No es mi propósito aportar nueva información jurídica, histórica o de cualquier otra índole acerca de la Constitución de Cádiz. Quiero concentrarme en señalar algunas paradojas, es decir, expresiones acerca de realidades, bien sea inesperadas o incluso contradictorias, tal como se expresan en el texto gaditano. Son estrictamente lingüísticas las paradojas que se producen en algunos de sus artículos, principalmente al modificarse o quedar ambiguo el significado de vocablos o sintagmas, o también en los casos de determinadas proposiciones. En el contexto temporal de las Cortes de Cádiz, numerosos vocablos adquirieron connotaciones diferentes a las tradicionales, sobre todo como expresión de ideas libertarias. Así se llegó a hablar de una “gramática de la libertad”, de un “diccionario de los hombres libres” y de “una lengua democrática republicana”,[1] en contraposición al lenguaje que seguirían empleando los serviles o “servilones”, como se designó a los diputados conservadores en las Cortes constituyentes.
Palabras como soberanía, nación, nacional, majestad, vasallo y vasallaje (en vez de ciudadano y ciudadanía), contrato social, patria, opinión pública, independencia, constitución y otras más se hallan entre las que entraron al uso cotidiano de la lengua con nuevas acepciones.
Un ejemplo de proposición contraria al espíritu de la Constitución
Entre las paradojas lingüísticas hay otras que provienen de la introducción de algunas proposiciones que parecen contrarias o al menos no toman en cuenta el espíritu de la Constitución o lo que expresan otras proposiciones incluidas en ella. Un ejemplo, muy significativo, lo ofrece lo que se consigna en el título IV, capítulo 2, artículo 168, acerca de la persona del rey. Textualmente se expresa que “la persona del Rey es sagrada e inviolable y no está sujeta a responsabilidad”.
Ahora bien, tomando en cuenta que en el espíritu de la Constitución ocupa lugar importante el principio de que la “soberanía reside esencialmente en la nación” (artículo 3), de ello se desprende la negación del atributo de soberano otorgado antes al rey. Resulta así paradójico que se exprese que su “persona es sagrada, inviolable y no sujeta a responsabilidad”, como le ocurría antes a quien era reconocido como soberano.
En el Diccionario de autoridades de 1726 y en su reimpresión en un volumen de 1780, se registra que el significado de la palabra sagrada es “lo que está dedicado a Dios y al culto divino” y como segunda acepción “lo que respecto a lo divino, es venerable”. A su vez, el vocablo inviolable significa “lo que no se debe violar, profanar o quebrantar o aquello que no se puede tocar”. En cuanto a la expresión “no sujeto a responsabilidad”, significa que no está obligado a “responder o satisfacer por algún caso”, o acción suya.
Según esto, la proposición que aparece en el artículo 168 tiene el sentido de que el rey posee atributos que más que a nadie corresponden a Dios o por lo menos a un soberano que no tiene por qué dar cuenta de sus acciones y cuya persona es sagrada e inviolable.
Nuevos vocablos con que se designa a los participantes en el proceso sociopolítico de la época
Abundando en la proliferación de tales vocablos citaré el término servilón, que, por cierto, continúa registrándose en el Diccionario de la lengua española de la Real Academia, con la significación de “partidario de la monarquía absoluta”. De connotación opuesta fue el de liberal. Este, desde fines del siglo XVIII, se usó ampliamente en Francia para referirse no solo a los que se oponían a la monarquía absoluta sino en general a personas de ideas avanzadas o, como hoy se diría, “progresistas”. La palabra llegó a tener también amplia vigencia en América Latina. Este fue el caso de México, donde, a lo largo del siglo XIX, hubo reiterados enfrentamientos entre sectores políticos calificados de liberales y conservadores.
Vale la pena recordar otros dos términos: uno es el de afrancesados, aplicado a quienes mostraban admiración por las instituciones, el pensamiento, el régimen, las costumbres y las modas francesas. Los españoles que recibieron tal epíteto expresaban su admiración por lo que venía de Francia, mientras se producían la ocupación de su patria por las tropas napoleónicas y el intento de Napoleón de imponer a su hermano José como rey de España.
Otro vocablo es el de jacobinos, que se usó en Francia en la época de la Revolución para designar a quienes se oponían no solo a la monarquía absoluta sino que incluso asumían actitudes radicales, como fue el caso de Robespierre. Contrariamente a lo que se supone, el término jacobinos, que se introdujo también en España con una connotación parecida, no deriva del nombre de alguien en particular sino del hecho de que los así nombrados se reunían en un antiguo convento dominico situado en la calle de Saint-Jacques (San Jacobo), en París. El Club de los Jacobinos había sido fundado en 1789 en Versalles, y se llamó originalmente Sociedad de Amigos de la Constitución. En España se aplicó ese término a las personas de ideología radical.
Volviendo a los vocablos introducidos al redactar la Constitución de Cádiz, debe añadirse que las paradojas lingüísticas que se produjeron y afectaron al idioma español obligaron en algunos casos a disquisiciones acerca de los nuevos sentidos que adquirieron y que en realidad introducían de forma más o menos velada nuevas ideas y principios.
Algunas paradojas fácticas
En la Península, la invasión napoleónica se había adueñado de la mayor parte del territorio. En el caso de los virreinatos americanos no solo prevalecía la intranquilidad sino, que en muchos lugares, se produjeron abiertos brotes insurgentes que, con el paso del tiempo, se dirigieron a la obtención de la independencia. En ambos ámbitos, España y el Nuevo Mundo, corría en abundancia la sangre y la situación se agravaba por momentos.
Si la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino se constituyó en septiembre de 1808, y en 1810 se logró la instalación de las Cortes en Cádiz, la llegada de quienes las integrarían –diputados de diversas provincias de España y de los virreinatos americanos– resultó muy difícil y en algunos casos imposible. Por este y otros motivos, hubo quienes dudaron de la legalidad y representatividad de esas Cortes tan irregularmente convocadas. La paradoja parece estar en que, pese al cúmulo de adversidades, las Cortes pudieron a la postre abrirse. Esto aun cuando, en no pocos casos, sobre todo en el de los diputados americanos que no pudieron participar, hubo que nombrar suplentes, arbitrariamente seleccionados por el simple hecho de que se hallaban en la Península o mejor aún en Cádiz.
Un agravante tal vez igualmente serio era la amenaza de que las tropas napoleónicas se adueñaran de un momento a otro de la Isla de León y de Cádiz. Para remate, se había desatado una epidemia de viruela y extendido la fiebre amarilla. Lo paradójico es que, a pesar de todo esto, las Cortes pudieron elaborar una constitución en la que, más allá de contradicciones, prevalecieron criterios liberales, a veces inspirados en la Constitución francesa posterior a la Revolución.
Las Cortes reciben el tratamiento protocolario de majestad
Solo dos días después de que comenzaran los trabajos de las Cortes, el diputado por Santa Fe de Bogotá, José Mejía Lequerica, propuso los tratamientos protocolarios con los cuales referirse a las mismas Cortes, al rey y a los Tribunales Supremos. Para las Cortes debía reservarse el título de majestad. El empleo de este vocablo implicaba un cambio radical: lingüístico, ideológico y fáctico.[2]
Cabe recordar aquí lo que se entendía por majestad, según lo registran los diccionarios de Sebastián de Covarrubias (1611) y luego el de Autoridades (1726). Según Covarrubias, majestad es “título honorífico”, “título imperial o real de emperador”. De acuerdo con el de Autoridades, es “título honorífico que propiamente pertenece a Dios como verdadera majestad infinita y después a sus retratos en la tierra cuales son los emperadores y reyes y así se dice Vuestra Majestad”.
Al adjudicar a las Cortes el título de majestad se reconocía en ellas a la autoridad suprema. En cuanto al rey, propuso Mejía Lequerica, se le dio el título de alteza, que, según Covarrubias, es “título real después de Majestad; este se da al Consejo en cuanto representa la persona real y al príncipe como hijo suyo”. Finalmente, el título de nacionales debía aplicarse a los Tribunales Superiores, que ya no recibirían el título de reales.
