Una de aquellas grandes, grandiosas, barrocas salas neoyorquinas de cine en los finales de los años treinta. Al fondo, a la izquierda, en el rincón derecho de la pantalla hay un trozo de escena de una película en blanco y negro, ¿cuál?, quizá The Scarlet Empress, de Josef von Sternberg, con Marlene Dietrich y John Lodge, quizá Gold Diggers, de Busby Bekerley, con Wifrid Shaw y Dick Powell, quizá Midnigth, de Mitchell Leisen, con Claudette Colbert y John Barrimore ¿o Angels with dirty face, de Michael Curtiz, con James Cagney, Humphrey Bogart y Ann Sheridan? A saber, y qué importa. Lo que al pintor de la soledad de los paisajes y de las calles y de los espacios interiores de los Estados Unidos de Norteamérica, al gran observador de los personajes solitarios, lo que le importa no es el espectáculo sino ese solitario personaje, esa rubia aburrida, lánguida, con el pelo dorado, jeanharlowiano, lamido por el trío de lámparas insomnes, que se resiste a cerrar los párpados en la poco poblada última función de noche y es la acomodadora, que, esperando el fin del turno, no atiende a la pantalla, no escucha las voces de los actores, sólo está defendiéndose de la somnolencia y escuchando sus quizá desvaídos pero reiterativos pensamientos…
Es un cuadro del gran Edward Hopper en el que (como en el titulado Nigthhawks, en que unos personajes están reunidos por el azar, en la alta noche, cercanos y a la vez distantes en una cafetería de esquina de gran ciudad estadounidense) parece insinuarse un monótono relato de seres solitarios, noctámbulos, silenciosos, laterales respecto a todo, en espera del alba inútil en que llegarán la luz de cuchillo del alba y el vasto, el rudo, el cruel ruido diurno.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.