En una vieja historieta de DC Comics publicada en 1991 aparecen dos viñetas en las que Clark Kent, explica brevemente por qué el hombre común tras el que se oculta Superman decidió ser un periodista. “En el mundo ocurren innumerables tragedias y todo lo que podemos hacer como individuos es tratar de evitar que alguna de ellas suceda. El periodismo me da la oportunidad de hacer frente a algunas de esas injusticias”.
No hace mucho, el director editorial de El Economista, Luis Miguel González, escribía sobre cómo muchos se han acostumbrado a ver el periodismo como un trabajo de heroísmo individual y cómo han desarrollado una fascinación por la idea del periodista que lucha en solitario contra la censura y la opacidad. La fascinación por esos personajes, agrega, es un “testimonio de la enorme necesidad de tener héroes en estos tiempos donde el heroísmo es tan escaso”.
Numerosos periodistas han dado crédito a una frase ridícula y desgastada que afirma que periodismo consiste difundir aquello que alguien no quiere que se sepa y que el resto es solo propaganda. El reduccionismo del enunciado, autoría de Horacio Verbitsky, vuelve al oficio algo poco menos que mediocre, miserable, pues en la segunda parte de su idea, que nadie cita, añade que la función del profesional es ejercer — y a través de él la sociedad— el “derecho al pataleo”.
El colombiano Javier Darío Restrepo encuentra que el periodista no siempre tiene claro su papel en la sociedad: no tiene conciencia sobre su identidad profesional y tiene una débil convicción de su tarea. El periodista cuenta con preparación para ayudar a la sociedad y su herramienta es la información, de modo que cuando sus habilidades se han afinado, su servicio es irremplazable. Pero cuando el informador duda del valor de lo que hace, desaparece e invade otros campos profesionales: “actúa como juez y condena o absuelve porque quiere suplir la lentitud o inoperancia de la justicia”, o bien actúa como trabajador social “porque desconfía de la capacidad de los otros para ayudar”.
En el mismo sentido, Tomás Eloy Martínez escribe que el periodismo no es, no debería ser un tribunal para juzgar, ni un circo para exhibirse, sino un instrumento de información y una herramienta para pensar, para ayudar al hombre. Advierte, sin embargo, que la profesión periodística se ha enfermado con la peste de narcisismo: El periodismo narrativo parece el atajo más fácil y productivo hacia la fama; empuñar la pluma y el micrófono como si fueran una pistola, conmover e hipnotizar mediante relatos en las que el interés del lector, la honestidad de la información y la claridad en el sentido de cada palabra que se escribe no siempre son lo importante.
En Los cínicos no sirven para este oficio, Ryszard Kapuscinski afirma que “no hay periodismo posible al margen de la relación con los otros seres humanos”, justamente porque la fuente principal de nuestro conocimiento periodístico son “los otros” que interpretan para nosotros el mundo que intentamos comprender y describir. De ahí su afirmación de que las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Porque solo si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus tragedias.
Para él, los periodistas existimos solamente como individuos que existen para los demás, que comparten con ellos sus problemas e intentan al menos describirlos; el mundo se mueve y la sociedad espera que lleguemos a los cambios para que contemos qué está pasando, para que interpretemos qué quiere decir la novedad. Por eso, “el único modo correcto de hacer nuestro trabajo es desaparecer, olvidarnos de nuestra existencia”.
Fernando Savater sostiene que la ética y sus dilemas solo son posibles en función de los otros y los periodistas trabajamos con la materia más delicada de este mundo: personas. Y con lo que escribimos sobre ellos, podemos destruirles la vida. Porque nuestra profesión nos lleva a lugares que a los que seguramente nunca regresaremos, pero la gente que nos ayudó se quedará, y sus vecinos leerán lo que hemos escrito sobre ellos.
Hace dos años, Clark Kent volvió a ser noticia cuando renunció frente a sus compañeros de redacción, tras criticar la forma en que su periódico había reemplazado hechos con opiniones y sustituido la información con entretenimiento, mientras los reporteros se limitaban a reproducir versiones estenográficas. Sin embargo, como afirma Luis Miguel González, el buen periodismo no es una gesta en solitario, sino una historia de buenas asociaciones. Si el buen periodismo es posible se debe a buenos editores, reporteros y redactores, no solo al mérito de individuos excepcionales. Sin la ayuda de los otros no se puede escribir una historia.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).