mano sostenemos el libro y con la otra aplaudimos.

Aplausos, gracias por todo, Jerry. Y descansa en paz en este mundo, en el nuestro, en el tuyo.

Óiganlo –léanlo– sonar.

 

P. S.: En cuanto a dónde van los patos del Central Park en invierno, me temo que sigo sin tener la más remota idea al respecto. ~

+ posts

es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: