Prisciliano: obispo, hereje y mártir

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En el Diccionario infernal de Collin de Plancy, de 1863, se lee esta página:

“Evitad al herético cuando hayáis fallado en aclararlo, dice San Pablo. Durante los primeros siglos de la iglesia católica, San Ignacio, San Ireneo, San Justino, Orígenes, San Clemente de Alejandría, Tertuliano y otros, se contentaron con escribir contra los heréticos, e, incluso, cuando un pueblo fanático estuvo a punto de matar al hereje Manés, el obispo Arquelao corrió a tomar su defensa y lo salvó de ser linchado por la multitud… Hasta entonces a los heterodoxos se les había infligido penas solamente canónicas; pero Teodosio y sus sucesores ordenaron se les impusieran penas corporales. Los maniqueos eran los más perseguidos: en 382 Teodosio publicó una ley que los condenaba al suplicio y la muerte, confiscaba sus bienes en beneficio del Estado y encargaba al prefecto pretoriano crear delatores e inquisidores que los descubrieran y persiguieran. Poco tiempo después, el emperador Máximo hizo morir en Tréveris, por mano de sus verdugos y a petición de los obispos españoles, al gallego Prisciliano y a sus seguidores, a quienes se acusó, entre otras cosas, de haber obedecido a la herejía maniquea. Los prelados de Hispania y otros exigieron el suplicio de los priscilianistas con tan ardiente caridad que Máximo no pudo negarse, y en poco estuvo que también se le hubiese cortado el cuello a hombre tan santo como Martín de Tours, quien osó pedir que la pena de muerte dictada contra Prisciliano y sus partidarios fuera conmutada por exilio. El mismo San Martín tuvo feliz suerte en poder salir de Tréveris y retornar a Tours.”

EL HIMNO DE ARGIRIO

Prisciliano, nacido acaso en el año 345, y seguramente muerto en el 384, gallego y súbdito del Imperio romano, por un tiempo obispo de Ávila, hombre rico, culto, refinado, de buena labia y buena prosa (como no pudieron menos de reconocer sus denostadores Sulpicio Severo y don Marcelino Menéndez Pelayo), inició en la penúltima década del siglo IV y en tierras españolas un movimiento ascético y reformador del clero, de un clero que ya desde sus comienzos era relajado, acomodaticio, explotador. Los priscilianistas intentaban el retorno a la fuente de la doctrina cristiana, aceptaban a las mujeres en la condición del sacerdocio y en la enseñanza de la doctrina, adoptaban y adaptaban algunos modos, ritos, costumbres, llegados de las tradiciones místicas de los persas, de los egipcios, del gnosticismo y el ocultismo. Quizá idearon una nueva fundación del cristianismo: un cristianismo generosamente abierto a los deseos naturales de hombres y mujeres…

Cantaban los priscilianistas el llamado Himno de Argirio, que revela una fe manifestada en la vitalidad y la alegría:

Quiero atar y ser atado.

Quiero desatar y ser desatado.

Quiero salvar y ser salvado.

Quiero ser engendrado.

Quiero cantar y saltar.

¡Cantad y saltad conmigo!

Cantar, saltar, desatarse… ¿Eran los ritos priscilianistas movidas fiestas o reventones? Según se deduce de la dispersa, escamoteada, oscura documentación sobre los priscilianistas, éstos no hicieron cosa más grave, para “recibir el don sagrado de la profecía”, que celebrar misas nocturnas en los bosques y las montañas, andar descalzos y orar desnudos, regir sus vidas por el amor a Cristo y no por los cánones eclesiásticos, acatar las sagradas escrituras dedicándose a la vida sencilla, a la frugalidad (y de paso y prosaicamente al vegetarianismo). Al movimiento se unieron prosélitos de todos los estratos sociales: desde terratenientes, funcionarios públicos, obispos, poetas, matronas honorables y damiselas de la alta sociedad, hasta campesinos, artesanos, albañiles, leñadores, pescadores, carboneros y todos aquellos que no estaban conformes con los corrompidos clérigos rentistas y los jerarcas corruptos de la Iglesia reconocida y auspiciada por el Imperio. Y el priscilianismo, a pesar de la hostilidad y la persecución desatadas por la diócesis de Hispania, se expandió y penetró hondamente en Galicia, influyó en las iglesias de la Bética y Lusitania, cruzó los Pirineos hasta Aquitania (Francia) y aun llegó a tener presencia en el norte del África. Se extendió también en el tiempo: a pesar de ser fulminado con anatema y duramente reprimido, perduró hasta el siglo VI en la tierra gallega y en regiones vecinas, y puede que si no se le hubiese aplastado quizá la poderosa, la imperial Iglesia católica sería hoy otra cosa: ¿una iglesia realmente cristiana?