Se reconocía así la supremacía de las Cortes por encima del rey. De hecho en el artículo tercero de la Constitución se declara que “la soberanía reside esencialmente en la nación”, y, en el artículo segundo, que “no es ni puede ser propiedad de ninguna familia ni persona”. Esa clara alusión al rey y a la dinastía real, donde se negaba que fuesen depositarios de la soberanía, no impidió que al principio de la Constitución se declarase que “don Fernando Séptimo por la gracia de Dios y por la Constitución de la Monarquía española, Rey de las Españas, y en su ausencia y cautividad la Regencia del Reino, nombrada por las Cortes Generales y Extraordinarias a todos los que los presentes vieren y entendieren, sabed…”
El enunciado es vacilante: proclama el antiguo postulado que admite que el rey gobierna “por la gracia de Dios”, pero añade que también ejerce el poder por obra de la Constitución. De este modo afloraron desde un principio las ambigüedades para lograr los consensos necesarios entre liberales y serviles.
Debe notarse que el empleo del vocablo majestad para referirse a las Cortes volvió a adquirir más tarde su antigua connotación con el sentido de tratamiento aplicado al rey. Por lo que toca a los diputados integrantes de las Cortes, se adoptó en muchos lugares de lengua española el tratamiento de Vuestra Soberanía, enfatizando así que en las Cortes o diputación reside la misma.
Y otro tanto debe decirse de las contradicciones en el empleo del vocablo nacionales que Mejía Lequerica y los diputados constituyentes usaron para referirse a los Tribunales Superiores, pese a que, en el artículo primero, al hablar de la “nación” se expresa que se entiende por esta “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. Y cabe anticipar que habrá que volver al significado del vocablo nación, de enorme importancia en el contexto constitucional.
La presencia americana en las Cortes
Aceptando que el propósito principal de la reunión de las Cortes era la elaboración de una nueva constitución, estas celebraron su sesión inaugural el 24 de septiembre de 1810 en la Isla de León. Sus integrantes no fueron elegidos por estamentos de clero y nobleza, sino de forma individual y proporcional, y debían trabajar en una sola cámara.
Aunque no hay consenso en cuanto al número de diputados presentes en la apertura de las Cortes, algunos registran que eran ciento cuatro, de los cuales setenta y cuatro eran peninsulares y treinta de ultramar, veintiocho americanos y dos filipinos. Desglosando la procedencia de los diputados ultramarinos que se fueron incorporando posteriormente cabe notar que había dos de la isla de Cuba, uno de Santo Domingo, uno de Puerto Rico, quince de la Nueva España o México, seis de la Capitanía de Guatemala, uno de Venezuela, dos de la Nueva Granada, ocho del Perú y dos del Virreinato de Buenos Aires.[3] En cuanto a los peninsulares provenían de diversos lugares de España que ya no se llamarían reinos sino provincias.
Entre los más destacados diputados mexicanos estaban José Miguel Guridi y Alcocer, por Tlaxcala; José Ignacio Beye Cisneros, por México; José Miguel Gordoa Barrios, por Zacatecas; Miguel González Lastri, por Yucatán; Joaquín Maniau, por Veracruz; José Miguel Ramos Arizpe, por Coahuila; Manuel María Moreno, por Sonora, y Mariano Robles, por Chiapas.
A su vez, entre los diputados que más se distinguieron por sus participaciones procedentes de otros lugares sobresalen José Mejía Lequerica, de Santa Fe de Bogotá; el peruano Dionisio Inca Yupanqui que, pese a su nombre, desde niño radicaba como español en la Península, y el venezolano José Domingo Rus.
En cuanto a las profesiones de los diputados americanos, muchos eran eclesiásticos, entre ellos tres obispos, y militares. De otras profesiones había algunos, con estudios universitarios, abogados y magistrados, así como funcionarios públicos, miembros de cabildos, hacendados, comerciantes y cuatro que ostentaban títulos de nobleza. Buen número de ellos, como algunos eclesiásticos, abogados y otros con estudios universitarios tuvieron que actuar en los debates casi como filólogos o lingüistas cuando se discutía el significado y empleo de determinado vocablo.
Diferencias entre peninsulares y americanos
Uno de los asuntos que debía quedar claramente establecido fue el de que las mismas Cortes declararan su legitimidad y soberanía. Sobre esto versó la intervención de Diego Muñoz Torrero, diputado por Extremadura. Con el fin de disipar dudas o contradicciones, las Cortes solicitaron la presencia del obispo de Orense, que presidía la Regencia. Al no atender esta solicitud, hubo una inicial confrontación entre los diputados liberales, incluidos los americanos, y los de tendencias conservadoras.[4]
A la par que se atendía a cuestiones como esta, surgieron muy pronto otras que concernían directamente a los americanos. Propusieron ellos tres puntos: la igualdad de su representación en las Cortes y posteriormente en los distintos cargos; diversos postulados de tendencias autonomistas y un decreto de amnistía general en favor de los insurgentes en los distintos lugares de América. El asunto de la igualdad de representación en las Cortes y en otros contextos estuvo estrechamente relacionado con la cuestión de si debía reconocerse como ciudadanos a quienes descendían de africanos.
