El 30 de mayo pasado, la final de la Copa del Rey de fútbol empezaba con una espectacular pitada al himno por parte de las dos aficiones rivales, las del Athletic de Bilbao y el fc Barcelona. Una pitada que era cualquier cosa menos inesperada: algo similar había ocurrido en la final del 2012 que enfrentó a los mismos protagonistas.
Además esta vez, en pleno auge del independentismo catalán, por si a nadie se le ocurría repetir, la plataforma Catalunya Acció había impulsado un “Manifest per la Xiulade a l’himne espanyol i al Rey Felipe de Borbón”. La idea cuajó y se apuntaron muchas otras organizaciones, como Sobiranía i Progres, Centre Autonomista de Dependents del Comerç i de la Industria, Plataforma pel Dret a Decidir, International Commission of European Citizens, Fundació President Maciá, Ara o Mai!, Catalunya Diu Prou, Casal per la Llibertat i la Independencia de Catalunya, Societat catalana de Lliure Opinió, Moviment de Cultura Popular El Strac y Units per Declarar la Independencia de Catalunya. Escépticos respecto de la capacidad pulmonar de los asistentes, los convocantes de la pitada repartieron 10.000 silbatos en las inmediaciones del estadio.
El secretario de Estado para el deporte había avisado de que una pitada sería sancionada, y el gobierno emitió un comunicado la misma noche del partido en el que condenaba los incidentes y anunciaba la convocatoria de la Comisión Estatal contra la violencia, el racismo, la xenofobia y la intolerancia en el deporte. Dicha comisión resolvió sancionar con 123.000 euros a la Federación Española de fútbol (rfef), con 66.000 euros al fc Barcelona y con 18.000 euros al Athletic Club. Además, multó con 100.000 euros a Catalunya Acció y con 70.000 al resto de asociaciones involucradas. Una sanción adicional que descubrimos más tarde son los pitos que acompañan a Piqué por los campos de España.
¿Tiene sentido intentar evitar una pitada? ¿Tiene sentido castigarla? ¿Atenta la multa contra la libertad de expresión? Miremos alrededor. En Francia el gobierno tomó medidas tras varios partidos en los que “La Marsellesa” fue sonoramente abucheada: un par de amistosos de la selección nacional contra países norteafricanos y una final de copa entre un equipo corso y otro bretón (en todas partes cuecen habas). Ahora pitar el himno en grupo acarrea multas de 7.500 euros, seis meses de cárcel y la suspensión del encuentro. Además, los miembros del gobierno presentes han de abandonar el recinto de inmediato. En Italia, la pitada al himno por parte de la afición del Nápoles en dos finales de copa recientes fue castigada con 20.000 euros cada vez. En Alemania, cualquier acción que se pueda considerar ofensiva para el estado y sus símbolos, ya sean sus colores, su escudo, su bandera o su himno, conlleva hasta tres años de cárcel. En el Reino Unido no se sanciona; en Estados Unidos, no se plantea.
La jurisprudencia es variada, está claro. Pero el caso es que vamos hacia una época de política como representación, como performance, en que se va a multiplicar la desobediencia civil, la protesta no violenta. Rodear congresos, retirar bustos, pitar himnos, amamantar bebés en sitios insólitos (e incómodos), cacerolear, hacer uves y cadenas humanas, escraches, y una amplia gama de actos más o menos ingeniosos y más o menos agresivos van a desempeñar un papel cada vez más importante. No se trata tanto de lo que es permisible y lo que no, eso lo decide la ley, sino de contrarrestar el efecto buscado: resistencia pacífica a la protesta pacífica, disenso civil de la desobediencia civil.
También de proteger algunos símbolos y el patrimonio inmaterial (en general, las banderas están mucho más protegidas que los himnos). Un ejemplo de solución exitosa es el famoso minuto de silencio de homenaje fúnebre previo a la celebración de un partido de fútbol. Se comprobó que era el momento que algunos desaprensivos aprovechaban para lanzar alaridos y que los escuchara todo el estadio, de modo que ahora se pone música clásica y se ha acortado la duración (así que el minuto de silencio paradójicamente ni dura un minuto ni es silente).
En definitiva, hay protestas que no se deben sancionar, porque son sanciones que debilitan a quien las impone, pero se pueden desactivar. Se pueden hacer muchas cosas, de hecho. Que en la siguiente final de Copa entre el Athletic de Bilbao y el Barça se convoque una pitada en defensa del himno liderada por el rey; así todos, críticos y defensores de la marcha de granaderos, se unirán en un inmenso y estridente pitido de récord Guinness. Que en Barcelona se lance la próxima diada la campaña “Ni un indepe sin abrazo” y jóvenes de toda España recorran la Uve, la Equis o la letra que toque repartiendo abrazos. Que en el Congreso los diputados no tengan sitio fijo sino que se mezclen en alegre compañía, que el roce hace el cariño. Y ya puestos que algún diputado del pp vaya con rastas al Congreso, y alguno de Podemos con traje y corbata. Porque quienes solo se saben defender desde el código penal están condenados a acabar incumpliéndolo, y el ingenio y el sentido del humor, que son patrimonio de todos, a menudo resultan defensas más sólidas que pretendidas solemnidades que solo subrayan lo desnudo que está el emperador. ~
Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.