Los superhéroes se dividen entre superhombres y vigilantes. Prefiero los cómics protagonizados por estos últimos. Es decir, prefiero Batman. La broma asesina, de Alan Moore y Brian Bolland, por ejemplo, a All Star Superman, de Grant Morrison y Frank Quitely. La razón es la escala. En el enésimo enfrentamiento del Caballero Oscuro con el Joker, Moore fabula sobre los orígenes del villano y sobre su capacidad infinita para generar dolor, en el marco de una vieja feria abandonada. Morrison, en cambio, para idear nuevas aventuras para el Superhombre, tiene que recurrir a galaxias remotas, viajes en el tiempo y universos alternativos. Mientras que en la primera viñeta de All Star Superman encontramos un planeta moribundo, en la primera y en la última de Batman. La broma asesina hallamos los círculos concéntricos que dibujan las gotas de lluvia al caer sobre el pavimento. Lo más grande y lo más pequeño. Aunque siempre estemos hablando de seres humanos, el cómic superheroico posee la capacidad de proyectar la mirada de un dios o la de un hombre sobre los personajes que aborda. Para hablar de dioses devoradores de galaxias y de guerras interplanetarias, hay que recurrir al capitán Marvel, a Thor, a Estrella Plateada o a Tormenta. Para villanos urbanos, bandas criminales y terrorismo humano, basta con superhéroes que no vuelan, como Lobezno o Daredevil, o vigilantes, como el Castigador o Midnighter. En el primer extremo, se impone la figura arquetípica de Superman; en el segundo, de un modo u otro, tenemos el mito de Batman.
Como todos los grandes creadores, Alan Moore está obsesionado con el análisis de lo humano. Sus mejores obras diseccionan la mente de seres terriblemente imperfectos, desequilibrados, rotos, con una nobleza que no redime su abyección, y –por tanto– terriblemente humanos. Pienso sobre todo en Jack el Destripador (From Hell) y en Rorschach (Watchmen); pero también en otros personajes de sus obras maestras, como V (de V de Vendetta). Frente a ellos, superhombres como Doctor Manhattan o Supreme, pese a las grietas que anidan en su interior, ostentan una complejidad que se debe más a su naturaleza de entidades que a la posibilidad de que respondan a psicologías individuales. En ambos casos estamos ante personajes que permiten dotar al relato de una dimensión cuántica. Seres que, con su mera existencia, abren la narración a la posibilidad del multiverso, a la exposición en viñetas de una cosmovisión hipercompleja. El Doctor Manhattan posee el ancla del amor por Laurie y el recuerdo de su humanidad original para permanecer ligado a la realidad terrestre. Supreme, en cambio, nunca ha sido humano y está condenado a coleccionar exnovias que envejecen y desaparecen, mientras él continúa tan lozano e hiperactivo como siempre.
Como nos recuerda J. J. Vargas en Alan Moore. La autopsia del héroe (Dolmen, 2010), cuando a mediados de los años noventa le encargaron al autor de Lost Girls que firmara los guiones de las nuevas entregas de Supreme, lo que pretendían era que siguiera la tendencia que había provocado Watchmen: es decir, que, mediante una metamorfosis supuestamente realista, convirtiera al superhéroe en un psicópata. Después de la etapa de Rob Liefeld como autor de las aventuras del personaje, Moore llevó a cabo por enésima vez una operación de tabula rasa y, en lugar de inyectar el supuesto realismo que se esperaba de él, convirtió la serie en una profunda reflexión sobre la historia del cómic, o incluso, yendo todavía más lejos, en una elucubración de alto nivel sobre cómo los superhéroes forman parte del imaginario colectivo. Por eso el primer volumen (La historia del año) comienza con el encuentro entre el Supreme protagonista con el resto de las versiones del personaje en Supremacía, la ciudad mítica en que conviven. A partir de ese momento, múltiples serán las estrategias para crear espacios en que coexistan las sucesivas revisiones del superhombre, de sus novias y exnovias y de sus archienemigos. Sus cancelaciones. Sus perversiones. Sus segundas y terceras oportunidades. El archivo infinito del cómic norteamericano (y sus replicantes: los suprématas) como parte de la Biblioteca de Babel que configura los arquetipos, los símbolos, las abstracciones universales. Moore no se olvida en ningún momento de que Supreme es una versión de Superman, de modo que todo el cómic se puede ver como contraposición o versión del clásico original. Los personajes tienen nombres y apellidos que comienzan con la misma inicial: Judy Jordan, Diana Dane y Darius Dax, que son la contrapartida de Lana Lang, Lois Lane y Lex Luthor. En vez de periodista, también con las gafas como máscara, Supreme es guionista de cómic. Escritor posmoderno de sí mismo; último escriba de una saga imposible: Gilgamesh, Hércules, Roldán, Don Juan, Superman y todos los que hemos olvidado.