Los peninsulares consideraron que no debía tomarse en cuenta a los descendientes de africanos para establecer una representación equitativa. Eso explica los repetidos debates sobre tal materia en los que participaron de forma sobresaliente diputados como los mexicanos Ramos Arizpe y Guridi y Alcocer.
Esas propuestas marcaron el primer momento de enfrentamiento entre los diputados americanos y los peninsulares, aunque entre los americanos hubo algunos serviles como el sacerdote de la diócesis de la Puebla de los Ángeles en México, Antonio Joaquín Pérez, quien, al abolir Fernando VII la Constitución de Cádiz, fue premiado con el nombramiento de obispo de dicha jurisdicción eclesiástica. Muchos de los diputados peninsulares no solo contradijeron a los de ultramar sino que calificaron de impertinentes varias de sus proposiciones. Fue paradójico que, al final, con diversos pretextos, esas proposiciones quedaran pendientes y pudieran alcanzarse no pocos requeridos consensos.
El diputado por Valladolid de España, Evaristo Pérez de Castro, presentó al menos un proyecto que se consideró conciliatorio, pues en él se reconocía genéricamente que tanto los peninsulares como los americanos y asiáticos “son iguales en derechos”.
Mientras esto se debatía en la Isla de León, quienes ahí se hallaban, temiendo un ataque de los franceses, propusieron trasladarse a Cádiz o, si fuera necesario, a algún lugar de América. Fue ese el momento en que los americanos volvieron a la carga con nuevas proposiciones. Estas abarcaban la igualdad y la representación proporcional de los americanos, bien fueran españoles o indios, así como la igualdad en el ejercicio de los cargos públicos. Temas de interés económico fueron los de la libertad de cultivos como los de la vid y el olivo; la producción de manufacturas y la apertura de otros puertos para las importaciones y exportaciones, así como de navegación y pesca.
Largo, muy largo, sería seguir paso a paso, a partir del diario de debates de las Cortes y las correspondientes actas, la presentación de propuestas, las resoluciones referentes a la que se ha denominado “la cuestión americana” y, por supuesto, a temas de interés para peninsulares y americanos.
Las discrepancias de los americanos con respecto a los peninsulares deben entenderse precisamente en función de la diversidad de los antecedentes y situaciones que prevalecían en el Nuevo Mundo.
Factores muy adversos para los americanos eran los ya referidos de la exclusión que sufrían a la hora de ocupar puestos importantes en el gobierno y administración pública. También lo eran las grandes limitaciones en materia de cultivos agrícolas, explotación de minas y facultad de comerciar sobre todo con el exterior. Asimismo se debatió la existencia del Santo Oficio de la Inquisición, que perseguía cualquier manifestación tenida como herética o considerada peligrosa, así como la privación de libertades –en especial la de prensa–. En contra de tal propuesta se alzó un diputado novohispano, el mencionado Antonio Joaquín Pérez, que defendió la necesidad del llamado Santo Oficio.
Hubo también propuestas convergentes entre peninsulares y americanos, como la del mexicano José Miguel Guridi y Alcocer y el asturiano Agustín Argüelles sobre la esclavitud. Sostuvieron ambos que debía ser suprimida, porque era incompatible con las ideas liberales y los postulados de la religión católica. Y, aunque la propuesta era símbolo de una modernidad revolucionaria, se enfrentó por ejemplo a la oposición de los representantes de Cuba y Venezuela, quienes argumentaban que la mano de obra de los esclavos era indispensable para el desarrollo de la economía, en las minas y las labores agrícolas y ganaderas.[5]
Cuestiones básicas de carácter lingüístico
Un punto importante de la nueva Constitución fue la creación de términos lingüísticos para expresar los nuevos conceptos. En no pocos casos se discutió acerca de la palabra más adecuada para expresarlos. Por esto el texto de la Constitución de Cádiz tiene marcado interés a la luz del desarrollo histórico de la lengua española. Aquí me fijaré en tres palabras que expresan tres nuevos conceptos clave del nuevo régimen constitucional que marcó la Edad Moderna. Se trata de los conceptos de soberanía, ciudadanía y nación.
