El yacimiento de la plenitud

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Se sabe que la muerte no es sino un comienzo en otro orden, una mutación radical de forma. Pero, en la literatura, el tema de la muerte suele ser también un gran pretexto para ahondar en el proceso de la vida y sus tenaces transfiguraciones. La muerte es un jardín de preguntas, y citarla en un libro es casi lo mismo que citar finalmente el fenómeno que ella delimita y resalta por oposición: esa excepción inquietante de lo vivo.
     Ese espacio, ese jardín es un amplio poema provocado por la muerte. Dividido en nueve partes, cada una a su vez compuesta por varias estancias o fragmentos más cortos, se alza como una meditación ontológica donde la memoria y la infancia guardan un significado clave. Se podría decir que el personaje de la muerte lo recorre sin que sea un poema sobre la muerte. Su asunto es más sutil. Los verdaderos ejes del libro parecen más recuperar el misterio de la plenitud y sugerir el devenir del tiempo como una materia plástica, edificable, donde esa plenitud al fin y al cabo se cumple a través de leyes exactas y desconocidas. Un fino sistema de alegorías lo distingue hasta cierto punto de los libros anteriores de esta autora. Aquí, un nautilo, un bufón, un jaguar y una zorra aparecen y reaparecen con una evidente intención simbólica. ¿Son máscaras o metáforas de los hilos que mueve la muerte para presentarse?
     La complejidad constructiva es un atributo de toda la obra de Coral Bracho, particularmente en su libro El ser que va a morir, obra que parece haber planteado radicalmente su atracción por la estructura arborescente; es decir, por una forma capaz de un insólito crecimiento casi desde cualquier punto dentro de sí misma hacia y en todas direcciones. La estructura arborescente ha resultado la más favorable al orden íntimo de sus hallazgos. Ese espacio, ese jardín continúa indagando en las posibilidades de dicha forma, pero lo hace ya no tanto desde el plano sintáctico como desde el organizativo. El poema está resuelto como una trizadura de numerosos fragmentos que se reflejan o se suscitan entre sí. No es un desarrollo lineal, más bien se trata de una arboreación de la memoria. Si bien cada libro suyo algo tiene de árbol al que poco a poco le fueron creciendo las hojas y las raíces, la longitud de Ese espacio, ese jardín lo hace la mayor unidad que Coral Bracho ha publicado hasta la fecha. Sin embargo, su longitud no lo vuelve necesariamente un libro dentro de la tradición de los vastos poemas de largo aliento. Es más bien un poema desarrollado, la compleja bifurcación de un recuerdo.
     Este poema abre un espacio envolvente, sensorial, donde ciertos recuerdos, y sobre todo las sensaciones evocadas dentro de esos recuerdos —como suele suceder en su poesía— se aíslan, se desdoblan o se amplifican casi hasta un nivel molecular, para construir, en el tiempo recobrado de esa ahondada percepción, un ámbito muy peculiar de expresión escrita. Ámbito donde lo que habla ya no parece ser un individuo sino una percepción situada dentro de las cosas. La materia cuenta, y mucho, en sus versos.

     A cada forma le das su nombre;
     a cada nombre
     su forma: Ahí,
     desde ese punto sin fin
     y sin principio, abres las aguas
      en la palabra justa.

Es notable, por otro lado, que dicho ámbito no pueda aparecer más que con esa calibrada minería del lenguaje tan característica de su escritura, con los vocablos y evocaciones precisas que, como llaves, guardan esas percepciones en el recuerdo. El hallazgo admirable de su poesía resulta entonces en la exactitud de lo íntimo. La aproximación sucesiva, por oleadas o capas, a un espacio recóndito pero al mismo tiempo irradiante, un yacimiento de plenitud que está cifrado en su lenguaje.

     Ahí volvemos,
     ahí enredamos nuestras voces.
      Y un bienestar
     incontenible, una ceñida plenitud
     nos embriaga.
     Somos, entre esos trazos, inmensidad.
     Somos su deslumbrada coyuntura.
     Y así cruzamos,
     rodeando siempre ese centro,
     bordeando siempre esa calidez,
      ese meollo intacto
     de hacinada ternura, por la noche
      sin fin

Tal es Ese espacio, ese jardín: el núcleo de la voz que guardamos y que nos guarda desde una memoria incierta y poderosa, un ámbito interior que nos rige y al que volvemos al hallar las palabras justas. Por eso el tema de este libro no es tanto la muerte como la transfiguración de la plenitud en el espacio del tiempo. La muerte aquí vendría a actuar sólo como el mecanismo oculto de esas intrincadas transfiguraciones de la vida, como una secreta presencia —sonriente— que posee la certidumbre de nuestro destino. ~

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