Watchmen se articula principalmente en dos planos temporales: el presente narrativo y el pasado superheroico. Pero otros tiempos, digamos secundarios, se infiltran en el relato. Por ejemplo, el tiempo ficcional del cómic Relatos de la fragata negra, cuya textualidad se sobreimprime, en el interior de un marco que imita los pliegues de un pergamino, en las viñetas del presente narrativo. En algunos casos, también vemos reproducidas las viñetas del tebeo, con una estética diferente de la predominante. Ese diálogo entre formas textuales y visuales diversas, que encontramos en las obras mayores de Moore, está tan presente en Supreme que el tebeo posee una doble personalidad. Por un lado, el presente narrativo, con diálogos y dibujo propios de los años noventa. Por el otro, las páginas amarillentas de supuestos cómics pretéritos, ejemplos de las aventuras que el superhéroe vivió cuando encarnaba versiones anteriores de sí mismo. Si los cómics de los últimos veinte años reproducen una y otra vez escenas de compra, intercambio y lectura de tebeos –como ha señalado Pablo Muñoz en Padres ausentes (Alpha Decay, 2011)–, el Supreme de Moore narra el siglo xx a través de su representación en las páginas pop(ulares) del arte secuencial. Y va más allá: al convertir al superhéroe en autor de cómic, la obra entra en una dinámica especular. El superhéroe escribe los guiones de su propio destino. Se lee en sus propias palabras y viñetas. Pero lejos de caer en un bucle de autocomplacencia, por su propia esencia conflictiva y arquetípica, esa espiral de reconocimiento es dinámica, eterna en su exploración, insatisfactoria por naturaleza.
En la página 117 del primer volumen, las dos últimas viñetas muestran al enemigo de turno increpando a Supreme con estas palabras: “¡Muy pronto seré el ser más poderoso de todo el infinito! En verdad, seré un ser supremo… mientras que tú solo serás un ejemplo hortera más de la cultura basura, ¡lo que siempre has sido!” En ese momento, lo convierte en una versión picassiana, en un superhéroe cubista. “¡Un Supreme de arte moderno!”, exclama otro personaje. Lo que hizo Picasso con la pintura (analizarla, deconstruirla, llevarla al límite) lo ha hecho Alan Moore con el cómic. La relación que existe entre Las meninas de Picasso y el original de Velázquez es similar a la que vincula a los superhéroes de Moore con los de la edad dorada. Más allá de ellos se encuentran los mitos de la ficción, no en vano dependientes de la misma jerarquía que divide a los superhombres de los tebeos: dioses, semidioses, héroes, antihéroes, demonios, villanos y todo tipo de hibridaciones. ~
Alan Moore, Joe Bennett, Rick Veitch, Chris Sprouse y Alex Ross, Supreme. La historia del año (vol. 1) y Supreme. El retorno (vol. 2), Barcelona, DeBolsillo, 2011, 319 y 318 pp.
(Tarragona, 1976) es escritor. Sus libros más recientes son la novela 'Los muertos' (Mondadori, 2010) y el ensayo 'Teleshakespeare' (Errata Naturae, 2011).