Acerca del primero señalaré que una importante paradoja lingüística en la Constitución surgió del enunciado expresado en el artículo tercero que reconoce que “la soberanía reside esencialmente en la nación”. Esta idea, que se tuvo como fundamento que legitimaría la actuación legislativa de las Cortes, se había rechazado poco tiempo antes en México como principio subversivo. En efecto, cuando el virrey José de Iturrigaray convocó a juntas extraordinarias en julio y agosto de 1808, el propósito era deliberar sobre la situación imperante en España con la prisión de Carlos IV y Fernando VII.
En tal contexto dos miembros del ayuntamiento de la capital y un fraile mercedario invocaron el mismo principio de que la soberanía reside en el pueblo. Los licenciados Francisco Primo de Verdad y Juan Francisco de Azcárate, con el fraile Melchor de Talamantes, fueron quienes declararon que, ante la incapacidad del rey para ejercer el gobierno, correspondía al Ayuntamiento de la ciudad de México, en cuanto cabeza del reino, asumir la soberanía.
El inquisidor Bernardo Prado y Ovejero declaró que tal aseveración estaba proscrita y maldecida por la Iglesia. Quienes la formularon fueron hechos prisioneros. El licenciado Verdad fue hallado muerto en su celda poco después; el fraile Talamantes, encarcelado en el fuerte de San Juan de Ulúa, murió allí de fiebre amarilla, y solo el licenciado Azcárate sobrevivió y fue testigo de la consumación de la Independencia de México. Resultó paradójico que la misma palabra tuviera consecuencias tan radicalmente contrarias al ser empleada en la Constitución de Cádiz.
El concepto de soberanía se discutió desde el principio de los debates. Prueba de ello es que cuando, el 24 de septiembre de 1810 –al abrirse las Cortes–, después de jurar al rey en quienes aparecerían como sus representantes, o sea los regentes, el obispo de Orense, que presidía el Consejo de Regencia, se negó a prestar el juramento y declaró que la soberanía que se estaban arrogando las Cortes podía entenderse de dos formas: una era que “la nación con su Rey era verdaderamente soberana”, y otra, que el obispo rechazaba, era que [la nación] “lo es con independencia de él [el rey], es soberana de su misma soberanía”.[6]
Al expresarse así el obispo tenía en mente acepciones muy semejantes a las que registra el Diccionario de autoridades acerca del vocablo soberanía. La primera que ofrece es “alteza y poder sobre todos”. Y respecto de soberano añade que es “el señor que tiene el dominio y manejo de sus vasallos, absoluto, y sin dependencia de otro superior”.
En oposición a la tesis del obispo recordaré la postura del diputado mexicano José Miguel Guridi y Alcocer quien, poco después de llegar a Cádiz, expresó públicamente que, hasta la integración de las Cortes, el rey había ejercido la soberanía por consentimiento o tolerancia de los integrantes de la nación pero que, al no poder ejercerla un rey que había abdicado, la soberanía volvía a la nación. Añadió, hilando muy fino en materia lingüística, que en la expresión que se proponía para el artículo de la Constitución no debía usarse el adverbio esencialmente, aplicado a la nación, para decir que la soberanía residía esencialmente en ella, ya que correspondiendo a la misma nación, en cuanto manantial de la soberanía, puede encargar a otro su ejecución. En consecuencia proponía Guridi la inclusión de los adverbios radicalmente u originalmente; así es como reside la soberanía en la nación.[7]
Otros dos conceptos, estrechamente relacionados con el anterior, los de nación y ciudadanía, también fueron objeto de discusión y discrepancias. El concepto de nación es objeto de atención en los artículos del primero al cuarto que integran el título I de la Constitución, “De la nación española”. La discusión acerca de lo que comprende ese título I se suscitó en varios momentos y de modo especial al abordar luego el artículo quinto, inciso primero. En él se expresa que “son españoles todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas y los hijos de estos”; a su vez, el artículo 18 limita la ciudadanía a “aquellos españoles que por ambas líneas tienen su origen en los dominios españoles de ambos hemisferios y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios”. Por otra parte, el artículo 22 excluye de la ciudadanía a los originarios del África o que tengan sangre africana. Los mencionados artículos, el 18 y el 22, junto con los que van del 19 al 26, integran el capítulo IV de la Constitución intitulado “De los ciudadanos españoles”. En él se trata de cómo un extranjero puede obtener la carta de ciudadanía y sus derechos, así como de los motivos por los que puede perderse la calidad de ciudadano.
