Sudor de colores

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Quizá la frase clave de este final de temporada en España es sentir la camiseta, o también sentir los colores. Es la gran justificación que se sacan los amos del futbol cuando explican por qué despiden a quien hace unos meses presentaban como una reencarnación de Aquiles, Batman y Bill Gates (por el dinero que ganaban e iban a hacer ganar al club): "Es que no siente los colores", dicen; "es que no siente la camiseta, y con eso basta" (obsérvese que no es sudar la camiseta, como se decía antes, sino sentirla). Con ese delito de lesa patria, algo difícilmente superable en el moderno código español, ya no hace falta justificar más. Al pobre Aquiles-Batman no le queda más remedio que hacer la maleta y sonreír de medio lado mientras sale con discreción del estadio que ayer mismo le aclamaba, y se marcha a combatir en algún otro equipo multirracial por colores un poco más tolerantes.
     Podría parecer que estas bravatas pertenecen sólo a la acostumbrada fanfarronería deportiva, pero no es cierto: es también lo que se escucha —aparte de en el lenguaje empresarial, cultural o de cualquier otro tipo—, en el amplio marco de las retóricas nacionalistas en España. Esto es, las retóricas catalana, vasca y gallega, como las más audibles, pero también la valenciana, andaluza, asturiana… y así hasta la del valle De Arán, un rincón de los Pirineos ideal para el esquí, con una mayor cercanía de Francia y un dialecto catalán propio: hoy en Europa no hace falta mucho más para la identificación de una identidad, una patria, un destino.
     Pero no es una manida nueva comprobación nacionalista lo que motiva estas líneas sino la feliz contradicción interna (que dirían los clásicos) que empieza a ser llamativa en estas autonomías, cuanto más nacionalistas mejor: y es que al tiempo que los respectivos gobiernos apoyan el instrumento y el baile locales, y convierten la defensa de la lengua nacional en una ofensiva en regla, como sucede con la normalización lingüística en Cataluña, permiten y apoyan de forma entusiasta el nacimiento de centros culturales que pueden convertirse en verdaderos focos de llamémosle internacionalismo, cosmopolitismo o simplemente cultura.
     El caso más espectacular (y del que se está tomando buena nota en todas partes, y si no, al tiempo) es el del museo Guggenheim de Bilbao. Aceptado en su día por el gobierno vasco tras el rechazo de varias ciudades europeas; necesitado de una inversión descomunal y sin embargo con una autonomía dudosa respecto de la casa-madre en Estados Unidos; recibido de uñas por los artistas locales, que no tienen garantizada su presencia; y estrenado con el asesinato de un guardia e intentos de bomba a cargo del terrorismo nacionalista (lo que tiene su lógica), el Guggenheim de Bilbao se ha convertido en un fenómeno cultural, turístico, económico, sociológico, y es de prever que político. Baste un solo dato: desde su inauguración, el turismo ha aumentado en un 25%, no en Bilbao… ¡sino en todo el País Vasco!
     El asunto no pasaría de ocupar sendas notas en revistas de turismo o economía, sección "La idea del año", de no ser porque la trascendencia cultural del hecho resulta indisimulable. Como decía una profesora de la Universidad del País Vasco, "por primera vez vemos a extranjeros en Bilbao". Quizás exageraba, pero se entiende lo que quería decir.
     Y lo que a estos efectos tiene mayor interés: más que extranjeros —que en efecto, vienen de todo el mundo a admirar el ostentoso, casi obsceno y sin embargo deslumbrante edificio-escultura diseñado por Frank Gehry—, lo que se ve es a miles de vascos (la asistencia ha sobrepasado varias veces todas las previsiones) admirando las esculturas gigantes de Richard Serra, la extraordinaria exposición de cinco mil años de arte chino, la de varios siglos de dibujo o, también, la del escultor vasco (y no nacionalista) Eduardo Chillida.
     Aunque con un acierto total, en realidad el País Vasco no ha inventado nada. Si algo ha caracterizado a la España democrática (y la anterior: ahí está el museo del Prado) es la conversión de la cultura en bandera, aunque a menudo se trate de una cultura de escaparate, más de museos y conciertos que de bibliotecas (casi siempre de tercera). No se trata sólo de Madrid, la Barcelona olímpica y la Sevilla de la Expo; muchas ciudades compiten para confirmar el carácter de España como país de cultura, o por lo menos de espectáculo.
     Aunque la intención está clara —salir al mundo sin pasar por Madrid—, se mire por donde se mire todos estos hechos son incompatibles con el pintoresco y esforzado folclorismo nacionalista que las autoridades catalanas, vascas y de otras autonomías han favorecido (y siguen favoreciendo), del mismo modo que el nacionalismo español abusó en su día, y abusa, del flamenco, los toros y el España es diferente. A este ritmo de mezcla y alto riesgo de contagio, cabe cierta esperanza de que diferentes seamos todos dentro de no mucho, de forma que ya nadie pueda simplificarnos en una lengua, un instrumento, un baile; unos colores, una camiseta.
     Veremos. –

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Pedro Sorela es periodista.


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