TORMENTA EN LA IGLESIA

Por poco tiempo tuvo Prisciliano el obispado de Ávila, pues su “movimiento” fue pronto acusado de herejía por el clero de la época, que, no siendo precisamente un dechado de virtudes (como admite hasta el catolicón y vaticanólatra Menéndez Pelayo en su prodigiosa obra sobre los heterodoxos españoles), veía en Prisciliano un crítico peligroso, un exotizante rebelde, un alarmante regenerador y en fin: un hereje. Por lo cual dos veces, en largos trayectos por la boscosa Europa de entonces y a lomo de mula, Prisciliano acudió con los suyos a la sede en Roma en busca de la revocación del edicto conciliar con el que los otros obispos lo habían desobispado. Allí, en Roma, logró salvarse provisionalmente con su elocuencia y también (todo debe decirse) con su gran riqueza personal, que le permitió sobornar a pequeños y medianos miembros de la burocracia eclesiástica. Pero durante el segundo viaje de retorno a Hispania fue detenido por el brazo secular en Tréveris, donde los conciliares lo enjuiciaron acusándolo de hacer misas nocturnas con hombres y mujeres en pelos, de permitir que las mujeres oficiaran el culto, de predicar el gnosticismo y el maniqueísmo, de ejercer la brujería y, entre otras cosas, de haber seducido a una aristocrática señorita seguidora suya, llamada Prócula, en quien habría engendrado un hijo. Y aunque él se defendió con una espléndida retórica como la de sus Tratados y Cánones, los obispos “correctos” obtuvieron que una causa meramente eclesiástica, que no atañía a la legislación civil, fuese a manos de la justicia del Imperio romano (que ya había adoptado y ya imponía la religión cristiana). El mismo Sulpicio Severo, cronista de la Iglesia y ciertamente antipriscilianista, escribiría su desacuerdo con tal procedimiento: “Debieron los obispos haber dado sentencia en rebeldía contra Prisciliano, o confiar la decisión a otros obispos, y no permitir al Emperador meter su autoridad en una causa interna de la Iglesia”.

Pero el concilio obispal y el tribunal imperial sentenciaron y entregaron a los principales priscilianistas al tajo del hacha, según se lee en el Cronicón de San Próspero de Aquitania: “En el año del Señor 385, en Tréveris, siendo cónsules Arcadio y Bauton, fue decapitado Prisciliano, juntamente con Eucrocia, mujer del poeta Delfidio, con Latroniano y otros cómplices de su herejía”. (Latroniano también era poeta, como Delfidio y Argirio. ¿El priscilianismo era además un movimiento poético?) En vano Martín de Tours había rogado al emperador Máximo que no se derramase una sangre que, aunque fuese herética, seguía siendo cristiana, en vano pidió que se conmutara esa condena por la del exilio, en vano habrá hecho ver a los mismos obispos que, si sacrificaban al hereje, harían de él un primer mártir de la Iglesia victimado por la Iglesia misma. Nada impidió que se decapitara a los líderes del movimiento; y los priscilianistas fuesen perseguidos, hostigados, apedreados, torturados, ejecutados allí donde se les encontrara. Pero aún así el priscilianismo, sostenido mayoritariamente por los humildes, y particularmente por el campesinado, seguiría secreta y fuertemente palpitando hasta bien avanzado el siglo VI, sobre todo en el norte de Hispania.

ENVÍO

Prisciliano, adelantado cristiano moderno: Tu caso me fascinó desde que allá por los años cincuenta lo hallé en el primer capítulo de la portentosa Historia de los heterodoxos españoles, de Menéndez Pelayo, que te condena y a la vez te admira. Más tarde te reencontré en otros libros y luego en ese apasionante paseo por algunas herejías célebres: el film de Buñuel La Vía Láctea, donde apareces en un bosque oficiando una misa como en un picnic nocturno, nudista y hippie. En 1999 pensé que tal vez el papa Juan Pablo II, que había manifestado el deseo de que en el año 2000 la Iglesia católica hiciera un examen de sus propios casos de intolerancia e injusticia, podría retrospectivamente rehabilitar a los muchos heterodoxos sacrificados por el catolicismo “realmente existente” y perdidos en la Historia como lágrimas en la lluvia. Pero no ocurriría así, y seguramente si tú, Prisciliano, y el bueno y justo Martín de Tours, viniesen a estos tiempos, se espantarían viendo a la Iglesia erguirse firme como roca en el dogma petrificado, en la política fundamentalista, en una rígida y al final de cuentas nada cristiana actitud de intolerancia, de discriminación e injusticia. Hoy te horrorizarías de ver cómo la imperial sede del “cristianismo” católico, ha seguido, por sólo dar dos ejemplos, condenando a millones de cristianos homosexuales de todo el mundo y ganándose la palma de la intolerancia (y la del ridículo) con su campaña contra el condón como “propiciador de prácticas inmorales entre el hombre y la mujer”.

Eres, Prisciliano, uno de mis personajes históricos favoritos y te veo atravesando a pie los grandes, los espesos, los oscuros bosques de la vieja Europa con tu cortada cabeza bajo el brazo, y veo que tu cuerpo baila, y oigo a tu cabeza, más viva que nunca, está cantando sin fin:

Quiero atar y quiero ser desatado.

Quiero cantar y quiero saltar.

¡Cantad y saltad conmigo!

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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