Hasta ahora nadie ha parecido reparar en la crisis que se avecina, si es que no hemos rebasado ya el punto de arranque: nos acercamos peligrosamente al momento en que no habrá más mexicanas famosas que desnudar en las revistas. Aceptémoslo, los fichajes más recientes de las publicaciones que se han hecho rentables por unir el mundo de los medios masivos de comunicación y el de la pornografía demuestran los grados de desesperación de la industria. Al parecer, la única alternativa que les queda es la de incluir a Alejandra Guzmán en su catálogo –y quién quiere ver eso– o la de seguir buscando a modelos con nombres parecidos a Wendy Pérez, Jennifer Guadarrama, Simmonne Rodríguez para reproducir una y otra vez las mismas anodinas sesiones fotográficas, los mismos carteles promocionales tamaño natural y los mismos pálidos temblores matinales de oficinistas que se detienen en puestos de revistas mientras esperan a que el semáforo dé el rojo.
De la idea de desnudar a hombres famosos ni hablar; una sociedad que tiene la necesidad de dividir vagones de mujeres y de hombres en el metro no está preparada para nada.
“Todo es, a final de cuentas, folclore. Somos buenos para pelear y somos malos para la cama”, escribió Bolaño en “Los mitos de Chtulhu” (El gaucho insufrible), y aunque no tiene nada que ver, parece que incluso hemos sobrevalorado el poder de la pornografía. En su novela 1984, George Orwell fue muy claro al otorgarle a Pornosec –el departamento del Ministerio de la Verdad dedicado a la producción y distribución de pornografía– el valor máximo del secreto: salvo los pocos empleados dedicados a ello, nadie tiene una mínima idea de lo que allí sucede
La relación entre verdad y pornografía también está presente en “Anuncio”, el cuento de Juan José Arreola en el que se hace público el lanzamiento de Plastisex©, la muñeca que libera a las mujeres de sus tareas eróticas y, así, les permite instalar “para siempre en su belleza transitoria el puro reino del espíritu”. Esta torcida idealización responde, por supuesto, a la ironía, pero si nos ponemos serios, el carácter obsceno de las obras literarias o artísticas –como la RAE define la pornografía– es el primer motor de una de las obras que todos conocemos sin necesidad de haber leído: si las esposas de los reyes Schahriar y Schahseman no se hubieran metido a la cama con más de un esclavo a la primera oportunidad, Schahrasad no habría tenido que justificar su existencia durante mil y una noches relatando historias para aplacar la ira del engañado.
La narrativa hispanoamericana moderna tiene una sintomática afición por la figura de la prostituta. De Santa a Diablo guardián, el prostíbulo es uno de los espacios preferidos en las novelas escritas por hombres: Onetti, Vargas Llosa, García Márquez, Arguedas, Donoso, Piglia y un largo etcétera. Uno de los escritores que por tópico se ha ganado el mote de asexual sometió al protagonista de “El aleph” a la tortura de descubrir que su amada Beatriz Viterbo le escribía cartas obscenas al cretino de su primo, Carlos Argentino Daneri: la contemplación de todos los espacios en un solo espacio pasa también por los bajos placeres de quien, se supone, debería ser casi una virgen, y ahí está contenido el gran drama del cuento.
A pesar de todo, recuerdo muy pocas descripciones de acostones que, en realidad, se me antojen. Cuando hay, el sexo en los libros que no tratan específicamente de sexo parece siempre un pretexto para hablar de otra cosa. Para no ser parcial –aunque sí caprichoso– citaré tres libros favoritos.
El primero, Todas las almas:
Que tenga la polla en la boca de Muriel es incomprensible (quién lo hubiera dicho hace sólo tres horas, cuando yo hacía tiempo para salir de aquí y me afeitaba vigilando la luz de la tarde y tal vez ella se pintaba los labios en el espejo del cuarto de baño de su casa o granja de Wychwood Forest pensando en un desconocido: los labios tan despintados ahora). Mucho más incomprensible que ir a tenerla, como la tendré muy pronto, metida en su sexo, pues en su sexo –es de esperar– no habrá habido nada durante las últimas horas, mientras que en su boca ha habido chicle y ginebra y tónica y hielo, y humo de cigarrillos, y cacahuetes, y mi lengua, y risa, y también palabras que yo no he escuchado.
El segundo, Bonsái:
Las rarezas de Julio y Emilia no eran sólo sexuales (que las había), ni emocionales (que abundaban), sino también, por así decirlo, literarias. Una noche especialmente feliz, Julio leyó, a manera de broma, un poema de Ruben Darío que Emilia dramatizó y banalizó hasta que quedó convertido en un verdadero poema sexual, un poema de sexo explícito, con gritos, con orgasmos incluidos. Devino entonces en una constumbre esto de leer en voz alga –en voz baja– cada noche, antes de follar. Leyeron El libro de Monelle, de Marcel Schwob, y El pabellón de oro, de Yukio Mishima, que les resultaron razonables fuentes de inspiración erótica. Sin embargo, muy pronto las lecturas se diversificaron notoriamente: leyeron El hombre que duerme y Las cosas, de Perec, varios cuentos de Onetti y de Raymond Carver…
El tercero, 2666:
Luego notó que la mano de Ingeborg cogía su verga y lo masturbaba y con su mano levantó el camisón de Ingeborg hasta la cintura y buscó su clítoris y comenzó a su vez a masturbarla, pensando en otras cosas, en su novela, que avanzaba, en los mares de Prusia y en los ríos de Rusia y en los monstruos benéficos que moraban en las profundidades de la costa de Crimea…
Citas como éstas me hacen pensar, igual que los personajes, en todo menos en lo que está pasando, y me recuerdan además el divertido blog 69 malos polvos de la literatura colombiana, dedicado a documentar malas escenas sexuales en los libros. Me pregunto si ya es hora de aceptar el uso del Instant article wizard para casos como éste, un software que por algunos dólares te asegura la redacción eficaz de textos incluso si no sabes nada del tema. O quizá es que ya se está usando y estos son los dramáticos resultados.
En contraste, uno de los críticos literarios más serios en la blogsfera española, Juan Mal-herido, presentó un video en el Encuentro Interestelar de Bloggers (Gijón, 12-13 noviembre 2010) titulado “Mi idea de una conferencia” , en el que la pornografía ocupa un lugar completamente opuesto: si para los escritores el sexo es una cuestión literaria, el trabajo de Juan Mal-herido –y no sólo su video, sino toda su crítica– comprueba que en realidad la literatura es un ejercicio pornográfico.
Quizá sea cierto que todo es apenas folclore, y las tangas intercambiables que nos venden en los puestos de revistas muestran lo que la gente en verdad desea ver, aunque realmente no vea nada.
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.