El contenido de los artículos 18 y 22 genera una paradoja, ya que en el artículo tercero se expresa que “la soberanía reside esencialmente en la nación” y ella, según el artículo primero, “es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios” sin que se excluya a quienes tienen origen africano. En cambio, al negárseles luego la ciudadanía, se les excluye de los derechos que corresponden a esta, entre ellos los de ser electores y elegibles como miembros de las Cortes.
Según esto, la Constitución de Cádiz dio entrada a la existencia de dos clases de españoles, unos que son ciudadanos y otros que no lo son. En el álgido debate que esto provocó, el diputado extremeño Muñoz Torrero llegó a decir que, si se concedía el carácter de ciudadano a quienes integraban las castas, es decir a los de origen africano, el siguiente paso sería otorgar los mismos derechos de ciudadanos a las mujeres.[8]
Por su parte, José Miguel Guridi y Alcocer intervino y abordó de nuevo lo que decía el artículo primero sobre quiénes eran los integrantes de la nación española, o sea, sus ciudadanos. En su intervención formuló un nuevo concepto de nación. No estaba de acuerdo con la idea de que “la nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. A su juicio tal enunciación implicaba hacer a un lado que:
La unión del Estado consiste en el gobierno o en la sujeción a una autoridad soberana y no requiere otra unidad. Es compatible con la diversidad de religiones como se ve en Alemania, Inglaterra y otros países: con la de territorios, como entre nosotros, separados por un inmenso océano; con la de idiomas, como entre nosotros mismos y aun con la de naciones distintas, como lo son los españoles, indios y negros. ¿Por qué pues no se ha de expresar en medio de estas diversidades en lo que consista nuestra unión que es el gobierno?[9]
La tesis de Guridi se dirigió a mostrar que el enunciado de nación que se quería formular era inadecuado ya que, al calificar simplemente de española a la nación, se soslayaban las diferencias radicales que existían en el contexto de la monarquía, que debía entenderse como hispánica –no española– para dar entrada a catalanes, vascos y gallegos en la Península y a las innumerables etnias del continente americano. En el meollo de lo expuesto por Guridi estaba la cuestión del reconocimiento pluricultural y plurilingüístico del Estado, asunto vital que, inverosímilmente, no se reconoció sino hasta más de siglo y medio más tarde, tanto en España como en varios países hispanoamericanos, entre ellos México.[10]
A mi parecer lo expuesto por Guridi y Alcocer se anticipó a lo que hoy se entiende por Estado-nación, en cuanto a qué es lo que integra o confiere unión a un Estado. No es, expresa Guridi, ni la unidad religiosa ni la lingüística ni la territorial, sino la integración del Estado en cuanto entidad jurídica con un sistema de gobierno, leyes e instituciones o, como declaró él, en el gobierno y consiguiente aceptación de una autoridad soberana.
Tal concepto implicaba además reconocer que en lo que se entendía por Estado cabían las diferencias culturales y lingüísticas.
La tesis de Guridi era de una modernidad sorprendente y estaba construida con sutileza y pragmatismo, pero fue rechazada. Esto pone en evidencia que la ideología centralista y etnocéntrica, excluyente de las diferencias, prevalecía entre no pocos diputados. Por ello se habían tergiversado intencionadamente las complejas connotaciones de la palabra nación, que a lo largo de los siglos había variado su significado. Originalmente designó lo que hoy entendemos por etnia. Con la influencia del centralismo francés había pasado a denotar la unidad, en este caso meramente ficticia e impositiva, de un Estado en el que se busca homologar, o mejor asimilar, a gentes de culturas e idiomas muy diferentes entre sí. Vale la pena subrayar esto, pues todavía en la actualidad se soslayan esas diferencias, e incluso llegan a perseguirse, en el contexto de un Estado que puede ser un reino o una república. Los casos de Cataluña y el País Vasco son ejemplos del rechazo a las diferencias lingüísticas en el periodo de la dictadura.
