En Víctimas del pecado (1950) del Indio Fernández se desata una pelea cabaretera. Todo mundo entra en el desmadre: gritos, mentadas, madrazos. Todos salvo un hombre recargado en la barra, inerte salvo porque de pronto mira algo de reojo. La cámara, tan poco interesada en su persona como él en los sucesos del cabaret, se va. Es como si ese hombre estuviera en otra película.
Intriga internacional (1959) de Hitchcock. Estamos en el vagón comedor del 20th Century Limited, el tren que durante más de sesenta años conectó Nueva York y Chicago. Roger Thornhill es perseguido por un asesinato del que es inocente; la hermosísima Eve lo alerta de una parada irregular y un par de policías que están por subir al tren. Roger se levanta y, siguiendo a Eve, sale del comedor. En su camino una mujer y un hombre parecen platicar. La mujer, de pronto, nota el paso de Roger y lo mira. Nada más. La cámara no se detiene: sigue a los protagonistas para nunca más poner su lente sobre esa persona sin utilidad aparente. (En un interrogatorio posterior el policía podría haberle dicho a Eve que “una mujer” la había visto salir con el sospechoso. No sucede.) Es como si, salida de otra película, la mujer se hubiera dado cuenta de que estaba en el set de Intriga internacional: “Ah chingá.” Corte.
A veces ni siquiera se dan cuenta de que están en otra película. Los cazadores del arca perdida (1981) de Spielberg. Indiana Jones y su ex Marion logran escapar de la bóveda en que los nazis los habían dejado a pudrirse por los siglos. Tiran una piedra enorme que abre una ventana, afuera el aeropuerto nazi está en plena actividad (los malos ya llevan el Arca de la Alianza hacia Berlín). Indy y Marion salen, miran a todos lados y echan a correr. Cuando el plano se abre lo vemos: inmóvil como una cosa, un hombre tal vez dormido.
Él no despertó e Indiana y Marion nunca lo vieron. Es como si estuviera en otra película. Helo aquí, más de cerca, por si ustedes también se lo perdieron:
Estos seres ni siquiera tienen que ser humanos. Hay una plaza en Babilonia donde se reúnen vendedores y artesanos. Uno de esos vendedores trae sobre los hombros una cabra viva; otro, un atado de vegetales. Todos se detienen ante la aparición del rey Baltasar. O no todos. La cabra, ajena, estira el cuello y mordisquea los vegetales del comerciante al lado suyo. Es como si esa cabra no supiera que está en Intolerancia (1916) de Griffith.
De ellos sólo se sabe lo que nos dicen unos segundos de su presencia. Los distinguimos, si acaso, la tercera o cuarta vez que vemos el film. Antes son manchas, formas en una zona de la pantalla; luego, por un instante, no lo son. Una película poblada únicamente por estas presencias litorales. La vería.
Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)