El derecho de veto del rey
También provocó debate la redacción propuesta de los artículos 132 al 153, referentes a la capacidad de sancionar por parte del rey en los casos de presentación por las Cortes de proyectos de ley. Como era de esperar, los diputados conservadores, algunos tildados de serviles, en su gran mayoría peninsulares, insistían en que era la autoridad del monarca la que debía sancionar o vetar las leyes que proponían las Cortes.
Por su parte los liberales, entre ellos buen número de americanos, se opusieron a reconocer tal autoridad al rey. Si se le reconocía, se estaría contradiciendo el principio de que era la nación representada por las Cortes la que ejercía la soberanía. El articulado final incluyó una serie de malabarismos de lenguaje con el propósito de satisfacer lo que en realidad era incompatible. Una vez más fue Guridi y Alcocer quien, con atinados razonamientos, hizo ver que el debate estaba girando en torno a la dificultad que subyacía en muchos diputados, que no acababan de liberarse de los antiguos postulados asociados a la autoridad del monarca. Los artículos aludidos se aprobaron al fin con la inclusión de cortapisas, pero con el reconocimiento más o menos velado de la antigua supremacía real.
El centralismo que prevalecía, sobre todo entre los diputados conservadores, continuó aflorando en las propuestas de redacción de otros artículos de la Constitución. Resultó particularmente evidente en los artículos referentes al municipio y a la propuesta de creación de los diversos ministerios de gobierno.
Formularé una alusión más sobre los artículos del 324 al 337, tocantes a las diputaciones provinciales. Si el establecimiento de esta categoría administrativa fue un paso positivo en la descentralización, también en esos artículos asoma la antigua y arraigada postura absolutista. Aunque en el artículo 325 se prescribió que “en cada provincia habrá una diputación llamada provincial”, e incluso “se determinará posteriormente en qué lugares del Nuevo Mundo se instalarán”, se declara que dichas diputaciones estarán presididas por “el jefe superior de la provincia”, quien, de acuerdo con el artículo 324, “será nombrado por el rey”. Así la soberanía de las tales diputaciones quedaba condicionada a la intervención del rey.
En todos estos casos, se tornaban patentes las ideas centralistas centralistas y la supremacía ejercida por los peninsulares en obvio detrimento de los derechos de los pueblos americanos. Para muchos de los diputados resultaba muy difícil deshacerse de las arraigadas convicciones ligadas a la existencia de una monarquía absoluta. Este régimen había prevalecido plenamente, agudizado sobre todo desde que España estaba gobernada por la dinastía borbónica.
Prohibición de modificar la constitución
Atenderé a lo propuesto como redacción para el artículo 375. En él, paradójicamente, se prescribe que la Constitución no podrá ser objeto de reforma alguna durante diez años. Una vez más apareció en esta propuesta una contradicción respecto de la idea de que la soberanía reside en la nación representada por las Cortes. De hecho con esa propuesta las mismas Cortes constituyentes ponían un candado a quienes fueran diputados durante los diez años siguientes. Esto a todas luces venía a ser una limitación a su soberanía.
Una notable paradoja fáctica de esta Constitución es su muy limitada vigencia y su perdurable importancia. Al darse el tratamiento de Majestad a las Cortes, y en cuanto depositarias de la soberanía de la nación, se reconocía que esta residía en ellas. De ahí se derivó más tarde el empleo del tratamiento Vuestra Soberanía otorgado a las diputaciones, que se conserva en varios países de lengua española.
La liberación de Fernando VII y su regreso a España, tenido irónicamente como “el deseado”, desde luego trajo consigo la abolición de la Constitución, así como la ulterior persecución de no pocos de los que habían sido integrantes de las Cortes. La consiguiente restauración de un régimen absolutista hizo desaparecer el proyecto liberal gaditano. Fernando VII, que gobernó durante seis años, atentó contra aquellos a quienes consideraba sus enemigos por haber legislado que la soberanía recaía en la nación y no en el monarca. Y, si la Constitución volvió a jurarse en 1820 como consecuencia del levantamiento de Rafael del Riego, fue abolida de nuevo tras el llamado “trienio liberal” (1820-1823).
Otras paradojas fácticas se produjeron al tiempo en que volvió a estar vigente la Constitución de Cádiz en 1820. Fue entonces cuando Fernando VII se vio obligado a jurarla, según se le exigió al triunfar el levantamiento de Riego.
La noticia de que esta Constitución volvía a tener vigencia, como había sido el caso entre 1812 y 1814, así como varios decretos que se emitieron y se consideraron contrarios a los intereses de la Iglesia alarmó a quienes mantenían una postura conservadora tanto en la Península como en la Nueva España y otros lugares. Conocían ya el contenido de esa Constitución y lo consideraban contrario en muchos puntos a la tradición y régimen establecido. La alarma se desvaneció cuando el mismo Fernando VII la abolió de nuevo solo tres años después.
La Constitución de Cádiz dio ciertamente lugar a otras paradojas, entre ellas la de su muy breve vigencia, solo cinco años, y su perdurable influencia en la historia de España y del Nuevo Mundo. Asimismo, es importante subrayar que la lengua española tuvo un desarrollo inesperado gracias a la Constitución de Cádiz, que algunos calificaron de “gramática de la libertad” y “diccionario de los hombres libres”.
Ahora bien, el lenguaje es como un espejo que refleja los cambios que se producen en diversas épocas, y que alteran su sintaxis, su semántica y su fonética. Y debe señalarse que hay momentos a lo largo de la historia en los que esto es patente de modo más intenso y amplio. Uno de esos momentos o lapsos ha sido aquel en cuyo contexto el antiguo régimen concluyó con la entrada del nuevo. Entonces ocurrieron transformaciones como la formulación y promulgación de una nueva constitución nacional, el pleno reconocimiento de que la soberanía de un Estado reside en la nación, es decir en quienes la integran: en suma, la abolición de cualquier especie de absolutismo y privilegios para dar lugar a un régimen igualitario, en el que no hay ya súbditos sino ciudadanos.
Si esto fue entonces lo que ocurrió en España y también en los países que se emanciparon en Hispanoamérica, no habrá que sorprenderse de que la lengua hablada y escrita por sus respectivos pobladores cambiara y, en este caso, se enriqueciera sobre todo en el campo semántico o de las realidades sociopolíticas y de derecho público. De esto precisamente dan cuenta las paradojas lingüísticas a las que he hecho referencia. Ellas habrán de tenerse como reflejo e indicio de las de carácter fáctico a las que dio entrada la Constitución de Cádiz.
Para terminar recordemos además que la Constitución de Cádiz despertó tanto interés que fue traducida a varias lenguas. Y también que, en función de ella, los españoles e hispanoamericanos emprendimos nuestra entrada a la modernidad. Hasta tal punto es esto verdad que hoy, a doscientos años de distancia, la estamos conmemorando. ~
Texto de la conferencia impartida en el IX Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española, en ocasión del segundo centenario de la promulgación de la Constitución de Cádiz en el Palacio del Ayuntamiento de dicha ciudad, el día 10 de septiembre. ~
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Texto de la conferencia impartida en el IX Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española, en ocasión del segundo centenario de la promulgación de la Constitución de Cádiz en el Palacio del Ayuntamiento de dicha ciudad, el día 10 de septiembre.
[1] Véase al respecto: Javier Fernández Sebastián, “La crisis de 1808 y el advenimiento de un nuevo lenguaje político. ¿Una revolución conceptual?”, en Alfredo Ávila y Pedro Pérez Herrero, coordinadores, Las experiencias de 1808 en Iberoamérica, México y Madrid, UNAM y Universidad de Alcalá, 2008, pp. 122-124.
[2] Diario de sesiones de las Cortes, 26 de septiembre de 1810.
[3] Manuel Chust, La cuestión nacional americana en las cortes de Cádiz (1810-1814), Alcira, Valencia, Centro Francisco Tomás y Valiente, UNED, e Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, 1994, pp. 43-44.
[4] Diario de sesiones de las Cortes, 24 de septiembre de 1810.
[5] Diario de sesiones de las Cortes, 2 de abril de 1811.
[6] Miguel de Lardizábal y Uribe, Manifiestos que presenta a la nación, Alicante, 1811.
[7] Diario de sesiones…, 28 de agosto de 1811.
[8] Citado por Manuel Chust, ob. cit., p. 160.
[9] Diario de sesiones…, 6 de septiembre de 1811.
[10] En España se reconoció en la Constitución de 1978, al crearse las autonomías, y en México en 1992, al reformarse el artículo segundo constitucional.